Francesc Bonet y Emilio de la Cuadra, pioneros del automóvil

Versión reducida del artículo que publiqué en la revista Historia de Iberia Vieja, edición de agosto de 2015.

motor_daimler_1889Los pedidos [de motores Daimler] fueron muy numerosos. Haremos mención de uno en especial por haber sido hecho por un español: Francisco Bonet Dalmau. Este ingenioso y testarudo catalán consiguió que Daimler le vendiera el motor que había llevado de muestra. De regreso a Barcelona construyó un triciclo equipado con unas ruedas de carro a las que recubrió con caucho; la disposición de éstas era la contraria a la forma tradicional, es decir, una rueda trasera que funcionaba como propulsora y dos delanteras, que unidas a un volante rectangular, actuaban a modo de dirección.

Fragmento de un artículo de Francisco Costas,
publicado en el Diario Avisos el 1 de junio de 1980.

Hace tiempo nos visitó cierto artilugio de extraño aspecto que podía considerarse como una locomotora sin raíles. Aquella especie de rugiente máquina de vapor ideada para recorrer caminos, técnicamente un ejemplar de locomóvil, es considerado como el primer vehículo automotor español para carreteras y caminos. Ahora bien, no era un “coche” como ahora lo entendemos. Ciertamente, el locomóvil Castilla, que el intrépido Pedro de Ribera se encargó de armar y manejar, asombró a sus contemporáneos de 1860, pero no dejaba de ser una máquina de vapor muy alejada en cuanto concepto a lo que son los automóviles actuales.

Habría que esperar todavía casi tres décadas para que se viera un auténtico “coche” fabricado en nuestras tierras circulando por calles y carreteras. A partir de ahí, ya sabemos lo que sucedió: el automóvil fue escalando en su ascensión como rey de los medios de transporte modernos. Lo más curioso de aquellos inicios de la era del automóvil en España se encuentra en que el sueño de los pioneros nació en París.

La fascinante “Expo” de 1889

Bien, reconozcamos que las Exposiciones Universales, de décadas recientes no han sido muy lustrosas en cuanto a asombros y deslumbramientos de progreso. Eso quedó muy atrás, hoy si acaso, son más un espectáculo que otra cosas. Realmente, siempre lo fueron, y la fachada es lo que más se recuerda, pero hubo un tiempo en que esas exposiciones eran un verdadero escaparate del futuro, algo que dejaba con la boca abierta a quienes las visitabas. Es más, no se trataba sólo de llamar la atención o de exponer los más importantes logros de la ciencia, la industria y la cultura de cada país, nada de eso, aquello iba mucho más allá. Hay varias exposiciones de ese tipo que han quedado marcadas a fuego en la historia porque, en ellas y sin precedentes, se reunieron genios de talla mundial con industriales y magnates que han dejado huella.

De aquellos encuentros surgió gran parte de la tecnología moderna, algo que apenas es recordado. Ahí está el caso de la Exposición Universal de Chicago de 1893, en la que Nikola Tesla y su socio George Westinghouse mostraron al mundo el futuro de la electrificación con corriente alterna, un futuro del que disfrutamos plenamente en nuestros días. Pero, si miramos un poco más atrás en el tiempo, descubriremos los brillos de una exposición todavía más sorprendente por lo novedoso de lo que allí pudo verse. Se trata de la Exposición Universal de París celebrada en 1889.

Gentes de todo el mundo, deseosas por atisbar algún reflejo del futuro, se reunieron allí. No fueron simples espectadores, muchos de los que allí viajaron se convirtieron más tarde en auténticos ejecutores de maravillas de la técnica que cambiaron el planeta. Entre aquellos que se dejaron deslumbrar por los ecos del nuevo siglo todavía no nacido, se encontraban dos personajes singulares, Francesc Bonet Dalmau y Emilio de la Cuadra Albiol. Allí, en el París que vio nacer entonces a la torre Eiffel, que servía de puerta para acceder a la “Expo”, nació la idea de traer el también naciente automóvil a España.

El acertado instinto de Francesc Bonet Dalmau

Nacido en Valls, Tarragona, en 1840, el ingeniero e industrial Francesc Bonet Dalmau se mostraba como alguien perpetuamente inquieto. La apasionaba la ópera y siempre estaba viajando, aprendiendo algo nuevo e imaginando el futuro. Entre su labor de promotor para nuevas voces de la ópera y la gestión de su fábrica textil barcelonesa, la vida de Francesc iba surcando los años postreros del siglo XIX entre asombros y esperanzas hasta que cierto artilugio se cruzó en su camino.

No fue un viaje más, aquello se trató de algo iluminador. El ingeniero catalán viajó a París, a la Exposición Universal de 1889, la culminación de la técnica de su tiempo, y se quedó prendado de aquellos primeros coches sin caballos alimentados por primitivos motores de explosión. El asombro se convirtió en pasión y, con el tiempo, prácticamente en obsesión. ¡Quería construir uno de aquellos coches! Era algo que nadie había hecho todavía en nuestras tierras, así que pasó a la acción al poco tiempo.

Cuando apenas habían pasado tres meses de su viaje a París, solicitó el registro en la Oficina Española de Patentes, de un artilugio singular. Fue en diciembre de 1889 y ahí nos queda su idea original, en forma de patente concedida en enero del año siguiente, para construir “vehículos de varias ruedas movidas por motores de explosión”. Aquello era un coche, un automóvil, como los de ahora, salvando las distancias, naturalmente. Ahora, debía pasar del papel de aquella patente número 10.313 al mundo real.

Cabe decir que el mundo de la invención no era algo nuevo para el genial Bonet. Ya en 1883 y en 1886 había logrado la concesión de dos patentes. Por un lado aparece la número 3.114 dedicada a mejoras introducidas en telares mecánicos y, por otro, un nuevo tipo de fibra. Sin embargo, sus invenciones surgidas de la “iluminación” que tuvo en París se dedicaron sólo a vehículos a motor de explosión. Junto a la ya mencionada 10.313 para vehículos sobre ruedas, cabe recordar otras tres patentes solicitadas igualmente a finales de 1889. La número 10.314 se dedicaba a la aplicación de motores de explosión en lanchas. Por su parte, la 10.366 estaba destinada a describir un ingenio a motor aplicable a todo tipo de bombas, ya fueran de agua o de otro tipo y, finalmente, la 10.377 iba dirigida a un nuevo tipo de motor de explosión perfeccionado. Aquella pasión le ocupó durante años, como nos muestra su última patente, de 1894, la 15.647 destinada a automóviles perfeccionados con motor de explosión.

Regresemos a 1889, tenemos a Francesc Bonet todavía con la boca abierta soñando con coches a motor pero ya imaginando cómo materializar su sueño. Con la patente y varios motores Daimler recién adquiridos, pasa a iniciar la construcción de su propio vehículo automóvil. En la patente original planteaba un coche con cuatro ruedas, pero debió simplificar un poco por problemas a la hora de aplicar la tecnología del diferencial y alumbró un curioso coche triciclo dotado de dos ruedas delanteras de gran tamaño y una solitaria motriz en la parte posterior. El pequeño motor monocilíndrido Daimler no era muy potente, por lo que aquel vehículo servía para dar paseos ligeros y se asustaba ante cualquier repecho. Sin embargo, era algo tan novedoso, una cosa nunca vista, ¡algo asombroso! Bonet recorría las calles de la Barcelona de 1890 con su coche sin caballos levantando todo tipo de sorprendentes reacciones.

Fue el primer automóvil de España, y muy posiblemente su inventor pensó en establecer toda una industria que siguiera aquella primera experiencia pero, por desgracia, no hubo más “coches Bonet”. Aquel primigenio choche con motor de explosión que circuló por Barcelona fue tomado por máquina diabólica por algunos, que incluso intentaron apedrear a sus ocupantes ante el terror que despertaba en ellos. Poco imaginaban que, en pocos años, aquellas mismas calles iban a dejar de ver los carruajes a caballo desplazados por las nuevas y rugientes invenciones sobre ruedas alimentadas por motores de explosión, un cambio que llega hasta nuestro tiempo.

Automóviles “La Cuadra”, la primera marca de coches española

Puede que Bonet desistiera de seguir con su aventura automovilística, aunque su postrera patente indica que no dejó de pensar en sus sueños mecánicos sobre ruedas, sin embargo, alguien siguió su estela al poco tiempo. Lo más llamativo es que ese alguien viajó también a misma exposición parisina que había despertado en Bonet el deseo por los automóviles movidos con motor de explosión. Fue allí, en París, donde Emilio de la Cuadra Albiol, valenciano nacido en 1859 en Sueca, sintió también que aquellos vehículos eran el futuro. Emilio había sido militar y a finales del siglo XIX había logrado una posición económica elevada gracias a su pericia como ingeniero eléctrico. Suyos eran los proyectos de varias centrales de producción de energía eléctrica. En París, sin embargo, lo que más le llamó la atención no fueron los artilugios afines a su actividad industrial, sino los coches sin caballos.

No pasó mucho tiempo hasta que Emilio de la Cuadra, que había devorado con pasión todo lo que podía acerca de motores, automóviles y carreras realizadas con aquellos artilugios, tomó una decisión de pionero: Creó la primera marca de coches española. Vendió la planta eléctrica que poseía en Lleida y se estableció en Barcelona. Así nació, en 1898, la Compañía General Española de Coches Automóviles E. de la Cuadra, larga denominación que se quedaba comercialmente en “Automóviles La Cuadra”.

Ah pero, había un problema. Emilio era un genio de la electricidad y, claro está, tenía más querencia por las baterías y los motores eléctricos que por los motores de explosión. Además, el concepto de automóvil movido por motor de explosión había sido patentado ya por Bonet, cosa que le podía traer algún lío de no llegar a algún acuerdo con el industrial textil amante de la ópera. Los primeros coches de marca La Cuadra fueron un pequeño automóvil, un camión y un ómnibus. Todos eran eléctricos, pero no iban muy lejos por problemas de autonomía de sus baterías. El problema tuvo como solución uno de los primeros coches “híbridos” de la historia, pues a los vehículos eléctricos se les unía un motor de explosión que servía para alimentar un grupo electrógeno que, a su vez, iba almacenando energía en las baterías.

La tarea de los ingenieros y técnicos de La Cuadra no era sencilla, pero hacia 1899 había que pasar ya de los vehículos de prueba a algo comercial, de lo contrario aquella aventura no iba a terminar nada bien. Al año siguiente se presentó su flamante ómnibus eléctrico, que fue anunciado como algo sorprendente… y no defraudó. Ante la prensa, el vehículo apenas recorrió unos metros hasta clavarse en la calle. Ninguno de los esfuerzos de los técnicos pudo hacer que el gigante eléctrico se moviera, convirtiendo la presentación en un fiasco completo. El fracaso hizo que dejaran de lado los vehículos eléctricos y pasaran, ya sin miedo, a utilizar motores de explosión. De todos modos era una tecnología muy novedoso, llena de retos y complejidad, además de muy cara. Fueron escollos diversos, que muy bien pudieron haber hecho que anteriormente Bonet desistiera de su idea de crear una marca de automóviles. La Cuadra terminó fabricando algunos ejemplos muy escasos de automóviles antes de caer presa de sus acreedores pero, a pesar de su efímera existencia, sirvió de semilla que alimentó nuevas empresas automovilísticas españolas, como la célebre Hispano-Suiza. Mientras tanto, Emilio de la Cuadra regresó al ejército, olvidando nuevas aventuras empresariales, llevando una exitosa y larga carrera.

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En cabecera: triciclo Bonet y motor Daimler de 1889.