Del coche a vapor a La Hispano-Suiza

En el número de noviembre de 2017 de la revista Historia de Iberia Vieja, publiqué un pequeño repaso acerca de los primeros automóviles españoles. Lo que sigue es la versión para TecOb de ese artículo, con acceso a otros posts anteriores en los que ya habría tratado temas relacionados.

Los primeros automóviles españoles:
del coche a vapor a La Hispano-Suiza

Los orígenes de toda tecnología son siempre complicados; entre dudas y caminos aparentemente sin salida, los automóviles fueron evolucionando a finales del siglo XIX: desde los locomóviles de vapor que transportaban mercancías y pasajeros por duros caminos, hasta los primeros coches de gasolina. Mientras, la opción eléctrica parecía la más adecuada a principios del siglo XX, pero cayó en el olvido por el empuje de los motores de combustión interna… hasta nuestros días, cuando vuelve a resurgir. He aquí un pequeño repaso a los pioneros del automóvil español.

¡A todo vapor!

Si bien hasta los primeros años del siglo XX la batalla por la elección del sistema motor más adecuado para los novísimos automóviles no llegó a su fin, con la victoria de los motores de combustión interna de gasolina, la cosa no estuvo nada clara durante bastante tiempo. Es más, a finales del siglo XIX y principios de la siguiente centuria parecía que el coche eléctrico era el ganador. Ha tenido que pasar más de un siglo para que el automóvil animado con electricidad vuelva a resurgir.


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Y, mucho antes, el vapor era el futuro. En un mundo movido por bestias de carga, ver circular trenes a vapor era algo asombroso y no digamos ya ver una locomotora rodando por los caminos, sin vías. A esas máquinas a vapor que iniciaron la historia de los automóviles las llamaron “locomóviles”.

Nos encontramos a mediados del siglo XIX, en concreto hacia 1851 en Valencia. En Llíria vivía un chaval de menos de veinte años con una habilidad extraordinaria para reparar todo tipo de maquinaria. Se dedicaba sobre todo a fabricar y arreglar aperos de labranza, pero también había logrado fama al diseñar un nuevo tipo de reloj y por su invención de ciertos artilugios ortopédicos. Se llamaba Valentín Silvestre Fombuena y, entre mil y una inquietudes, decidió que ya era hora de dejar descansar a los mulos y bueyes. El futuro se encontraba en las máquinas a motor y, sin descanso, diseñó y construyó un locomóvil de cuatro ruedas y tracción delantera. Valentín era todo un genio, no sólo inventó un nuevo tipo de motor a vapor con cilindros rotatorios, del que consta Privilegio Real de 1858 (una de la quincena larga de invenciones que patentó, lo que le convierte en uno de los inventores más prolíficos de su tiempo en España), sino que llevó a la práctica su idea del “coche a vapor”.

La osadía de Silvestre no llegó más allá, comercialmente hablando, lo que fue una pena, pero tuvo su continuación en otros pioneros de los locomóviles. Hacia 1857 circularon por caminos de Tarragona dos locomóviles, posiblemente de factura inglesa, construidos en los talleres Nuevo Vulcano de Barcelona. Aquella novedad llamó mucho la atención, tanto que hacia 1859 se vieron otros vehículos similares, construidos también en Barcelona. Las “locomotoras para caminos de tierra” tuvieron su mayor éxito en el vehículo Castilla, también de origen inglés, montado en Valladolid por el ingeniero Pedro Ribera en 1860. El sueño de Ribera, que había participado en la adquisición de varios locomóviles para comercializarlos en España, era competir con el incipiente ferrocarril.

Locomóvil Castilla

Si se podía circular por caminos ordinarios con máquinas a vapor, sin necesidad de vías, estaba claro que se podía abrir un mercado muy apetitoso. Lo intentó, con aventura incluida, rodando desde Valladolid hasta Madrid a lo largo de casi veinte días por los tortuosos caminos de la época en un viaje publicitario realmente singular. Más tarde realizó pruebas en Asturias y tuvo ánimo para armar otro locomóvil, pero ahí terminó todo, porque no encontró el apoyo necesario para levantar una gran compañía de locomotoras de tierra.


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En La Maquinista Terrestre y Marítima de Barcelona, entre otros centros fabriles, se armaron también diversos locomóviles. A pesar de su limitada extensión, y del fracaso empresarial de Ribera, parecía en verdad que aquello era el futuro. No les faltaba razón, solo que el vapor no era la solución adecuada. En 1883 aparece un nuevo intento, con patente de un vehículo compacto a vapor para caminos, con el que se pretendían crear líneas de transporte bajo el pintoresco nombre de “Cochevapores”. Los locomóviles fueron extendiéndose poco a poco, sobre todo en Inglaterra y Francia, hasta con líneas para viajeros, ejemplo que llega a Barcelona hacia 1887 de la mano del ingeniero de origen francés Valentin Purrey. Se podía competir con los tranvías y posiblemente con los ferrocarriles en casos muy concretos, pero, ¿qué había del transporte personal? ¿Sería posible superar al carro tirado por caballos?

Eso pensó el barcelonés Juan Oliveras Gabarró, que alumbró en 1864 su “Velocífero”, un vehículo de tres ruedas movido a pedales. Años antes ya se había visto algo similar en Madrid, pero ningún triciclo a pedales llegó muy lejos comercialmente. El aspecto de aquellos coches llamaba la atención por lo adelantado de su concepción, pero hacía falta un motor adecuado para ellos y, por supuesto, nada de tracción humana. Había llegado la hora de los coches eléctricos y de motor de explosión.

Las primeras marcas españolas de automóviles

El mercado de máquinas de coser era algo que Miguel Escuder, de Barcelona, llevaba tiempo controlando con sus modelos de fabricación nacional. Pero, ay, llegaron las máquinas Singer desde América y las cosas comenzaron a ponerse muy feas. Fue entonces, a finales del XIX, cuando Escuder debe buscar un mercado alternativo para su fábrica. Comienza experimentando con motores de gas (de hecho, patentó todo tipo de artilugios, incluso una “una prensa hidráulica para fideos” en 1893), y poco a poco extiende su producción a motores eléctricos para todo tipo de artilugios. Aquellos motores inspiraron a otros a la hora de pensar en su posible aplicación en automóviles. La opción eléctrica parecía la más adecuada, tanto porque en otros países ya se contaba con tradición de tranvías eléctricos y algunos coches de ese tipo, como porque todavía estaba por ver qué combustible era el más adecuado para garantizar el éxito de los motores de explosión (téngase en cuenta que todavía no se habían construido las grandes refinerías y que no había gasolineras, todo estaba por hacer). Así pues, un coche eléctrico para moverse por la ciudad parecía ideal, es más, incluso se llegó a construir una “carroza eléctrica” para la reina regente María Cristina en 1896.


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Emilio de la Cuadra

Convivían entonces coches eléctricos con primitivos vehículos de motor de explosión y los últimos ejemplares de autobús y camión a vapor. Sin embargo, poco a poco parecía que la potencia y fiabilidad de los nuevos motores de explosión hacía que éstos terminaran por imponerse al resto de opciones. Surgen así experiencias como las de Francisco Bonet y su triciclo con motor de explosión Daimler, que llamó la atención de los paseantes en la Barcelona de finales del XIX, o la más evolucionada iniciativa del capitán de artillería Emilio de la Cuadra Albiol con su automóvil de bencina (gasolina) de 1901, un auténtico precursor de la industria del automóvil nacional que tuvo mala suerte pero que sentó las bases de una marca mítica. Antes de eso, conviene recordar algún que otro aventurero, entre los muchos que lo intentaron. En 1899 se crea en Cádiz “Automóviles Anglada”, empresa creada por Francisco Anglada y varios socios, que aguantó en el mercado casi diez años. Los coches Anglada, de los que se vieron diversos modelos, funcionaban con motor de explosión y podían emplear incluso alcohol como combustible. En el norte, se desplegó la marca “Hormiger”, con coches fabricados en Gijón, mientras que en Cataluña proliferaron los talleres de coches a motor que tuvieron al mencionado Emilio de la Cuadra como referente principal.

El origen de La Hispano-Suiza

Volvamos a de la Cuadra, un tipo optimista donde los hubiera. Su sueño de crear una marca de automóviles de prestigio iba por buen camino, pero su músculo financiero era demasiado pequeño. Nos encontramos entre dos siglos y la “Compañía General Española de Coches Automóviles”, la empresa del bueno de Emilio, quería subirse al tren de la innovación que estaba cambiando el mundo. Desde la Barcelona de 1898 el militar reconvertido en empresario había estado representando a la marca Benz, pero quería ir mucho más allá diseñando coches propios. Uno de sus ingenieros, Carlos Vellino, sugirió contratar a un chaval suizo muy joven que trabajaba en Barcelona y que parecía muy despierto. Se trataba de Marc Birkigt, todo un genio de la mecánica. Fue la mejor decisión que pudieron tomar, porque Marc estaba llamado a dar vida a algunos de los automóviles más famosos del siglo XX.


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Por aquel tiempo, hacia 1900, lo más innovador, como hemos visto, eran los coches eléctricos. Por desgracia, el omnibús eléctrico que dieron a conocer por entonces fue un fracaso rotundo y Vellino se vio obligado a abandonar la compañía. Quedando Birkigt como director técnico, los coches de La Cuadra cambian de orientación y van por el buen camino: el motor de gasolina es el futuro. La apuesta del suizo fue acertada: los nuevos coches eran sencillos, rápidos y fiables. Aunque comienzan a venderse en 1901, el dinero se acaba y Emilio se hunde sin poder recuperar la inversión. La idea había sido buena, pero sin dinero para invertir, poco podía hacer. El sueño había terminado… ¿o no era así? La idea era demasiado buena como para caer en el olvido y, además, el ingeniero suizo era todo un diamante en bruto a la espera de encontrar el ambiente adecuado para explotar toda su creatividad.

Marc Birkigt

En 1902, pocos meses después del desastre, uno de los acreedores de Emilio de la Cuadra, José María Castro, sigue empeñado en que la idea es buena. Manos a la obra, consigue financiación y funda la marca J. Castro para fabricar automóviles con los diseños del ingeniero suizo y la maquinaria con la que se habían construido los escasos coches La Cuadra que habían visto la luz hasta entonces. La primera tarea fue la de terminar los vehículos que estaban medio construidos, para más tarde continuar con diseños más arriesgados del propio Birkigt. El primer coche de la marca de Castro era muy avanzado a su tiempo: dotado de motor de dos cilindros y caja de cambios de cuatro marchas. Era una máquina magnífica que el suizo mejoró continuamente hasta evolucionar a un modelo con novísimo motor de cuatro cilindros. Todo muy bonito si no fuera porque, aunque se vendían coches, apenas quedaba nada para invertir y el colchón financiero era escaso. No era una sorpresa, la aventura de Castro terminó igual que la de la Cuadra, en cierre por falta de financiación adecuada. ¿Había terminado (esta vez sí) el sueño de una gran marca de coches con sede en Barcelona? Como no hay dos sin tres, se volvió a intentar y, esta vez, el resultado fue maravilloso.


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El cierre de la fábrica de Castro en 1904 coincidió con la época en que Birkigt estaba diseñando un nuevo motor mejorado. No podía desaprovecharse aquella oportunidad, porque aquel ingeniero era una joya. Así, y esta vez con dinero de sobra, se unieron varios inversores como Damià Mateu para dar vida a una marca que nace aquel mismo año. Tras un estudio exhaustivo, queda claro que el proyecto es viable: la idea original, los desarrollos, la tecnología y el capital humano habían sido los adecuados. Lo que había fallado era el dinero. Con financiación adecuada nació entonces la sociedad llamada “La Hispano-Suiza”, de nuevo con el ingeniero Marc Birkigt a los mandos de la tecnología de la empresa. La primera tarea consistió en completar los últimos modelos Castro y comercializarlos, para pasar a partir de ahí a los nuevos Hispano-Suiza. La gran calidad de los coches que salieron de Barcelona hizo que pronto se convirtieran en leyenda. Fue el comienzo de un mito, el de los lujosos, fiables, duros y rápidos Hispano-Suiza, una de las marcas de automóviles más celebradas de la primera mitad del siglo XX y, hoy, sueño de todo coleccionista de coches clásicos.