¡Ha llegado el sustanciero!

Hace mucho tiempo que tengo la mosca detrás de la oreja sobre esta cuestión. He escuchado todo tipo de relatos sobre los sustancieros, pero todos ellos ya de segunda o incluso tercera mano. Desconozco hasta qué punto pudo estar extendido este oficio tradicional y también ignoro si las voces populares han ido aliñando con detalles imaginarios por acá o por allá lo que pudo haber partido de un hecho real. El caso es que, según parece, hace mucho tiempo los sustancieros visitaban diversos pueblos españoles ganándose el pan de forma muy singular. Bien vale empezar este breve artículo mencionando qué se supone que era un sustanciero. Según el Diccionario Gastronómico de Luis Felipe Lescure, se define de la siguiente manera:

Sustanciero.— Personaje que provisto de un hueso de jamón iba por casas, introduciéndolo en las ollas para darles sabor.

No se puede negar que se trata de un oficio de lo más extraño. Buscando más referencias he encontrado algunos párrafos de lo más interesante relacionados con los sustancieros. Por ejemplo, en el Diario de León en su edición correspondiente al día 30 de octubre de 2007, mencionaba Antonio Núñez a los sustancieros en un artículo político con las estas palabras:

Cuenta el cocinero Arguiñano y cierta parienta política mía de Sahagún, sin ir más lejos, que allá por los lejanos tiempos del hambre y la posguerra recorrían las parameras curiosos personajes, conocidos como «sustancieros», alquilando un hueso de jamón pueblo a pueblo, a peseta el cuarto de hora, para dar un poco de sabor a las lentejas, si las quieres las comes y, si no, las dejas. El sustanciero forma parte ya de la memoria histórica y digo yo que acabaría con sus huesos en cualquier cuneta como tantas otras cosas y costumbres amargas de tiempo atrás de la vida que más vale no desenterrar…

Me pregunto si, en caso de que la historia del hueso de jamón se ajuste a la realidad, el número de veces que podría reutilizarse la ósea pieza hasta que no sirviera para nada, en caso de que alguna vez hubiera sido de utilidad. Vamos un poco más allá, por ejemplo, Ángel Garrido en su novela Génesis si acaso, narra en boca de sus personajes lo que a continuación transcribo.

…recordaba también que en una ocasión en que ponían la mesa el padre putativo de ella le había preguntado a su madre natural mientras probaba la sopa que si no había pasado por su casa ese día el sustanciero de Málaga y cuando ella le preguntó intrigada qué quería preguntar con esa pregunta él le explicó que el sustanciero de Málaga había vivido en los albores del siglo y que introdujo en aquella ciudad la novedad de recorrer los barrios pobres con un cronómetro al cuello y dos huesos de jamón que pregonaba bajo la sugestiva consigna de «¡Sustancia!» y los cuales alquilaba por un número de minutos previamente convenidos para que las amas de casa que no habían tenido acceso al jamón condimentaran la sopa. Cuando sonaba el cronómetro el sustanciero recuperaba sus huesos hervidos y continuaba la búsqueda del próximo cliente anadiéndole a su consigna un prefijo que aludía a una significación reduplicativa: «¡Requetesustancia!», gritaba entre gitanos y payos.

No es mucho más lo que he podido averiguar sobre los sustancieros. Sí, aparecen muchas referencias aquí y allá, en algunas ocasiones se citan huesos de vaca, junto a otros de jamón o acompañados de pedazos de tocino unidos a cuerdas que se sumergían en los guisos pero, en general, no varía la forma en que se describe la labor del sustanciero. Para dar por finalizado este escrito, nada mejor que citar otra mención al sustanciero, en esta ocasión bajo la pluma de Julio Camba y publicada en La Vanguardia el 15 de julio de 1949:

El sustanciero era un hombre que, allá de higos a brevas, porque no todos los días son martes de carnaval, iba de casa en casa haciendo oscilar a modo de péndulo un hueso de jamón que llevaba pendiente de una soga y decía a grito pelado:

—¡Sustancia! ¿Quién quiere sustancia para el puchero? Traigo un hueso riquísimo.

De vez en cuando una pobre mujer que tenía al fuego una olla con agua, sal, dos o tres patatas y un poco de verdura, lo llamaba.

—Déme usted una perra gorda de sustancia —le decía— pero a ver si me la sirve usted a conciencia. El domingo pasado retiró usted demasiado pronto.
—No tenga usted cuidado, señora —le respondía el sustanciero—. Ya verá qué puchero más sabroso le sale hoy.

Y, cogiendo con su mano derecha el cordel a que estaba atado el hueso de jamón, introducía éste en la olla, mientras, con la mano izquierda, sacaba un reloj, para contar los segundos que pasaban. Supongo que si un día se hubiese equivocado introduciendo en la olla el reloj —que tenía, al efecto, una cadena muy a propósito— en vez de introducir el hueso, el resultado hubiese sido más o menos el mismo, pero no se equivocaba nunca y, cuando el reloj marcaba el término de la inmersión, el sustanciero reclamaba su perra gorda y se iba en busca de nuevos clientes.