Suicidas del Niágara

ACTUALIZACIÓN: Acabo de descubrir que Fogonazos ya trató este tema, y mucho mejor que yo, así que recomiendo una visita a: Los locos del Niágara. Por otra parte este blog y La Cartoteca siguen con problemas en GoogleReader. Simplemente, o no llegan a ese lector las entradas o lo hacen muy tarde, incluso con días de retrado, cuando hasta hace poco aparecían al poco rato de ser publicadas. He revisado configuraciones y comprobado que todo funciona bien con otros lectores de feeds, así que desconozco el origen del problema.

Algo tendrán de atractivo los precipicios cuando, en todas las épocas, han servido para que osados aventureros, diríase que inconscientes suicidas1, mostraran circenses habilidades que muchas veces han terminado en funerales adelantados. Como si de pretéritos émulos de Homer Simpson se tratara, saltando con un patinete cierto precipicio con resultados desastrosos, algunos lugares han atraído especialmente la atención de tales amantes del riesgo . No conocían a Homer, claro está, pero muchas veces el resultado de la apuesta fue igualmente triste, aunque en el mundo real no sucede como en los dibujos animados, el que se estrella no suele volver a levantarse nunca más.

Un lugar de este tipo son las cataratas del Niágara. Lo que hoy es un lugar turístico con fama mundial, ha enamorado durante décadas a intrépidos buscavidas de todo pelaje que, enfrentados con la muerte, decidieron saltar, cruzar o mantener el equilibrio de cualquier forma imaginable ante un público asombrado y excitado, esperando el momento del triunfo o la hora del testarazo final. Las crónicas recogen decenas de aventuras de este tipo, la mayoría con un final apoteósico, otras fueron luctuosas. Ilusionistas y acróbatas lucharon contra los remolinos y las alturas del Niágara para lograr fama y ovación, sobre todo durante el siglo XIX, época en la que este tipo de acontecimientos estaban muy de moda. Uno puede decidir saltar la distancia entre orillas, intentando no caerse, de muchas formas, siempre usando cables, guardando el equilibrio sobre un velocípedo, boca abajo o como se imagine, la forma poco importa porque el peligro es lo que da sabor al reto. Claro que, si lo de guardar equilibrio sobre una cuerda en tensión, caminando sobre ella, no es bastante asombroso, en el Niágara se desarrolló toda una especialidad aparte, sin cables ni sustos ante posibles caídas. Siendo más brutos, construyamos un tonel de madera y saltemos al remolino sorteando el gigantesco desnivel de las cataratas a bordo de tan rudimentario artilugio.

En 1827 se realizó uno de los primeros intentos de lanzar al vacío un pequeño armatoste, a modo de barquito, para ver si podía resistir la caída y los remolinos y rápidos de las cascadas. En las películas hemos visto algo similar tantas veces que ya ni llama la atención, pero el mundo real no es tan complaciente. En ese año se intentó sin humanos a bordo. Los pobres animalejos que tripulaban el barquito no terminaron muy bien, cuentan que dos osos lograron saltar a tiempo y que, al final de la travesía, sólo sobrevivió un pobre ganso que se convirtió en héroe por un día. Muchos otros animales que fueron atados en aquella especie de Arca de Noé macabra no vivieron para contarlo. La trágica travesía de los rápidos del Niágara protagonizada por animales no sirvió para desanimar a los suicidas circenses. Ahora ya no se trataba de animales, había que aumentar la apuesta arriesgando la vida de personas.

El primero en intentarlo, al menos el primero que consta en las crónicas, fue un tal Sam Patch, quien en octubre de 1829 se zambulló en varias ocasiones en los rápidos, sorteando desniveles y sobreviviento a la aventura. Este éxito le llevó a intentar la hazaña otra vez, en esta ocasión en el Río Genesee. Quien fue el primer hombre en ganar airosamente de la apuesta del Niágara, no salió en esta ocasión vivo del espectáculo, muriendo ahogado.

Siguiendo a Sam, decenas de «locos» lo intentaron de mil y una formas. El más famoso, un equilibrista muy conocido en su tiempo que atendía al nombre de El Gran Blondin, estaba obsesionado con cruzar el Niágara guardando equilibrio sobre una cuerda en tensión. Logró su objetivo en 1859, ayudado de una gran pértiga para mantenerse equilibrado y, no contento con eso, repitió su hazaña varias veces, llegando incluso a desafiar a la muerte cruzando el cable cargando a sus espaldas con su propio representante, un tal Harry Colcord.

La lista de suicidas del Niágara es interminable, todos ellos cuentan con historias asombrosas. He ahí, por ejemplo, al Gran Farini, que cruzó también empleando un cable en diversas ocasiones de las más estrafalarias maneras, como boca abajo, guardando el equilibrio gracias a un curioso juego de poleas y contrapesos. Igualmente famoso llegó a ser el «profesor» Jenkins, que en 1869 cruzó el abismo del Niágara sobre un cable. Como lo de guardar el equilibrio caminando ya estaba muy visto, el señor Jenkins decidió aportar una novedad. En este caso se trataba de pedalear sobre un velocípedo. Juego éste muy peligroso, pero bien pensado, porque la máquina estaba muy bien equilibrada por medio de contrapesos y, además, las ruedas eran acanaladas, encajando a la perfección su surco en la cuerda.

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Aunque la mayor parte de los aventureros que lo intentaron lograron su objetivo y tuvieron su rato de fama asegurado, otros no lo contaron. Ahí quedó, a modo de ejemplo, la vida de Stephen Peer, quien en junio de 1887 apareció muerto en las aguas del Niágara, tras haber caído desde la cuerda sobre la que pretendía cruzar el abismo. Cuentan que, antes de esperar a estar bien preparado, decidió desafiar a la suerte cruzando la cuerda de noche y, además, borracho. También lo intentaron, con éxito, mujeres como María Sperterini, en 1876, la única fémina en emplear la técnica del cable suspendido. En 1901 Annie Edson Taylor se metió en un tonel y fue lanzada a la aventura. Aunque parezca sorprendente, sobrevivió, siguiendo la estela marcada por Carlisle D. Graham, el primer humano, que se sepa, en sobrevivir al Niágara surcando las indomables aguas y saltos a bordo de un tonel en 1886.

Sobre un carretillo, marcha atrás, en toneles de todo tipo, sobre cuerdas diversas y con cacharros imaginativos, ¿acaso quedaba alguna forma de superar el abismo que fuera original? Pues sí, porque en 1911 Lincoln Beachy cruzó las aguas y voló bajo uno de los puentes a bordo de un avión. Vale, hoy no parece gran cosa, pero hay que tener mucho valor para hacer algo así a los mandos de un primitivo biplano Curtiss.

No por llegar el siglo XX se olvidó la manía de desafiar al Niágara. En esta pasada centuria han sido decenas los aventureros que lo han intentado, cierto es que no han sido ya muy originales, porque los pioneros acabaron prácticamente con todas las formas posibles de cruzar, pero el peligro está ahí, cobrándose incluso hoy día las vidas de muchos que intentan tal aventura.

En la imagen: Annie Taylor y su tonel.
Más información: Niagara Falls Daredevils: a history
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1 Nótese que, al emplear el término suicidas, me refiero a esta acepción de la palabra según la RAE: «Dicho de un acto o de una conducta: Que puede dañar o destruir al propio agente.» Un suicida, como persona que desea morir y ponen en práctica lo necesario para lograr tal fin, también puede elegir por «tradición» saltar un precipicio, aunque en ese caso no quiera llegar al otro lado sino terminar sus días estampado contra el suelo. Irónicamente, algunos aventureros terminaron siendo verdaderos suicidas, mientras que en otras ocasiones, el que salta deseando fenecer, no logra su objetivo y sobrevive muy a su pesar.