Einstein, Szilard y el taller de refrigeradores

Albert Einstein, que no necesita presentación, no sólo se dedicó a revolucionar la física teórica o a pasar un tiempo trabajando en una oficina de patentes. Como no podía ser de otro modo, también dedicó un tiempo a la tecnología práctica y, claro está, logró algunas patentes interesantes. En esta poco conocida etapa de «inventor», Einstein estuvo acompañado, entre otros, del también conocido Leo Szilard, uno de los padres de la tecnología de fisión y quien, a finales de los años treinta, convenció a Albert para que redactara su famosa carta al presidente Roosevelt pidiendo más atención al problema de la bomba atómica antes de que los nazis tomaran la delantera.

Pero para llegar a eso quedaba mucho, retrocedamos al Berlín de finales de los años veinte, en plena República de Weimar. Pocos signos hacían presagiar el desastre a que Europa se vería arrastrada pocos años más tarde, casi nadie pensó en la posibilidad de una gran depresión y, mucho menos, en el rápido ascenso de los nazis. Eran tiempos tranquilos y felices para Einstein y Szilard, que lograron por aquella época patentar unos cuantos inventos surgidos de la aplicación de las leyes de la física a la tecnología cotidiana.

Como no hay dos sin tres, imaginemos a dos físicos teóricos diseñando todo tipo de nuevos aparatos pero… ¡había que llevarlos a la práctica! De la teoría a la realidad va un largo trecho, así que la tercera pieza en este juego de inventores era un ingeniero muy habilidoso, Albert Korodi. El trío logró tal grado de compenetración que, en poco tiempo, consiguieron una serie de inventos que incluso les hizo ganar un dinero nada despreciable. En los años veinte Einstein ya era muy conocido, prácticamente una celebridad, el científico más famoso del mundo. Por su parte, el húngaro Szilard, mucho más joven, se encontraba preparando su tesis doctoral sobre diversos aspectos de la termodinámica en Berlín. El caso es que, con la arrogancia de la juventud, Szilard retó, y demostró, que algunas de las afirmaciones de Einstein sobre el tema debían ser revisadas. Esto hizo que Einstein, impresionado por el asunto, entablara amistad con Leo.

Años más tarde, siendo ya Szilard profesor, la amistad creció y los dos genios compartieron muchas discusiones acerca de los nuevos caminos de la física, asuntos sociales y políticos, además de idear inventos imaginarios. ¡Que interesante hubiera sido asistir a aquellas «tertulias»! Hay que reconocer que no podían haberse juntado a discutir dos personas más diferentes, pues Szilard era todo un torbellino de locuacidad, muy conocido en ambientes sociales, todo lo contrario que el callado y reservado Albert. Un día, en el que estaban en medio de una de sus conversaciones, Einstein leyó una noticia en el periódico que le llamó la atención. Al parecer, un trágico suceso había sucedido poco tiempo antes, cuando varios miembros de una familia habían muerto, de noche, a causa de una fuga de gas procedente de un frigorífico. No era la primera vez que algo así sucedía, en los años veinte la mayoría de los frigoríficos utilizaban como refrigerante gases altamente tóxicos, como el amoniaco o el dióxido de azufre.

Eintein se preguntó si no habría una forma más segura de construir un frigorífico. Szilard recogió la idea y ambos se dedicaron durante un tiempo a diseñar una máquina refrigeradora que, sin partes móviles, lograra mover el refrigerante y, así, sin necesidad de válvulas y piezas móviles, se evitaran las fugas. A Leo lo que le interesaba, más allá del altruismo de Einstein, era conseguir dinero para seguir su carrera científica y creyó, con muy buen ojo, que desarrollando un frigorífico seguro, lo lograría. Total, que ante la premura económica de su amigo, Einstein decidió ayudarle en el empeño y, acordando de modo común el reparto de futuros beneficios, acordaron que todo el dinero sería para Szilard hasta costear su ascenso como docente, siendo repartido a medias el resto del previsible beneficio.

Un refrigerador normal utiliza un motor, asociado a una bomba, para comprimir el refrigerante que se licuará con liberación del calor en los aledaños que, cuando se deja más tarde en expansión, logrará extraer calor de la cámara frigorífica al enfriarse. Los dos genios idearon algo diferente y, además, la pericia burocrática que Einstein había desarrollado en su trabajo como inspector de patentes, hizo que lograran hacerse con varias patentes en poco tiempo. Corría el año 1926 y Albert, junto a Leo, ya habían patentado tres sistemas frigoríficos, basados en otros tantos principios físicos, a saber, había uno de difusión, otro de absorción y uno electromagnético, todos ellos completamente herméticos y sin partes móviles. Al poco tiempo, tras tener todos los papeles en regla, Szilard tentó a la industria y, tras algunos problemas con los contratos, fue la compañía sueca AB Electrolux la que compró la patente del modelo de absorción por más de tresmil marcos. Más tarde, la misma empresa compró la patente sobre el modelo de difusión, aunque no desarrolló ninguno de ellos porque lo que deseaba en realidad era «eliminar» posibles problemas para comercializar sus propios modelos.

Ah, pero el más raro, el más «rompedor» no lo quería nadie. Fue una empresa alemana llamada Citogel, la que, con la ayuda del ingeniero amigo de la pareja de genios, Korodi, logró llevar a la práctica un extraño aparato que enfriaba cualquier cosa por medio de inmersión. Tristemente, el cacharrillo no se comercializó, sobre todo porque como fuente de energía para mover una bomba necesaria para evaporar agua con metanol, era la presión del agua del grifo. No había más que «enchufar» la máquina al grifo y ya estaba. Mala idea, las grandes diferencias de presión entre diversos edificios y la necesidad de recargar cada cierto tiempo el metanol, hacían que la brillante idea fuera demasiado engorrosa para llevarla al mercado.

Sin embargo, todo esto no eran más que bagatelas si se considera que el invento más sobresaliente de Albert y Szilard, su bomba electromagnética, lograba mover el refrigerante sin emplear piezas móviles, simplemente movilizando metal líquido -una mezcla óptima de sodio y potasio- en el interior de un campo electromagnético variable generado por bobinas de inducción, sirviendo el fluido para comprimir el refrigerante. Total, la idea, montada en el «taller» por Korodi, fue comprada por AEG, logrando Leo un beneficio nada desdeñable. Los historiadores de la ciencia han investigado para averiguar qué parte del pastel se llevó Einstein, pero no han logrado su objetivo. ¿Se llevaría Szilard todo el dinero? A Einstein no parecía importarle el asunto, simplemente estaba contento con los resultados porque, aunque su bomba tenía menos rendimiento que las normales, era completamente segura.

¿Qué sucedió con aquellos inventos? Lo peor que podía pasar, llegó la gran depresión y, más tarde, los nazis ascendieron al poder en Alemania. Korodi trabajó durante años mejorando el sistema, sobre todo porque aunque no tenía piezas móviles, la circulación del fluido hacía que fuera muy ruidoso. La máquina funcionó en sus pruebas previas a la comercialización, pero todo estaba perdido, casi no había dinero para el desarrollo y, para colmo, tanto Einstein como Szilard tenían ya puestos los ojos en Estados Unidos y Gran Bretaña respectivamente, única salida del infierno en que se había convertido Alemania. Las patentes quedaron, pero nunca pudieron comprarse a gran escala los frigoríficos desarollados por aquellos dos genios de la física y el habilidoso ingeniero, eso sí, Sizilard logró el dinero que necesitaba, pero esa es otra historia…

Más información:
Design Analysis of the Einstein Refrigeration Cycle
Los refrigeradores de Einstein-Szilard, Gene Dannen, Investigación y Ciencia, marzo de 1997.