A mediados del siglo XIX se vivió toda una fiebre por los monstruos marinos. Cuando en los mapas ya iban quedando muy pocos espacios por rellenar con el clásico «terra incognita», lugares decorados con dibujos de monstruos marinos, los periódicos de medio mundo referían historias sobre gigantescas serpientes que aparecían por sorpresa en lejanas aguas, como el célebre caso del Daedalus acaecido en 1848 y del que he aprovechado un grabado de la época para ilustrar este artículo. Hace tiempo que tengo archivado un recorte procedente del periódico La España, edición de Madrid, que vio la luz el jueves 8 de abril de 1852. Paso a continuación a transcribir un artículo procedente de ese periódico, donde se menciona el caso del Monongahela. Nótese el tono jocoso, de escepticismo divertido, con el que es presentado el texto. No era la norma, por lo general estos relatos eran tomados bastante en serio, como si se deseara que todavía quedaran grandes monstruos capaces de hacer que la emoción de la exploración y el descubrimiento no decayera. He aquí mi transcripción, que acompañaré al final del artículo con algunas apreciaciones sobre el caso.
La gran serpiente de mar. La abundancia de materiales no nos ha permitido insertar hasta ahora la siguiente correspondencia que ha venido en uno de los número de la Independencia Belga, y que contiene una narración más detallada del descubrimiento de que ya hemos hablado en otra ocasión. Los anglo-americanos siempre han sido muy aficionados a entretener la curiosidad pública con estas maravillosas relaciones, y la de la gran serpiente de mar se viene produciendo bajo diferentes formas hace más de veinte años. La presente relación no deja de ser curiosa, y la insertamos por si logra proporcionar con su lectura algún solaz a nuestros lectores:
A bordo del Monongahela, 6 de febrero de 1852. Quiero comunicaros, para que lo publiquéis en vuestro importante periódico, y llegue a noticia de los habitantes de los Estados Unidos, la existencia y la captura de la serpiente de mar, ese monstruo que se ha tantas veces tenido por quimérico, y del que puedo afirmar la autenticidad, gracias al valor que es la cualidad distintiva del Yankee.
En la mañana del 13 de enero, por una longitud de 3 grados 10 minutos y una longitud oeste de 131 grados 50 minutos, el vigía del gran mástil gritó desde arriba: ¡Banco de arena!
—¿Dónde? Fue mi respuesta.
—A doscientas brazas.
No pude comprender la presencia del arrecife. Creí que se trataba de una ballena. Deseoso por recoger aceite, mandé ponerse al pairo y subí al puente provisto de mi anteojo. Hacía muchos días que no habíamos tenido mayor calma, y aquella precisamente al despuntar la aurora, el viento se había cambiado al S.S.O. Media hora hacía que me hallaba sobre el puente sin distinguir nada; mandé entonces soltar todas las velas, y bajé a desayunarme después de haber recomendado la mayor vigilancia al segundo. No bien hube bajado, cuando oigo gritar de nuevo. Era la voz de Onnetu Vanjan, un isleño de las Marquesas.
—¡Oh! Mirad, mirad, allá abajo yo ver mucho, mucho.
Volví a subir. Todos los ojos siguieron la dirección de las miradas del salvaje: distinguí una mancha negra sobre el agua. Creí desde luego que era una ballena. El isleño, fuera de sí, exclamó: «No, no ballena, muy grande, muy gruesa, muy larga. Yo jamás ver semejante individuo, yo tener miedo».No sabiendo hacia que parte se había dirigido el animal o el pescado, mandé orzar e hice que los arponeros bajasen en las barcas, mientras que el equipaje se preparaba. En vano el horizonte fue explorado por espacio de una hora. Falto ya de esperanza, hice que el buque caminase de nuevo. Sin embargo, el salvaje persistía en mirar con aire de inquietud, hostigado a preguntas por los marineros, que pretendían que se les había engañado. Al cabo de algunos minutos arrojó un nuevo grito más violento que el primero.
Lancéme sobre el puente, y a primera vista distingo, como a la distancia de una milla, al ser más extraordinario que jamás he contemplado en el océano. Ni avanzaba ni retrocedía, dejándose traquear por las ondas cual si fuera una ballena. No veía la cabeza, pero el cuerpo se removía como una cuerda que se agita. Todas las miradas estaban fijas sobre el objeto, y todos guardaban un sepulcral silencio. No bien habían pasado algunos minutos, cuando todo el cuerpo estaba fuera del agua, extendiéndose sobre una enorme longitud. La cola se agitaba por intervalos, batiendo las olas, después la cabeza se rodaba lentamente como en los tormentos de la agonía.
—Es la serpiente del mar —exclamé—. ¡A las barcas!Todos vacilaron; el segundo quiso hacerme también algunas objeciones, y me puse a arengar a todo el equipaje. Les dije que quería probar el valor individual: empleé toda mi elocuencia para persuadirlos de que la serpiente del mar era considerada como un ser mitológico; que era una felicidad el que un ballenero se encontrase una; que si no la atacábamos y referíamos su encuentro a nuestro regreso, iban a burlarse de nosotros; que la primera cuestión sería: ¿por qué no se atacó?
Les dije que su mucho valor estaba puesto a prueba; que de aquel lance pendía el honor de la pesca americana, y concluí por hacer llamamiento a si codicia, haciéndoles entrever que podríamos llevarla y venderla en un puerto del Mediodía.
—No mando a ninguno que vaya al mar —añadí entonces— quiero que sea un acto voluntario.
Debo decirlo por dicha nuestra: todos los americanos que estaban a bordo descendieron a la vez, sólo un isleño y dos ingleses permanecieron sobre el puente.Las barcas estaban en orden, salté a mi canoa en el instante mismo en que la serpiente comenzaba a moverse rápidamente y nos obligó a darle caza. El viento soplaba con fuerza y marchábamos a toda vela; perdimos de vista al monstruo. Al cabo de una hora volvió a aparecer a alguna distancia. Se había vuelto y su cabeza estaba dirigida del lado de nuestra proa. Hice virar de bordo. Apenas se había hecho la maniobra, cuando el monstruo se volvió de nuevo y comenzó a caminar delante de nosotros, como a la distancia de una milla.
Confieso francamente que tenía poca esperanza de apoderarme de él y vacilé un instante en perseguirlo. Pero la serpiente concluyó por pararse, quedando nosotros como a una media milla de distancia. Hicimos aproximar nuestras barcas, y después de haber yo mismo arrojado la sonda, dije al timonero James Willemore de Vermont, que arrojara el arpón.
No bien lo había dicho, cuando se levantó con aire intrépido, y arrojando dos arpones, fueron a clavarse en el terrible cuerpo del monstruo. ¡Atrás! grité, las cuerdas que sujetaban los arpones se tendieron, pero el animal no se meneaba. Un instante después hizo un movimiento; su cabeza y su cola se levantaron al mismo tiempo; cabeza horrorosa que llenó de espanto a la tripulación. Tres hombres cayeron al mar. En cuanto a mí, me hallaba provisto de una lanza y la sumergí en el ojo del reptil. Al momento caí sobre la cubierta de la barca; sentí el agua saltar a borbotones a mi alrededor; me levanté para caer de nuevo al mar. Me sacaron todo ensangrentado. Cuando me hallé de pie, el monstruo había desaparecido. Mi primer grito fue: «¡recoged las cuerdas!»
M. Benson, uno de los contramaestres, cogió la que yo acababa de dejar, y tiró la suya que se tendió al momento; la extremidad fue atada al buque. La serpiente se hundía y aconsejé a los oficiales que no tirasen muy fuerte por temor de que se desprendieran los arpones. La cuerda fue sumergida hasta que quedó sin moverse. Teníamos fuera en aquel momento cuatro cuerdas de 1.000 brazas, a seis pies por braza, o sea 6.000 pies. Era más de una milla y un octavo, profundidad enorme, y la presión a aquella distancia era extraordinaria.
El viento soplaba de un modo espantoso, y apenas me atrevía a echar bastantes velas para mantenernos en pie; la barca estaba en peligro y tuve que volver a dar de nuevo la cuerda al navío, a riesgo de desprenderse los arpones. Así fue que esperamos a que se levantara la serpiente; a las cuatro de la tarde disminuyó el viento, para echarse de repente. A las ocho, calma completa, noche magnífica, cielo sereno, apenas un hálito de brisa, mar soberbia, tersa como un cristal.
Nadie durmió a bordo; todos contemplábamos la presa. No había duda de que la serpiente estaba en el fondo. Allí permaneció largo tiempo; la cuerda no comenzó a doblegarse hasta el 14 a las cuatro de la mañana; en fin, íbamos a desayunarnos cuando resonó un grito unánime: ¡ya está aquí!
En un abrir y cerrar de ojos todo el mundo se hallaba en pie. Le dimos tres lanzadas sin que diese señal de vida. Entretanto se elevó poco a poco sobre la superficie, y a su alrededor flotaban los restos de sus pulmones. Continuamos acribillándola a lanzadas para buscar la parte sensible; conmovióse en fin, y fuimos testigos de las horribles convulsiones de su agonía. Nadie olvidará aquella escena; los movimientos del monstruo eran rápidos como el relámpago; hubiérase dicho ser el giro fantástico de mil enormes ruedas negras sobre las olas. La cabeza y la cola aparecieron por intervalos entre la espuma ensangrentada y se escuchó un ruido, un rugido fúnebre del otro mundo, eco de un sufrimiento desconocido y gigantesco: un estremecimiento de horror se apoderó de nosotros.
Las convulsiones duraron de diez a quince minutos. La cabeza se alzó y volvió a caer, y el animal rodó sobre las olas quedando inmóvil; estaba muerto. Me quité el sombrero, y nueve inmensas aclamaciones celebraron la conquista de la ansiada presa. El monstruo flotaba, pues, con el vientre al sol. Se trató de decidir lo que se debía de hacer. Una corta discusión nos demostró que era imposible el conducirlo a puerto alguno; que todo lo que podía hacerse era salvar la piel, la cabeza y los huesos. Pedí entonces a un escocés del equipaje, que dibujaba regularmente, me hiciera un croquis del monstruo y el segundo bajó a medirlo. El tiempo en aquella hora estaba magnífico.
Como preparo una descripción detallada de la serpiente, me limitaré a daros sobre su exterior algunas nociones generales. Era un macho, tenía de longitud 103 pies y 7 pulgadas; de circunferencia 19 pies y una pulgada, por la parte del cuello, 24 por la espalda, 19 por la parte más desarrollada, por el medio. La cabeza era larga y aplastada a surcos; la lengua terminaba en corazón. La cola terminaba casi en punta, para presentar un cartílago aplastado y sólido. El espinazo era negro, casi moreno y amarillo por los costados. Sobre el vientre se notaba una estrecha línea blanca en los dos tercios de la longitud. Al examinar la piel, hallamos, no sin gran sorpresa, que era aceitosa como la de la ballena; pero solo de espesura tendría unas cuatro pulgadas. El aceite era claro como el agua y ardía tan fácilmente como la esencia de trementina.
La serpiente fue destrozada, pero fue difícil el desollarla. La piel se encogía a medida que era arrancada. Le cortamos la cabeza para poderla salar y conservarla. Todos los huesos han sido guardados, y nuestros hombres los limpian. Al abrir la serpiente nos hemos encontrado en el estómago un gran pescado negro cuya carne se destaca inmediatamente de los huesos. Uno de los pulmones tenía tres pies más largo que el otro. La quijada tenía 94 dientes muy agudos, todos dirigidos hacía atrás y de una pulgada de grueso. Tenía dos narices como la ballena, lo que hacía suponer que respiraba como ella; tenía también cuatro aletas. Durante tres días hemos estado limpiando los huesos; son rectos, muy porosos y de color oscuro. He conservado el corazón y uno de los ojos en espíritu de vino. En cuanto a la cabeza, aun cuando expuesta al aire libre comienza a pudrirse, estando cerca la costa voy a tratar de acostumbrarme al olor por conservarla. Es también el deseo de todos los del equipaje.
Stuyes, capitán del Brik Gipsy, a ocho días de Ponce, cargado de naranjas con destino a Bridgeport, me ha ofrecido el echar estas páginas al correo, tan luego como arribe. Cuando yo llegue, os podré proveer de más amplios detalles.
Sobre el caso del Monongahela se escribió mucho en su época, aunque fue prácticamente olvidado con el paso de los años. Es un ejemplo típico de su tiempo, donde se mezclaban elementos posiblemente reales con narraciones de tinte fantástico que eran muy codiciadas por los editores europeos y norteamericanos. El protagonista de este texto, el capitán Jason Seabury, del ballenero de New Bedford llamado Monongahela, fue citado a lo largo de 1852 en muchos periódicos como testigo sin igual de la caza de una monstruosa serpiente marina, tal y como muestra la transcripción.
Ahora bien, ¿qué sucedió con la cabeza y los huesos del monstruo? Como puede imaginarse, nunca los vio nadie. La leyenda cuenta que tanto el Monongahela como el ballenero Rebecca Sims, que navegaba en las cercanías, pusieron rumbo a puerto para mostrar la portentosa captura realizada. Sin embargo, del Monongahela nunca más se supo, desapareció en el océano con la cabeza del monstruo. Un final muy apropiado para una historia fantástica, que logró entretener a los lectores que se asomaban a través de la letra impresa a aventuras trepidantes en lejanos océanos.