Antes de la aparición del telégrafo eléctrico, no sólo se podían enviar mensajes por medio de correos a caballo o diligencias. Los «semáforos», tal y como se llamaban en su época de esplendor, constituían una magnífica forma de comunicarse, bastante eficiente y, sobre todo, mucho más rápida que andar esperando a que un mensajero llegara con su cansado caballo al destino deseado portando una carta que, en el mejor de los casos, sería recibida días o semanas más tarde. Aquellos «semáforos» formaron extensas redes de telégrafo óptico pero, hoy día, han caído casi en un olvido total.
La idea, en sí, es muy vieja. ¿Alguien recuerda las magníficas escenas del Señor de los Anillos en las que se mostraban torres de señales luminosas en lo alto de montañas? Bien, pues por ahí van los tiros. Recuerdo que, en el noroeste de la provincia de Palencia, cerca de Guardo y al oeste de Velilla del Río Carrión, hay una montaña a la que llaman Peña Lampa porque, dicen, en su cima los romanos instalaron hace dos milenios una de esas torres de comunicación. Posiblemente sólo sea una leyenda, pero bien pudo ser… 😉 Los telégrafos ópticos han sido muy variados en cuanto a morfología, pero básicamente eran todos primos hermanos. Consistían en redes que transmitían un mensaje desde el origen al destino, por medio de la repetición de ese mensaje a través de varias torres visualmente conectadas. Veamos, la torre 1 recibe un mensaje de texto, que es transcrito a un código de señales luminosas, ya sean por hogueras o por medio de listones móviles. La torre 2, situada lejos de la primera pero manteniendo contacto visual con aquella, apunta el código observado y lo vuelve a retransmitir, esta vez a la torre 3 y así hasta que el mensaje llega a su destino. Antes de emitir un mensaje, la torre donde se iniciaba la comunicación, emitía un mensaje de alerta, esperando que el siguiente nodo pusiera sus «balizas»en posición de espera, a partir de entonces el emisor enviaba una serie de símbolos codificados, uno cada varios segundos, por medio del movimiento de las balizas colocadas en la cima de la torre. Cada configuración de baliza tenía un significado concreto, algo así como un código morse visual. El receptor copiaba el mensaje y, tras recibirlo completo, se encargaba de repetírselo a la siguiente torre.
Toda esta infraestructura necesitaba una red amplia de torres y, por supuesto, de alguien encargado de mantenerlas y de retransmitir los mensajes. Los equipos destinados a aquella pesada tarea debían estar atentos, durante las horas diurnas, a las balizas de la torre anterior o posterior, a la espera de la recepción de mensajes. Los operadores se limitaban a retransmitir lo recibido, no conocían el significado de los mensajes pues, comunmente, se encontraban cifrados. La cosa tenía su complejidad, de noche casi no se utilizaba, aunque algunos tenían capacidad para emitir señales luminosas, las tormentas, la niebla, el viento, cualquier cambio meteorológico podía entorpecer la comunicación, los mensajes podían ser mal comprendidos o, incluso, no llegar a recibirse nunca.
El telégrafo óptico, como red planificada científicamente, nació en Europa en el siglo XVII, concretamente en 1684, de la mano del británico Robert Hooke, pero no se extendió hasta bien entrado el siglo XVIII, pues hasta ese momento la técnica era demasiado pobre. Francia fue el país donde se construyeron las redes más extensas y exitosas, a fin de cuentas, el primer telegrama que se recuerda llegó a París, desde Lille, tras recorrer más de doscientos kilómetros de distancia a través de una línea de veintidos torres de comunicación óptica.
Una fuente de interés:
La telegrafia òptica a Catalunya (2004)
Prat i Pons, Jaume
ISBN: 84-393-6595-0-4
En poco tiempo media Europa contó con redes de telégrafo óptico, desde Escandinavia a España. Las primeras pruebas en España fueron llevadas a cabo por un equipo del Real Observatorio de Madrid en 1794, utilizando un sistema de lentes acromáticas con excelente resultado. Se planificaron extensas redes por todo el territorio peninsular, pero no llegaron a materializarse más que algunos proyectos, por culpa de las sucesivas crisis económicas, como el sistema de comunicación óptico militar que funcionó en la provincia de Cádiz hasta 1820. Más tarde se construyó una red que comunicaba los Reales Sitios y era de uso exclusivo para asuntos de la Familia Real, en Madrid. Durante las Guerras Carlistas, la telegrafía óptica tuvo un papel muy interesante, pues se utilizó por parte de las tropas isabelinas con frecuencia. Pero, a pesar de sus ventajas, en España no se construyó ninguna red amplia hasta que, en 1844, se decidió comunicar Madrid con todas la provincias a través de una red de proporciones nunca vistas. No creo que haya que esforzarse en imaginar qué sucedió. Los planos quedaron muy bien, la técnica diseñada era de lo mejor, incluso superior a la francesa, pero sólo se llevaron a la práctica algunas redes parciales, como la de Madrid-Irún, pasando por Valladolid, la de Andalucía, la Madrid-Valencia o la de Cataluña, que fue la más desarrollada, llegando a contar con más de 150 torres y que tuvo un uso militar hasta finales del siglo XIX.
Pero todos estos esfuerzos, cómo no, sirvieron de poco porque, otra vez, aquí se llegó tarde a la revolución tecnológica. Cuando en Francia los «semáforos» llevaban décadas en uso, apareció la telegrafía eléctrica, allá por 1840, con lo que se inició una transición lenta a la nueva técnia. En esos momentos, en España, se estaban levantando las primeras redes de telégrafo óptico de gran distancia, prácticamente cuando ya eran obsoletas.