Amédée Bollée era un tipo inquieto, sin duda, además de emprendedor nato. Sí, ya sé que esa palabra, «emprendedor», se utiliza demasiado a la ligera últimamente, pero cuando alguien es emprendedor de verdad, no hay desgaste posible en tan bella palabra. Veamos, Amadeo, como se le llamaba por aquí a finales del siglo XIX, cuando se castellanizaban todos, o casi todos, los nombres extranjeros, era dueño de una fundición de campanas en Le Mans, Francia. Le iba muy bien en el negocio, y bien pudo haber empleado el mucho tiempo libre que tenía en cualquier entretenimiento para gente adinerada de la época, pero he ahí que tenía como pasión el tratar con máquinas. Llevó hasta las últimas consecuencias esa querencia, tanto es así que transmitió la enfermedad a su descendencia, dando forma a toda una familia de inventores.
Hacia 1872 el bueno de Amadeo estaba dando forma a algo que sus vecinos veían como toda una locura. ¡Un «carro» a vapor! ¿Pero dónde vamos a llegar? Tenemos ferrocarriles y buenos caballos, ¿para qué necesitamos coches autopropulsados? ¿Qué será lo siguiente? ¿Acaso volar o viajar a la Luna? ¡Qué locura! Sí, despertaba el asombro, y la mofa, de sus contemporáneos, pero eso pasó pronto porque lo que era una idea caliente se convirtió en uno de los primeros automóviles prácticos de la historia. Y gustó, sí, gustó mucho.
Fue la primera máquina de una serie memorable. En 1873 se presentó L´Obeissante. Cinco años más tarde nació La Mancelle, el año siguiente La Marie-Anne y más tarde La Nouvelle. Finalmente, en 1881, apareció La Rapide. Todos estos coches eran movidos por vapor y, cada uno de ellos, iba mejorando el diseño original de L´Obeissante, esto es, La Obediente. Este automóvil era capaz de transportar a una docena de pasajeros, cómodamente sentados en asientos bellamente decorados, gracias a los quince caballos generados a través de un ingenioso sistema de propulsión a vapor animado por una caldera muy eficiente. La Obediente pesaba casi cinco toneladas y era capaz de alcanzar casi cuarenta kilómetros por hora de velocidad máxima.
Mucho de lo que en aquella máquina aparecía no nos llamaría hoy día la atención. Tenía suspensión independiente a las cuatro ruedas y volante frontal, controlado por un piloto, esto es, por el propio Bollée (se cuenta que fue el primero en derrapar con un automóvil), con ruedas delanteras directrices. Eso no ha cambiado desde entonces. Sin embargo, en la parte trasera del coche, había un espacio destinado a otro tripulante, un fogonero encargado de dar vida al fuego que habitaba en la caldera. Ah, y eso no era todo, porque Bollée ya veía en sueños ciudades repletas de coches autopropulsados, destinados a sacar de circulación a los caballos. En esa época se consideraba esa idea algo muy arriesgado, pero a la vez deseado, téngase en cuenta los miles de caballos que poblaban las grandes ciudades y lo que eso suponía, entre otras cosas, para la salud pública. Y, como Bollée lo veía tan natural, decidió recorrer las calles de Le Mans con su gran máquina. No creo que haya que sorprenderse de la reacción de la gente al ver avanzar a aquel «tren» sin vías. Muchos se asombraron, otros corrieron aterrados. Sin embargo, para los pasajeros, fue uno de los paseos más divertidos de su vida. El coche atendía bien a su nombre, pues era muy sencillo de gobernar y circulaba con bastante suavidad.
Recorte de prensa acerca de uno de los modelos de coche de vapor de Bollée. Fuente: Gaceta de los caminos de hierro, 26 de junio de 1884.
¿Por qué no seguir por ese camino? En 1875, con permiso del gobierno francés, se esperaba la llegada de La Obediente a París. Se iba a convertir en el primer automóvil en circular por las calles de la capital francesa, pero nadie esperaba lo que iba a suceder. Bien pudo Amadeo desmontar su máquina, para ser transportada cómodamente hasta París y, una vez allí, dispuesta para dar algunos paseos urbanos. Pero no, el reto era llegar desde Le Mans hasta la Ville lumière… ¡a través de caminos! Cerca de 230 kilómetros recorridos en apenas 18 horas llevaron al coche de Bollée desde Le Mans hasta París. Así, el 16 de octubre de 1875 nacía en Europa la edad del automóvil, cuando La Obediente, el coche sin caballos, entró en la ciudad ante el asombro de la multitud. El éxito fue rotundo y el ánimo del inventor llegó hasta el cielo, dando alas a su ingenio para seguir mejorando, en sucesivos prototipos, su coche a vapor. Ah, pero todo tiene su lado gris. La Obediente era tan rápida para la época que aquella aventura hizo que Bollée fuera multado en hasta 75 ocasiones por exceso de velocidad. La Obediente puede contemplarse hoy en el Musée des Arts et Métiers de París, donde atiende pacientemente a los visitantes de la edad del automóvil, como una abuela que ve en los ojos de sus nietos el destello de un apasionante futuro que es nuestro presente.
Amédée Bollée no era el primer inventor de la familia, pues su padre ya había realizado todo tipo de ingenios y era quien había creado la fundición de campanas en Le Mans hacia 1842. Sin embargo, no sería tampoco el último de los inventores de la familia Bollée. En torno a 1860 el padre de Amédée cayó enfermo y delegó las actividades de la empresa en sus tres hijos. Uno de ellos, se encargó de la fundición, tocándole el puesto al propio Amédee. Su hermano, Ernest-Jules, se hizo cargo de varios proyectos de ingeniería hidráulica y, finalmente, Auguste-Sylvain Bollée, fue el encargado de continuar con otra aventura familiar: una fábrica de turbinas eólicas, la Éolienne Bollée. Las máquinas de viento de los Bollée fueron todo un éxito comercial durante años, siendo uno de los ingenios para bombear agua más sobresalientes del siglo XIX.
Imagen de una turbina eólica de la casa Éolienne Bollée hacia 1898.
Por su parte, Amédée, además de hacerse cargo de la fundición de campanas, creó su propia compañía de automóviles, y no fue la única. Entre 1873 y 1885 Amédée construyó todo tipo de coches de vapor, algunos incluso fueron exportados a otros países europeos, como Italia. Su hijo, también llamado Amédée Bollée, fue un célebre contructor de automóviles, dando vida entre 1896 y 1923 a diversos vehículos, claro que ya no eran de vapor, sino que se movían gracias a motores de combustión interna y gasolina. Ese mismo camino llevó su hermano, Léon Bollée, que construyó coches hasta 1931. Pero, curiosamente, no sólo vivía entre motores y velocidad, pues contribuyó a crear el circuito de Le Mans, sino que dedicó su inventiva a diseñar otra máquina célebre en su tiempo. Se trataba de la calculadora Bollée, de 1889, capaz de realizar multiplicaciones de forma directa.
Máquina de calcular de Léon Bollée. Fuente: Hojas Selectas, Nº232, abril de 1921.
Esa máquina fue tomada como modelo por Otto Steiger a finales del siglo XIX para crear su calculadora «millonaria», una máquina con gran éxito comercial basada también en las ideas del español Ramón Verea y de la que se vendieron millares de unidades hasta bien entrado el siglo XX.
El Vélocipède nautique, de Léon Boullée. Fuente: La Nature, Nº 602, 13 de diciembre de 1884.
La inventiva en Léon Bollée venía de lejos. Con apenas 13 años había diseñado una especie de embarcación a pedales que, años más tarde, parece que ser que inspiró a un aventurero llamado Harold Rigby para cruzar el Canal de la Mancha a bordo de una biblicleta con flotadores.
Recorte del periódico australiano The Mercury, del 18 de octubre de 1920, donde se menciona la aventura de Harold Rigby.