La edad del gasógeno

Versión reducida del artículo que publiqué en el número 57, correspondiente al mes de marzo de 2010, de la revista Historia de Iberia Vieja.

Ante el conflicto de una privación de importaciones que demanda la motorización, tanto de explosión como de combustión interna —autos, camiones, tractores, acorazados, cruceros, torpederos o submarinos— artefactos y vehículos de tierra, mar y aire que exigen el petróleo para las necesidades de paz y de guerra, se aprestan las naciones a robustecer su independencia en esta materia. (…) El gigantesco avance del progreso industrial por su subordinación a la ciencia permite en la actualidad que, además de la gasolina, se consideren carburantes no ya solamente sucedáneos de aquélla, sino complemento que totaliza la nacionalización, tan importante y precisa para garantizar nuestra defensa y beneficiar nuestra economía. Son éstos, los carburantes sólidos: carbón pulverulento y purificado y carbón coloidal; los líquidos: benzol, alcohol metílico, alcohol etílico, derivados de los aceites de esquistos y derivados de aceites grasos y los gaseosos: gas de carbonización, gas metano y gas de gasógeno…

César Serrano, Madrid Científico, número 1.406 de 1936.

Cuestión de necesidad

En muchas ocasiones he escuchado hablar del gasógeno a personas que recuerdan bien los años de la posguerra española. El petróleo no era precisamente un bien fácil de adquirir para nuestro país en los años cuarenta y cincuenta, la gasolina escaseaba y, claro está, los automóviles, camiones y demás vehículos animados con motores de combustión interna no se alimentan del aire, ni de agua. ¿Qué solución podría ponerse en marcha ante la carestía de combustibles? Ciertamente, no circulaban en esos años por nuestras tierras las legiones de automóviles que hoy día nos encontramos por doquier, pero ni para una flota de pequeño tamaño alcanzaban los cupos de gasolina y otros combustibles.

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Fuente: Low-tech Magazine.

Cuentan los mayores sobre el gasógeno, y algunas veces giran la conversación con cierta sorna deseando que no regrese ese invento, que el poder calorífico, esto es, la energía que podía obtenerse con aquel sistema era tan paupérrima que, al encarar un vehículo una cuesta de pendiente no demasiado grande, el conductor debía abrir la espita de la nodriza para superar el obstáculo. Tal nodriza no era más que un pequeño reservorio de gasolina que se comunicaba con el motor del vehículo, de tal forma que cuando el gasógeno se veía incapacitado para mover el motor, se acudía al auxilio de pequeñas cantidades de salvadora esencia del petróleo. El gasógeno alimentó muchos vehículos durante la posguerra, siendo la tecnología que permitió sortear la escasez de combustibles pero, ¿en qué consistía? La idea de mover un vehículo con gasógeno es muy vieja y se basa en una tecnología muy simple. Veamos, cuando se quema parcialmente madera, carbón o cualquier material con alto contenido en carbono, se generan gases combustibles. Por lo general, el gas producto de esa combustión incompleta cuenta con cantidades apreciables de monóxido de carbono, susceptible de ser empleado como alimento en motores adaptados para ello. Claro, visto como idea para sortear la escasez de combustibles que sufrió España desde el final de la Guerra Civil, y empeorada la situación con la Segunda Guerra Mundial, mirar hacia el carbón, la madera o cualquier otro combustible podría parecer una idea genial. Bien, no lo era, porque si bien sirvió para aguantar, el rendimiento del sistema era penoso.

Sin embargo, mejor es tener algo que conformarse con la nada, así que durante la década de los cuarenta, y hasta principios de los cincuenta, una cantidad considerable de vehículos en España se vio forzada a moverse con gasógeno, habida cuenta de que la gasolina era un bien prácticamente de lujo. Así, automóviles, tractores, camiones y hasta alguna motocicleta pasaron por los talleres para adaptarse a su vida dependiente del gasógeno. Por nuestras carreteras y calles comenzaron entonces a proliferar toda clase de extraños vehículos rodantes. El problema del gasógeno, además de su escaso poder energético, era que los sistemas que debían instalarse eran muy voluminosos. En camiones o autobuses la complicación de adaptar el generador de gasógeno era menor porque, con imaginación, siempre podía instalarse en la parte trasera, o incluso en el amplio techo, pero en los coches la cuestión se complicaba. En algunas ocasiones, sin espacio para el tanque generador, se recurría a instalarlo en un remoque asociado al vehículo. La edad del gasógeno también se extendió por Europa, cuando los desastres del conflicto mundial hicieron que el combustible también escaseara en prácticamente todo el continente.

Baja tecnología

Adaptar un vehículo con motor de gasolina, o diésel, para alimentarse con gasógeno, era tarea más o menos sencilla. Un mecánico mañoso podía, con escasos materiales y piezas, realizar la adaptación en unas horas. Aparecieron `kits´ especiales, bajo patentes diversas, destinados a facilitar la tarea, pero por lo general cada vehículo necesitaba un toque único para que el rendimiento fuera óptimo. Fue el ingeniero químico francés Georges Christian Peter Imbert, nacido en 1884, quien perfeccionó la técnica para obtener gas combustible a partir de madera allá por los años veinte. El proceso de gasificación de materia orgánica, a temperaturas superiores a 1.400 ºC, para ser convertida en gas combustible, se llevaba empleando desde la década de 1870, aunque no era algo demasiado extendido. Sus primeros usos no tuvieron relación con la automoción, sino con el deseo de crear un gas de alumbrado barato. Fue Georges Imbert quien dio el paso de convertir lo que eran grandes plantas de gas en un sistema portátil para automóviles. Partiendo de sus diseños, pronto la necesidad hizo que aparecieran cientos de variantes adaptadas a todo tipo de vehículos. Esa necesidad llegó a ser tal que, llegando a los límites de lo imaginable, se construyeron variantes del sistema que no partían de madera o carbón como materia prima, sino de carburo cálcico. Al igual que sucede en las lamparillas de carburo, el coche “alimentado” a partir de carburo llevaba adosado un contenedor hermético con carburo. Sobre el carburo caía una fina lluvia de agua que, en reacción inmediata, daba como resultado gas acetileno. El gas se dirigía al motor, así de sencillo y peligroso. El acetileno no es muy amigable y puede tornar explosivo en multitud de circunstancias. Por su parte, alejándonos de extravagancias e ingenios minoritarios, la mayor parte de quienes adoptaron el gasógeno lo hicieron en su versión clásica: la que partía de madera como alimento.

Un gran contenedor, técnicamente un reactor que no era más que un gran recipiente metálico, hacía las veces de caldera donde se introducía el combustible que sufriría combustión parcial. Esta combustión se realizaba en el interior de la caldera con una entrada de aire controlada, de tal forma que con escasez de oxígeno el combustible no se quemaba completamente. Ahí se encontraba la magia de esta tecnología. Al quemarse parcialmente, los gases resultantes contenían cantidades apreciables de monóxido de carbono, cosa que no sucede cuando la combustión es completa. El gas, filtrado y tratado adecuadamente, era dirigido al motor del vehículo, donde ejercía como combustible. En muchas de las instalaciones se añadían sorprendentes mecanismos capaces de hacer que la mezcla de gases se enriqueciera, aumentando la proporción de monóxido de carbono, por ejemplo añadiendo sistemas que jugaban con vapor de agua para añadir algo de hidrógeno a la mezcla resultante.

Realmente ingenioso, pero no muy práctico. ¿Se imagina el lector acostumbrado hoy a repostar en una gasolinera lo que debía trajinar el conductor de uno de aquellos vehículos? Veamos, dar de comer a un gasógeno era sencillo pero sucio y engorroso. Lo bueno del sistema es que podía recargarse con prácticamente cualquier cosa que pudiera quemarse y contuviera carbono. Imaginemos un poco, tenemos una pila de leña reducida a astillas. Abrimos la portezuela del reactor o caldera, vaciamos el contenedor de cenizas, añadimos la madera al depósito y prendemos la mezcla. Bien, ahora hay que cerrar el circuito, ventilar adecuadamente la mezcla, esperar un poco y, cuando la llama esté bien alimentada, estrangular de forma precisa la entrada de aire para que se inicie la combustión parcial de la madera. Luego, otro rato más tarde, el gas surgido de la caldera ya podrá alimentar nuestro motor adaptado para ello pero, cuidado, no esperemos un gas poderoso, así que olvidémonos de grandes velocidades y otras alegrías al volante.

Madrid sin coches

Refiere Pedro Montoliú Camps en su obra Madrid en la posguerra, 1939-1946: los años de la represión, publicada en 2005 por Silex Ediciones la siguiente anécdota referida a la capital de España en el año 1941:

La falta de gasolina tuvo una única ventaja y es que Madrid, ciudad por la que circulaban 16.000 de los 132.000 vehículos registrados en España, dejó de tener problemas de tráfico. Por ello, y a diferencia de lo que había ocurrido el año anterior, las noticias sobre el transporte se refirieron sobre todo a tranvías repletos hasta los topes y a problemas derivados del uso del gasógeno, aparato que movía los automóviles gracias a la combustión de leña y carbón. A las marcas ya existentes se sumaron otras como Gasna o Azkoyen. El uso del gasógeno era obligatorio y así tanto los ministros como Franco utilizaban coches dotados de esos aparatos. Para mejorar el rendimiento, en septiembre, se declaró de interés nacional la fabricación de gasógenos. Para demostrar que este tipo de aparatos había alcanzado un buen nivel se hicieron unas pruebas y el resultado fue que un Rolls-Royce, con gasógeno, tardó una hora en ir de Madrid a Toledo con siete ocupantes, y una hora y ocho minutos en llegar al Alto de los Leones con nueve ocupantes. También se buscaron soluciones alternativas al gasógeno, y así fue inventado el Auto Acedo, un coche mixto de motor y pedales, que este año probaron los técnicos del RACE y que, según se afirma, tan sólo consumía litro y medio de gasolina a los 100 kilómetros. Las pruebas pusieron de manifiesto que el vehículo había llegado a alcanzar los 36 kilómetros por hora en llano y los 19 kilómetros en cuesta.