El presente artículo corresponde a una versión abreviada del que publiqué en la revista Historia de Iberia Vieja en su edición del mes de marzo de 2011.
Al amanecer salgo del camarote. Es miércoles. Se va a hacer una operación complementaria, según nos ha dicho el coronel Goded. Subo a cubierta. Hay neblina, el mar está levemente agitado. La enorme fila de buques se extiende de oeste a este. Algunas embarcaciones menores la recorren. El “Dédalo”, buque madrina, da suelta a los primeros aviones. Son como pájaros que, al salir el sol, levantan el vuelo. Se alejan en dirección a tierra y bien pronto un eco lejano de sordas detonaciones llega hasta nosotros. ¿Bombardean o es que les disparan? El globo cautivo “Jaime I” se eleva también. Sus observadores hacen señales. De pronto, se inflaman las ocres murallas del Peñón de Alhucemas. Nubecillas de humo salen de sus cañoneras y esas nubecillas son rasgadas por relámpagos. No tardan en aparecer por oriente las escuadrillas de Melilla. Aeroplanos e “hidros” se dispersan por el horizonte. Ágiles, graciosos, vuelan en diferentes direcciones, avizorando. No habrá en el campo enemigo un grupo, por pequeño que sea, que se escape a su observación minuciosa…
Gutiérrez de Miguel, La ocupación de Morro Nuevo,
crónica de la campaña de Alhucemas. La Voz, 11 de septiembre de 1925.
Los orígenes de la aviación naval
Se cumple este 2011 un siglo desde que un chaval, tan audaz como posiblemente algo alocado, inauguró la era de los portaaviones. Fue el punto en que esfuerzos de muchas décadas dieron frutos, toda una larga colección de experimentos que se iniciaron el 12 de julio de 1849 cuando desde un buque de guerra austríaco, el Vulcano, se envió un globo tripulado para bombardear Venecia. Por fortuna para la ciudad de los canales, el viento mandó al globo armado en dirección opuesta a la urbe. Sin embargo, el matrimonio entre ingenios aéreos y navíos no se detuvo a pesar de esa accidentada experiencia. Durante la Guerra Civil en los Estados Unidos el ingenio de Thaddeus S.C. Lowe demostró que los globos de observación unidos a la cubierta de buques podían ser realmente útiles en campaña.
Pero de ahí a tener un portaaviones entre manos había que recorrer mucho camino. Fue Eugene Burton Ely quien se atrevió a demostrar que se podía despegar y aterrizar en un barco sin matarse en el intento. Cuando hacía menos de un año que se había convertido en piloto, su hambre de aventura le hizo aceptar una arriesgada apuesta de la Armada de los Estados Unidos. En noviembre de 1910 demostró con avión Curtiss que se podía despegar desde una plataforma construida sobre un barco de guerra, el crucero USS Birmingham. Casi se estrella contra el mar en las cercanías de Norfolk, pero finalmente remontó el vuelo y llegó a tierra sin problemas. Poco después, el 18 de enero de 1911, repitió la hazaña en la bahía de San Francisco, pero ya con tanta confianza en sus artes de piloto que logró aterrizar sobre el USS Pennsylvania y despegar del mismo poco después, como si hubiera realizado esa maniobra tan común hoy día en los portaaviones en decenas de ocasiones.
La audacia de Eugene Burton Ely dejó claro que el futuro de la guerra en los mares dependería del poder aéreo embarcado. Ahora bien, no todos los pilotos eran capaces de repetir lo que Ely había logrado porque, al menor descuido, el desastre podía considerarse como algo seguro. Por esta razón, los portaaviones con grandes cubiertas preparadas para despegar y aterrizar sobre ellas tardaron todavía un tiempo en aparecer y en reclamar su posición de poder dentro de las estrategias de combate naval. Había una solución al problema: se podía transportar una considerable fuerza embarcada, pero para despegar era mejor hacerlo desde el agua. Así, en el mismo año en que Ely lograba asombrar al mundo, nació el primer portahidroaviones, el francés La Foudre. Menos de un año había pasado desde que se elevara desde las aguas el primer hidroavión, un aparato también francés, Le Canard. Con rapidez muchas naciones vieron en los portahidroaviones la mejor manera de extender su poder aéreo más allá de sus costas. De esta forma, pronto fueron transformados cargueros y viejos barcos de guerra para transportar en sus bodegas hidroaviones que eran depositados en el agua, e igualmente recuperados después de sus misiones, por medio de grúas. Realmente no se pueden considerar verdaderos portaaviones si se atiende a su ausencia de cubierta de vuelo corrida, pero seré laxo en cuanto a esa definición porque, de lo contrario, al viejo Dédalo no se le podría considerar como el primer portaaviones español y bien creo que merece ese título. Cuando entró en servicio con la Armada española hacía ya tiempo que los portaaviones de verdad surcaban los mares y se consideraba que los portahidroaviones eran tecnología prácticamente obsoleta. No obstante, a falta de un verdadero portaaviones, el Dédalo sirvió a su cometido con gran eficacia, pese a lo complejo de las operaciones de lanzamiento y rescate de los hidroaviones, el navío era capaz de desplegar una fuerza de ataque considerable de forma relativamente rápida. Los portahidroaviones no perduraron, aunque durante un tiempo algunos barcos de guerra contaron con hidros capaces de despegar desde cubierta gracias al uso de catapultas.
El Dédalo, primer portaaviones español
El mitológico artesano que escapó de la isla del laberinto volando con su ingenioso sistema de alas emplumadas junto a su hijo Ícaro sirvió para dar nombre al primer buque portahidroaviones de la Armada Española. Oficialmente era clasificado como Estación Transportable de Aeronáutica Naval y llamado inicialmente como España Nº6, pasando finalmente a tomar su nombre definitivo, Dédalo.
La historia de este buque hunde sus raíces en la Primera Guerra Mundial. A lo largo de la Gran Guerra la Marina Mercante española sufrió graves pérdidas por culpa de los ataques de submarinos alemanes a partir de 1917 que no diferenciaban si estaban disparando a barcos de naciones neutrales, como España, o a navíos pertenecientes a países enemigos. Finalizado el conflicto, España exigió compensaciones a Alemania por esas pérdidas. Fruto de las negociaciones para compensar el tonelaje perdido a lo largo de los ataques de submarinos fue la entrega de diversos buques a España. Uno de ellos, el España Nº6, originalmente botado en un astillero de Newcastle en 1901 y nombrado bajo bandera alemana como Neuenfels, era un vapor que fue operado por el Ministerio de Fomento junto con otros buques incautados.
Los hidroaviones del Dédalo despegando en las cercanías del navío con destino a los combates en Alhucemas. Fuente: Mundo Gráfico, 23 de septiembre de 1925. Biblioteca Nacional.
Tras entrar en servicio con pabellón español en el puerto de Vigo en octubre de 1918 pasó a servir como mercante hasta que un brote de peste bubónica a bordo obligó a que se mantuviera en cuarentena en Mahón. Poco después, en 1921, el navío dejó de ser empleado como mercante y pasó a la Armada, que tenía pensado para el viejo buque un destino singular. Desde el momento en que el España Nº6 pasó a control de la Armada, fue inmediatamente bautizado como Dédalo y enviado a la Escuela de Aeronáutica Naval de Barcelona para ser convertido en un portahidroaviones. Después de gran número de modificaciones, encargadas a los Talleres Nuevo Vulcano de Barcelona, el Dédalo navegó a lo que sería su nuevo hogar, la base naval de Cartagena. Las modificaciones convirtieron lo que no era más que un cascarón en una nave capaz de transportar globos cautivos de observación y dos dirigibles italianos S.C.A. de casi cuarenta metros de longitud. Para este fin, se dotó a la nave de torretas para amarrar los dirigibles, talleres y hangares apropiados, baterías de hidrógeno y todo lo necesario para el mantenimiento y operación de los mismos. Pero, como no podía ser de otro modo, el verdadero tesoro embarcado eran los hidroaviones. En total podía almacenar en su cubierta de sesenta metros doce aviones y hasta veinte más en el hangar interior con las alas plegadas. A esta capacidad de carga se unían toda una serie de grúas y sistemas de transporte para almacenar, depositar en el agua y recoger los hidros. Como sucedía con el resto de sus parientes de otras naciones, la cubierta no era lo bastante grande como para que los hidroaviones despegaran de ella, debiendo ejecutarse todo un ordenado baile de elevadores y grúas para poder poner en operación numerosos aviones en el agua en el menor tiempo posible.
El Dédalo junto a los vapores mercantes Antonio López y Poeta Arolas, en el puerto de Barcelona, cuando sirvió como prisión provisional tras una huelga general. Imagen de Nuevo Mundo, 11 de septiembre de 1931. Biblioteca Nacional.
El Dédalo vivió tiempos de gloria en combate cuando participó en el conflicto con Marruecos. No es muy conocido, pero cabe destacar que los hidroaviones Supermarine Scarab británicos que transportaba fueron los que abrieron el camino a las tropas españolas durante el célebre desembarco de Alhucemas, en lo que fue la primera operación de desembarco de la historia naval en que se contó con apoyo aéreo. Después de la guerra el Dédalo participó en diversas maniobras navales y tuvo todavía oportunidad de ser el escenario de momentos inolvidables. Uno de los más destacados fue el que protagonizó Juan de la Cierva, que aterrizó con uno de sus autogiros sobre la cubierta del Dédalo, que se hallaba fondeado cerca del puerto de Valencia. Como si la gesta de Eugene Burton Ely necesitara de una segunda parte, el audaz de la Cierva despegó también de la cubierta del Dédalo apenas media hora después de haber aterrizado sobre ella. Fue la primera vez que un vehículo autogiro realizaba algo así, todo un preludio a lo que no mucho después se llevó a la realidad en los portahelicópteros. Por desgracia no fue mucho más allá la historia del primer Dédalo. A las puertas de la Guerra Civil, a principios de 1936, fue dado de baja del servicio, permaneciendo en Cartagena hasta que a principios de los cuarenta fue enviado a Valencia para su desguace.
Juan de la Cierva despega con su autogiro desde el Dédalo. Imagen de Mundo Gráfico, 14 de marzo de 1934. Biblioteca Nacional.
La escuadrilla de hidroaviones del Dédalo volando sobre un grupo de destructores ocultos entre cortinas de humo durante unas maniobras. Imagen de Mundo Gráfico, 2 de octubre de 1929. Biblioteca Nacional.
Los sucesores del Dédalo
Durante décadas, desde que el primer Dédalo fue dado de baja en la Armada, ningún otro portaaviones vino a ocupar su lugar. Fue un viejo portaaviones de los Estados Unidos, todo un veterano de la Segunda Guerra Mundial, el USS Cabot, quien tuvo el honor de ser renombrado como Dédalo (R-01) al servicio de la Armada en el año 1967. Al principio esta nave fue cedida a España por un quinquenio, pero finalmente fue comprada en 1973 y, durante más de una década, se convirtió en el buque insignia de la Armada. En un principio fue remodelado pensando en ser empleado como portahelicópteros, y así operó durante años hasta que pasó a convertirse en un verdadero portaaviones, único en el mundo. La apuesta de la Armada a la hora de crear un grupo de aviación naval tuvo gran éxito con la llegada de unos aviones realmente impresionantes, los Harrier británicos con capacidad para despegue y aterrizaje verticales (VSTOL). En un principio no eran aviones pensados para operar desde buques, siendo el Dédalo el primer navío en convertirse en portaaviones capaz de operar habitualmente aviones Harrier desde su cubierta de 168 metros de longitud. Esta apuesta fue seguida de inmediato por otros países a la hora de dotar a sus portaaviones ligeros.
El Dédalo fue retirado del servicio en 1988, siendo convertido al poco tiempo en un museo flotante en Nueva Orleans. Por desgracia, su aventura como museo no pudo mantenerse desde el punto de vista económico, siendo finalmente desguazado. Con la desaparición del Dédalo la Armada pasó a contar con un nuevo buque insignia, esta vez no se trató de una nave adquirida a otra nación sino que algo completamente nuevo y avanzado que actualmente opera en los mares como uno de los portaaviones mejor considerados del mundo, el Principe de Asturias (R-11), un navío que recientemente ha visto cómo se le unía un compañero realmente sorprendente y también único, el mayor buque operado por la Armada, mucho más que un portaaviones: el Buque de Proyección Estratégica Juan Carlos I (L-61).