Durante siglos la humanidad se ha sentido admirada de una de sus más importantes capacidades, el habla. Se crearon mitos y leyendas acerca de la aparición de tan maravillosa cualidad, se idearon teorías, más o menos acertadas, acerca de cómo surgen las palabras y los cantos desde lo profundo de nuestros cuerpos. Hoy la ciencia conoce con bastante perfección el proceso de formación del habla, pero son las viejas ideas al respecto las que hoy quiero rescatar brevemente.
Porque, ya que esta cualidad humana era casi mágica, aquel que lograra «reproducirla» o imitarla por medios mecánicos sería tomado como un gran sabio. Y en ese afán trabajaron muchos. Me viene a la memoria, de entre los precursores del estudio del habla humana, una obra muy interesante, bellamente ilustrada, creada por el asombroso Athanasius Kircher, llamada Musurgia Universalis, de 1650. Claro que Kircher no pasó de imaginar teorías extrañas y los más raros instrumentos musicales posibles. El siguiente paso consistía en realizar una máquina parlante.
El primero en intentar tal proeza, hasta donde he podido conocer, fue el profesor de fisiología Ch. G. Kratzenstein, de Copenhague, allá por la segunda mitad del siglo XVIII, a través de un sistema de tubos de órgano, con los que se propuso reproducir las vocales. Más o menos al mismo tiempo, en Viena, Wolfrang von Kempelen ya estaba pensando en su propia máquina parlante. El inquieto estudioso se interesaba por cualquier asunto relativo con el habla humana, incluso pensó en su uso terapéutico para problemas del «espíritu», vamos, lo que hoy podría ser algo así como una «terapia» a través de la conversación. En una de sus obras, de 1791, describe cómo construir su máquina, capaz de emitir sonidos similares a los del habla humana que incluso lograba encadenar para formar palabras o breves frases. El resultado dependía de la pericia del operador, era necesaria una práctica adecuada para sacar un rendimiento óptimo del cacharro. El propio Kempelen opinaba que, con unas tres semanas de práctica, se podía hacer que la máquina «hablara» con diferentes acentos, simulando varios idiomas.
¿En qué consistía semejante invento? A primera vista no parecía más que un burdo cajón de madera, dotado de palancas y una especie de rara bocina. El misterio se resuelve al ver los planos, en los que se nos muestra cómo el sonido se genera al crear una corriente de aire, controlada por una especie de fuelle, a través del que se «inhala» y se expele el aire, forzado hacia unas conducciones con formas y agujeros pensados para modular el sonido deseado.
La idea básica consistía en simular las conducciones respiratorias humanas y, según comentarios de la época, el resultado era asombroso. La máquina más perfeccionada, de entre las creadas por Kempelen, ha sobrevivido hasta hoy, pudiéndo ser contemplada en un museo de Munich. Con el paso del tiempo fueron siendo de uso común en reuniones de la alta sociedad y en ferias de muchas ciudades europeas los autómatas, capaces de simular movimientos humanos. El habla era algo que seguía esquivando a los contructores de aquellos primitivos antepasados de los robots. Aun así, se llevaron a cabo muchos intentos de construir máquinas de apariencia humana capaces de «hablar». En el siglo XIX se extendió el uso de máquinas similares a la de Kempelen, que no aportaron nada nuevo, hasta que llegó el británico Joseph Faber y se decidió a recrear fielmente el sonido del habla. Corría el año 1835 y su máquina causó asombro general. Se trataba de un artilugio de considerable tamaño, manejado a través de teclados y pedales, al que denominó Euphonia. A decir de los oyentes, el sonido que producía no era nada del otro mundo, pero se cuenta que llegó a «tararear» canciones patrióticas. Durante muchos años se intentó simular las vías respiratorias humanas para mejorar este tipo de aparatos, como en el caso del artefacto perfeccionado por el estadounidense R.R. Riesz en 1937.
Pero la simple mecánica no podía dar más de sí. Entonces llegó la electricidad y lo cambió todo, pasando los pioneros de las máquinas parlantes a ingeniar sistemas de síntesis de voz por medios eléctricos. Las máquinas de fuelles perdieron la batalla de la voz. El primer sintetizador de voz eléctrico verdaderamente interesante, llamado VODER, fue desarrollado por Homer Dudley en Estados Unidos en 1939. No era muy práctico, además de ser complejo de utilizar, pero en las ferias dejaba al personal con la boca abierta. En su concepción se utilizaron nuevas teorías acerca del habla e investigaciones acerca de acústica y las transmisiones telefónicas.
El tiempo pasó y la tecnología evolucionó, dando como resultado interesantes investigaciones de simulación del habla, como las que en los cincuenta llevó a cabo Frank Cooper. Se trató en este caso de hacer incidir un rayo de luz sobre un disco giratorio perforado, con el que se podían seleccionar diversas frecuencias de sonido, a través de un espectrograma. El uso de la modulación de sonido a través de circuitos electrónicos no sólo revolucionó la música, a través de los primeros sintetizadores, sino que propició la llegada de la verdadera síntesis de voz «a voluntad», sobre todo facilitada con el uso del ordenador. Así llegamos a la actualidad, en que hay personas que «leen» textos escuchándolos a través de un programa de síntesis que reproduce voces humanas, más o menos logradas, y seleccionan el sonido más agradable deseado, ya sea la de una azafata de congresos o la de un rudo montañés. Eso sí, la entonación sigue siendo de lo más gracioso.
Más información en:
–> Wolfgang von Kempelen on the Web
–> Wolfgang von Kempelen’s speaking machine and its successors