Boscovich, la enciclopedia viviente

BoscovichHe aquí el caso de un genio, polifacético donde los haya, que dejó profunda huella en su tiempo pero que, de manera incomprensible, ha sido prácticamente olvidado. Vulgarmente podría decirse que era como una «enciclopedia viviente», aunque no se limitaba a acumular datos en su cabeza, sino que produjo gran número de obras e ideas innovadoras y, además, le encantaban los experimentos.

Nacido a principios del siglo XVIII, en Dubrovnik, actual Croacia, Rudjer Boscovich, cuyo nombre puede encontrarse escrito de múltiples formas dependiendo de la fuente o del idioma, era un jesuita que recorrió media Europa trabajando para el papado y, de paso, dedicó tiempo a algunas «cosillas» interesantes. Así que, poco a poco se convirtió en un experto filósofo, diplomático y político, poeta, matemático, astrónomo, físico y químico… ¡y en todas estas disciplinas destacó!

Ahora que vivimos en la era de la ultraespecialización, cuando podemos encontrar sabios que sólo saben de algo muy concreto, alquien así sería prácticamente imposible de existir. Lo más curioso de Boscovich es que, en su época, era considerado como un genio, pero tras su muerte pasó al olvido, y no entiendo porqué. En solitario, desarrolló su propia teoría atómica, retomando la antigua tradición griega, utilizando para ello las herramientas de la mecánica newtoniana. Su trabajo inspiró a Faraday en sus investigaciones sobre electromagnetismo. Así mismo, era un genio de los números, sobre todo en asuntos de geodesia y cálculos orbitales.

Estudió ciencias y matemáticas en Roma, donde preparaba su carrera religiosa, llegando a ser un renombrado profesor de matemáticas. Con los años publicó, y se «autoeditó», voluminosos tratados dedicados a todo tipo de ciencias. Hay que reconocer que el buen hombre se lo pasaba de miedo en las bibliotecas y en su laboratorio, siempre dispuesto a idear nuevas teorías sin descanso. Así, llegó a escribir tratados acerca del Sol y su rotación, las auroras boreales, el tránsito de Mercurio, la forma y medida de la Tierra, las variaciones geográficas de la gravitación terrestre, la mejora de las lentes de los telescopios, la geometría, la lógica, el movimiento de los cometas, la trigonometría… la lista sería interminable. Y, curiosamente, en casi todo aquello que trabajó, alcanzó grandes aciertos y éxitos, muchos de ellos reconocidos sólo en siglos posteriores.

Como asesor científico y técnico del Papa Benedicto XIV, se le encomendó arreglar una pequeña «chapucilla» que hacía años estaba dando dolores de cabeza al Estado de la Iglesia. La cúpula de San Pedro, en Roma, amenazaba derrumbarse, pues se habían descubierto grietas y otros problemas de estabilidad que ponían en peligro tan magno monumento. Boscovich arregló el problema construyendo un «corsé» metálico capaz de reforzar la cúpula.

Más tarde, el papado le encomendó diversas tareas, de la recopilación de datos geográficos y astronómicos a la ejecución de un minucioso mapa de los Estados de la Iglesia. Pero, como parece ser que esto era poco trabajo, el propio Boscovich se pluriempleó al servicio de nobles y gobiernos de estados cercanos para solucionar todo tipo de problemas, desde asuntos hidrológicos a políticos. Durante su estancia en Londres, allá por 1760, realizando labores diplomáticas, su trabajo científico le hizo merecedor de ser acogido como miembro de la Royal Society.

Fue poco después cuando llegó uno de los momentos históricos de la astronomía de aquel siglo, la observación del tránsito de Venus. Boscovich viajó a Turquía para presenciar tan esperado acontecimiento y, de paso, tomar algunas mediciones. El viaje no salió bien, llegó tarde a su cita con el Sol y Venus. Pero no se desanimó, ya que se encontraba en movimiento, nada mejor que darse una vuelta por Rusia, donde fue nombrado miembro de la Academia de Ciencias de San Petersburgo.

De vuelta a Italia, retoma su labor docente e investigadora, cuando, sorpresas de la vida, la Royal Society vuelve a llamarle para que participe en la expedición a California para observar el nuevo tránsito de Venus de 1769. ¿Habría suerte esta vez? Pues no, porque España había decretado la expulsión de los jesuitas de todo el Imperio, así que la cosa se volvió a truncar.

De nuevo en movimiento, y tras meterse en algunos líos políticos poco recomendables, termina por pasarse una década en Francia, dedicado a la investigación para mejorar la tecnología de los telescopios. Mareando un poco más a la vieja Europa, retorna a Italia en 1783, para publicar un conjunto de monumentales volúmenes en los que explicaba todo lo conocido, hasta entonces, acerca de la óptica, falleciendo pocos años más tarde, sin dejar de escribir e investigar hasta prácticamente el final.

Y entonces sucedió lo de siempre. Hay un refrán que dice: Dios nos salve del día de las alabanzas, aplicable a este caso porque, aunque en vida tuvo fama y reconocimiento, también fue muy criticado y odiado, tanto por su sabiduría como por ser capaz de reparar lo que otros no podían, o querían, y por sus manejos políticos y diplomáticos. Pero en su muerte todos gritaron «qué bueno era», «qué sabio era», fue considerado uno de los astrónomos más importantes hasta entonces. Pero las alabanzas duraron muy poco, en unos años su nombre fue borrado de muchas obras que debían gran parte de su contenido al genio de Boscovich y, en las enciclopedias, el tamaño de los artículos dedicados a su vida y obra fueron menguando hasta prácticamente desaparecer. No fue hasta el siglo XX que, sobre todo en Croacia, se volvió a recordar, aunque fuera más por motivos de orgullo nacional que por otra cosa, a esta enciclopedia viviente.