Huesos radiactivos

radithorHace unos setenta años, Robley D. Evans, a la sazón director emérito del centro de radiactividad del Instituto de Tecnología de Massachussetts, decidió investigar una serie de extraños casos acerca de enfermedades causadas por radiación. Entre los pacientes que estudió, estaban todos aquellos que profesionalmente habían trabajado con productos químicos radiactivos, como las pintoras de relojes. Eran muy comunes en aquella época los relojes con números o manecillas impregnadas en pintura radiactiva que, naturalmente, brillaban en la oscuridad. Lo malo era que, como no podía ser de otro modo, pintar día tras día esos relojes, conllevaba una exposición a la radiación totalmente perniciosa. De entre todos los casos que llamaron la atención del doctor Evans, los de personas «medicadas» con radio fueron las más sobresalientes. Aquellos estudios llegaron a la conclusión de que no todo el mundo tolera de igual forma la ingestión de radio, había quien enfermaba muy tempranamente y había quien lograba acumular, fijado en sus huesos, cantidades nada desdeñables de radioisótopos sin sentir ningún malestar durante años. Los huesos de aquellas personas que habían, por ejemplo, tomado medicamentos con radio, eran peligrosamente radiactivos y, lo que es más sorprendente, hoy día siguen siéndolo. En un interesante artículo publicado en Investigación y Ciencia por el oncólogo Roger M. Macklis1, se narra uno de los casos más extremecedores de mal uso de la radiación aplicada a la medicina, fruto de la ignorancia y la codicia. Tras dieciocho meses deteriorándose sin remedio, sin saber qué le estaba sucediendo, con los huesos quebradizos y su salud arruinada, el que en otro tiempo fuera un magnate de porte señorial y gran aficionado a la práctica de varios deportes, falleció finalmente. Corría el año 1932 y Eben M. Byers, el finado, estaba a punto de convertirse en el ejemplo más horrible de lo que la ingestión de radio puede llegar a causar. En el momento de su muerte, casi parecía un monstruo. El otrora apuesto hombre de la alta sociedad, apenas llegaba a pesar cuarenta kilos, su rostro estaba desfigurado por las operaciones con las que se intentó frenar la destrucción de sus huesos y su piel había tomado un misterioso y tenebroso tono amarillento a causa del fallo en la médula y los riñones. La investigación del caso llegó a una conclusión inequívoca: muerte por envenenamiento por radio.

Es curioso que un hombre de tal posición compartiera enfermedad con las pobres, y olvidadas por ello, pintoras de relojes, las que chupaban las puntas de los pinceles empapados con pintura de radio para lograr así líneas más finas e ingiriendo de esa forma el mortal veneno. ¿Acaso Byers pintaba relojes de esa forma en sus ratos libres? Pues no, sus huesos acumularon el radiactivo elemento gracias a un «medicamento». En el año 1927, el magnate se lesionó un brazo y, a consecuencia del percance, quedó con un molesto dolor crónico que, al parecer, no le dejaba jugar al golf. Total, que un amigo médico le comentó sobre un gran invento, fabricado por los Laboratorios Bailey de Radio, localizados en Nueva Jersey, llamado Radithor. Se decía que tal «primicia» era capaz de remediar más de cien enfermedades diferentes y que constituía un avance de la «nueva» medicina del futuro. ¿Sería verdad? En aquella época todo lo relacionado con el radio, la radiactividad y los átomos era sinónimo de «futuro» y «progreso». ¿Cómo iba a pensar el incauto de Byers que caería en una trampa mortal?

Desde ese año, el millonario se hizo prácticamente «adicto» al Radithor, tomándose varias dosis al día. Al principio se sentía bien, decía que le rejuvenecía y lo recomendó a sus conocidos y amigos. Hasta 1931, se estima que consumió más de 1.000 botellitas del «medicamento», o lo que es lo mismo, acumuló una dosis de radicación equivalente a la exposición a miles de radiografías, una dosis que era hasta tres veces superior a la mortal si se hubiera tomado de una vez. ¿Qué contenía el peligroso remedio creado por el «doctor» Bailey? El tal «médico», que por lo visto no lo era, era un buscavidas procedente de una familia muy humilde y que, a lo largo de sus innumerables negocios, se metió en muchos líos y asuntos de mala nota, incluidas varias acusaciones y juicios por estafa. A principios del siglo XX una teoría puesta en entredicho afirmaba que la dilución de radio y otros elementos radiactivos en agua era capaz de proporcionar un maravilloso remedio para muchas enfermedades. Dicho y hecho, muchos aventureros comerciales se dedicaron a sacar partido a tan peligros a idea. Uno de esos empresarios del radio fue Bailey, que se obsesionó con la idea y desarrolló su propio producto, el Radithor, una panacea fabricada disolviendo una minúscula porción de radio en agua destilada. La publicidad hizo el resto y Bailey logró, al fin, su más preciado deseo: ser millonario. Se estima que su empresa logró vender casi medio millón de frasquitos de Radithor, antes de que la muerte de Byers y de otras personas envenenadas por dicho producto hiciceran que se retirara del mercado. La radiactividad mostró así su verdadera cara y paso de ser una panacea universal a convertirse en algo a controlar seriamente por las autoridades sanitarias.

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1 El gran escándalo del radio, Roger M. Macklis. Investigación y Ciencia, octubre de 1993.