Gracias a la Luna…

oblicuidadConocido es que la Tierra, mantiene una inclinación «constante» de 23,5º respecto del plano orbital. Esta inclinación del ecuador con respecto a la eclíptica, llamada oblicuidad, hace que las cosas en nuestro planeta sean más divertidas, o pesadas según se mire, que si se tratara de un planeta cuyo ecuador no tuviera ninguna inclinación orbital. Precisamente, lo de divertido, viene a que existen estaciones o que, por ejemplo, aparecen los círculos polares, con sus caracterísicas noches y días de seis meses aproximadamente, todo ello gracias a la oblicuidad.

El clima también depende en gran medida de esto y, aunque se piense lo contrario, no importa mucho el estar más o menos lejos del Sol, lo que importa es el ángulo con el que los rayos solares nos llegan. El 3 de enero, lo que se conoce como perihelio, la Tierra se encuentra en su punto orbital más cercano al Sol, esto es, a «sólo» unos 147 millones de kilómetros y, sin embargo, en el hemisferio norte pasamos frío, pues es invierno, no así en el hemisferio sur, donde es verano. Sí, el Sol está más cerca, pero eso no se «nota» y el frío que nos toca padecer tendremos que agradecérselo a la oblicuidad, pues en ese punto de la órbita, como el ángulo de inclinación terrestre hace que los rayos solares caigan más inclinados en el hemisferio norte, nos «toca» menos aportación energética de nuestra estrella. En verano nos sucede lo contrario, y eso a pesar de que el 4 de julio, en afelio, nos encontramos en el punto orbital más alejado del Sol, a unos 152 millones de kilómetros de distancia1.

Ya que la oblicuidad es tan importante, puede uno preguntarse ¿qué sucede si cambia su valor? ¿Qué mantiene «fijo» ese valor? Bien, gran parte de responsabilidad en esto y, por tanto, en el mantenimiento del régimen estacional, lo tiene nuestra querido satélite natural, la Luna, que estabiliza en gran parte las variaciones en la oblicuidad terrestre y, por tanto, contribuye a regular nuestro sistema climático.

Claro que, cuidado, lo de ángulo de inclinación «constante» -nótese que he puesto comillas- es jugar con trampa porque, en realidad, este ángulo describe un movimiento dibujando un cono en el espacio con un período de 26.000 años. Este movimiento es llamado precesión de los equinoccios y es muy fácil de imaginar si se piensa en una peonza, pues sería algo parecido al bamboleo del eje que describe dicho juguete cuando se hace girar. Este lento movimiento de precesión hace que nuestro eje de rotación, que hoy coincide que apunta «constantemente» a la Estrella Polar, describa un movimiento circular con el paso de los milenios. Vamos que, hace diez mil años, al mirar de noche hacia el norte, el lugar hoy ocupado por la Estrella Polar correspondería a otro astro que, por coincidencia, ocupara ese espacio imaginario surgido de trazar hacia el espacio el eje de rotación terrestre.

¿Qué sucedería si nos cargásemos la Luna? Vale, puede sonar un poco radical, pero ya ha habido quien ha pensado en «volar» la Luna en pedazos para que podamos vivir en una especie de «eterna» primavera. Lo malo es que, en ese caso, además de dañar los ciclos de mareas, la pérdida de «estabilización» en las variaciones de la oblicuidad -por compensación del efecto de resonancia– gracias a la presencia del campo gravitatorio lunar, harían que las variaciones en la inclinación terrestre se parecieran, por ejemplo, a las que sufre Marte que, al no poseer un satélite del suficiente tamaño -«compensador» de esas variaciones- sufre las consecuencias de las resonancias orbitales, con lo que tiene variaciones en su oblicuidad de hasta 10 grados, algo que en la Tierra sería muy grave -se estima que en la Tierra la oblicuidad se encuentra «estabilizada» entre 22,1° y 24,5°. Algunas teorías apuntan a que, sin la Luna, la velocidad de rotación terrestre hubiera sido mayor -al no existir el efecto de frenado por marea gravitatoria lunar-, con el consiguiente aumento en el ensanchamiento ecuatorial y un cierto efecto compensador en las resonancias orbitales con lo que, en el fondo, no se darían cambios peligrosos en la oblicuidad. Ahora bien, ese es el modelo «sencillo». Para complicar el asunto, hace tiempo que se vienen realizando simulaciones complejas acerca de la mecánica orbital de los cuerpos del Sistema Solar. La conclusión de los cálculos es muy clara: sin la Luna, los cambios en la oblicuidad terrestre hubieran sido más caóticos en el tiempo, con lo que la estabilidad climática terrestre hubiera sido muy complicada y, probablemente, el nacimiento y, sobre todo, el mantenimiento y desarrollo de la vida que tanto depende de esa estabilidad, hubiera tomado caminos muy diferentes a los conocidos2.

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1 Esto es así debido a que nuestra órbita no es circular, sino elíptica -con una excentricidad de 0,017-, ocupando el Sol uno de los focos de dicha elipse. Ahora bien, esa excentricidad varía en ciclos de miles de años, con lo que, a largo plazo, también influye en el clima terrestre y se considera que se trata de unos de los «ingredientes» implicados en el desarrollo de eras glaciares.
2 Sobre este tipo de simulaciones véase: La Luna y el origen del hombre, artículo de Jacques Laskar en Investigación y Ciencia, julio de 1994.