Versión reducida del artículo que publiqué en la revista Historia de Iberia Vieja en su edición correspondiente al mes de septiembre de 2012.
Don Agustín de Betancourt, deseando hacer un modelo de la máquina de vapor, se determinó a pasar a Inglaterra, a fin de indagar todos los descubrimientos útiles que se hubiesen hecho últimamente sobre esas máquinas. En Birmingham le fue imposible ver ninguna de ellas, y en Londres, apenas pudo dar una ojeada a na de las que estaban destinadas a mover los molinos que se construían cerca del Puente de Blackfriars, y ni aún pudo conseguir que le explicasen el uso de la menor de las varias piezas que la componían, ni que le diesen el mínimo indicio de las muchas que estaban ocultas. Luego que D. Agustín de Betancourt volvió a Francia, acordándose exactamente de todas las piezas de la máquina que había podido ver, procuró adivinar su uso, y añadir las que suponía que debían existir, ha conseguido hacer un modelo de una máquina de doble efecto, que está ejecutando con la mayor exactitud, y que podemos deducir es casi de su invención, aunque tal vez no difiera de la de Mr. Watts.
Mercurio de España, marzo de 1790. Imprenta Real de Madrid.
Si hubiera que nombrar al más excelso de los ingenieros, y por qué no, también de los inventores españoles de todos los tiempos, estoy seguro de que Agustín de Betancourt sería uno de los que más posibilidades tendría de ocupar ese puesto. El inquieto Agustín, nació el 1 de febrero de 1758 en el Puerto de la Orotava, lo que hoy día es Puerto de la Cruz, en la isla de Tenerife. La isla, por entonces lugar muy lejano visto desde Europa, no le retuvo mucho tiempo, es más, ninguna frontera pudo jamás poner freno a su genio. Repasemos pues de forma breve la vida y andanzas del genial ingeniero Agustín de Betancourt.
De su familia, acomodada e ilustrada, bebió saberes y artes. Su madre le enseñó a hablar francés y su padre le introdujo en el mundo de las ciencias. La pasión por el descubrimiento de los secretos del mundo estaba enraizada en su familia, tanto es así que con alguno de sus numerosos hermanos llegó a desarrollar conjuntamente diversas investigaciones de forma autodidacta y muy original. De hecho, sus hermanos José y María fueron muy conocidos en Canarias gracias a sus muchos estudios sobre máquinas e industrias presentados a la Real Sociedad Económica de Tenerife.
De su más temprana juventud fue también su pasión militar, ingresando en la milicia y ascendiendo a teniente de Infantería. Ahora bien, a pesar de esta inclinación, y de que el ambiente que viviría al poco tiempo toda Europa no le dejó de ofrecer oportunidades, nunca participó en batalla alguna pues lo suyo era otra guerra, precisamente la que se libraba en su propia mente para alumbrar nuevas y sorprendentes máquinas. Estudió con los Dominicos en su tierra natal y, con veinte años de edad, marchó a Madrid con un montón de cartas de recomendación, mucha ilusión e ideas novedosas para su tiempo. Iba para estudiar, pero jamás regresó a su querida isla atlántica.
De Madrid a París
En el Madrid de Carlos III encontró el futuro ingeniero el ambiente adecuado para cultivar sus inclinaciones hacia la tecnología. Comenzó a estudiar matemáticas y ciencias en 1779 en el Colegio de San Isidro pero, además, estudiaba por las noches en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Racional de día, pasional de noche. Dos caras de una misma moneda, pues Agustín se veía tanto científico como artista. Dibujando era muy bueno, tanto que su arte llegó a ser admirado en pequeños círculos, pero los que más le atraía era la física y, sobre todo, la fabricación de novísimos instrumentos de laboratorio. Por otra parte, según se descubre en las diversas biografías y en los papeles de la época, el genial Betancourt destacaba por su forma de ser, pues jamás escondía opiniones ni pareceres, siempre iba al grano de los asuntos sin rodeos. Y, precisamente por eso, junto con su sólida formación técnica, hizo que desde temprano se le encomendaran tareas de importancia. Comenzó inspeccionando el Canal Imperial de Aragón para, más tarde, pasar a ser el encargado de la inspección de las importantes minas de mercurio de Almadén. Las diversas mejoras que planteó el nuevo ingeniero civil en 1783 fueron de tal importancia que impresionaron al gobierno. Por supuesto, todas fueron puestas en práctica con gran éxito. Y fue, justo en noviembre de ese mismo año, cuando intentó emular a los hermanos Montgolfier y su globo aerostático, que había sido noticia en toda Europa pocos meses antes. El globo de Betancourt fue, por tanto, fue el primero en realizar una ascensión de ese tipo en España.
Toda una estrella en alza, sin duda, ahí teníamos al bueno de Agustín en plena gloria. Pero su ascenso no había hecho sino comenzar. Al año siguiente de que su globo asombrara a las gentes, marchó a París para perfeccionar sus estudios sobre tecnología minera. Allí conoció a lo más granado de la ingeniería francesa y hasta al creador de la geometría descriptiva, Gaspard Monge. El ingeniero español estaba feliz, se encontraba en la capital mundial de las ciencias de su época y, además, era considerado como un igual entre sus colegas. Pero, he aquí que en medio del ambiente revolucionario francés las cosas se pusieron muy negras, tanto que a pesar de aguantar hasta 1791, decidió regresar abandonar la ciudad viendo que peligraba incluso su vida. En el tiempo que pasó en París, y ayudado por su hermano José que había llegado allí en 1785 y también con el auxilio de los pensionados que tenía a su cargo, Betancourt aprovechó muy bien el tiempo pues además de perfeccionar sus estudios se dedicó a recorrer lo más importante de la industria francesa recopilando todo tipo de datos sobre máquinas.
La máquina secreta
Como bien he comentado, la estancia de Betancourt en París duró hasta 1791, pero antes de abandonar Francia definitivamente, el ingeniero no paró quieto ni un momento. A las visitas de inspección de fábricas y haciendas, además de alguna escapada a Madrid en la que apoyó la creación de una escuela nacional de ingeniería civil al estilo francés, época en la que posiblemente colaboró con el gran Louis Proust que se encontraba en España, se unen diversas memorias técnicas sobre nuevas tecnologías que fueron muy aplaudidas, como la que describía nuevos modos de fabricar carbón de cok. Hacia 1786 empieza a dedicar todos sus esfuerzos a la hidráulica y a la fabricación de máquinas, campo en el que, ayudado de varios discípulos, comenzó a despuntar y a ser muy conocido en Europa. De por entonces data su amistad con otro genio de las máquinas, el célebre relojero Breguet, una amistad que llegó muy lejos pues ambos decidieron emprender una empresa para la venta de relojes que fue muy exitosa. Además, nuestro ingeniero fue nombrado director del novísimo Real Gabinete de Máquinas, algo así como el primer museo de tecnología que hubo en España y que se nutrió con máquinas descubiertas por el propio Betancourt en sus inspecciones de industrias en Francia, así como por infinidad de nuevas máquinas inventadas por él.
Lo más intrigante de esta etapa de su vida fue su relación con el conde de Floridablanca, para quien trabajó poco menos que de espía. Su misión consistía en averiguar todo lo posible sobre la tecnología francesa y, a ser posible, inglesa, para ver si se podía aplicar en España. De ahí gran parte de su insistencia por conseguir planos y lograr visitar centros industriales. Lo más curioso era que, aunque en muchas partes le enseñaban las máquinas, los encargados pensaban que poco podía hacer aquel español sin la información de los cálculos y los planos detallados, guardados bajo llave. Poco sabían ellos que Agustín era capaz de replicar una máquina con solo haberla visto, tal y como se puso de manifiesto en su viaje más curioso. A finales de 1788 viajó a Inglaterra buscando la mayor joya de la tecnología de su época, la máquina de vapor. Estaba fascinado con el vapor y sus aplicaciones industriales, tanto que llegó a convertirse en una obsesión personal.
El gran James Watt y su socio Matthew Boulton le calentaron la cabeza con mil historias pero le negaron el acceso a las máquinas. Era frustrante, tenía máquinas de vapor funcionado a plena potencia muy cerca, pero no podía acercarse a ellas. Quiso el destino que de vuelta de su visita a Watt en Birmingham, estando en Londres, pudiera acercarse a una máquina de vapor que funcionaba en el puente de Blackfriars. Fue toda una experiencia, Betancourt observó a través de la carcasa que ocultaba parcialmente la máquina todo lo que pudo. De nuevo en Francia, las imágenes de la gran máquina de Londres no se le iban de la cabeza. En el continente nadie había construido una máquina de vapor de doble efecto realmente eficiente, eso era un secreto inglés que se guardaba con cuidado. Entonces, sucedió lo que nadie hubiera imaginado en tierras inglesas. El genial Agustín comenzó a diseñar y construir su propia máquina de vapor de doble efecto, ¡y funcionó! Las piezas que no había logrado ver en Londres, sencillamente las volvió a inventar. Desde ese momento los ingleses dejaron de tener el monopolio de la tecnología de vapor.
Su fama fue imparable a partir de entonces. Inventó y desarrolló todo tipo de máquinas desde entonces, desde telares mecánicos a instrumentos de precisión para laboratorio, todo mientras preparaba toda una revolución en la Europa continental para crear industrias movidas con vapor, para pasmo de los ingleses. Pero llegados a ese año mencionado de 1791, la situación en Francia es tan desastrosa que decide llevarse consigo toda su tecnología a Madrid, a su querido Gabinete de Máquinas y, finalmente, decide apoyar el viejo proyecto para crear la tanto tiempo esperada escuela de ingenieros de caminos y puertos. Sin embargo, con el Gabinete en marcha y mil proyectos industriales en España en su cabeza, hay algo que a lo que seguía dando vueltas, quería regresar a Inglaterra, la patria de las grandes máquinas.
Nos encontramos en 1793, fecha a partir de la que pasará Betancourt varios años, con su familia, en Londres, recorriendo campos e industrias, aprendiendo todo lo posible de la tecnología de aquellas tierras. Algunas de las máquinas inventadas por el ingeniero español fueron incluso galardonadas en Inglaterra pero, por desgracia, tuvo Agustín que abandonar su querida Londres en el verano de 1796 al romperse las relaciones diplomáticas entre España e Inglaterra.
Hora de partir a Rusia
Era como si el destino se empeñara en arruinar cualquier intento de Betancourt por establecerse en un lugar en el que poder desarrollar todo su potencial como ingeniero. Tras dejar Londres pasó un tiempo en París, donde investiga sobre telegrafía óptica y donde tuvo sus líos sobre la primacía en la invención de ese tipo de comunicación con el francés Claude Chappe. Pero el ambiente en Francia seguía sin ser bueno, por lo que muy a su pesar decide regresar a Madrid, donde las cosas tampoco eran muy prometedoras. Surge entonces la oportunidad de participar en una expedición a Cuba, con tan mala fortuna de que, nada más partir de La Coruña, son abordados por un barco inglés que incauta toda la carga del barco, incluyendo toda la biblioteca de Betancourt y sus instrumentos científicos. ¿Acaso no podría estar tranquilo en ninguna parte? Tuvo que marchar de nuevo a París para reponer su colección de instrumentos y, ya de paso, seguir con su polémica sobre el telégrafo óptico con Chappe. Aunque en Francia no tuvo éxito con esta tecnología, sí pudo ver cómo su telégrafo óptico ganaba interés en España. Hacia 1799 se empeñó en publicar una serie de cuadernillos sobre tecnología y sus máquinas del Gabinete. Mala idea, resultó que en España aquello no le interesó a casi nadie, por lo que se vio obligado a dejar aquella idea, muy a su pesar.
Entre diversos proyectos de construcción de canales, su telégrafo óptico extendido por España y sus labores en la nueva escuela de ingenieros, va pasando el tiempo. Las cosas, sin embargo, iban de mal en peor. Su enemistad con Godoy y sus problemas con los negocios le llevan a tomar la decisión de abandonar su país para siempre. Marcha de nuevo a Francia en mayo de 1807. El lector que a estas letras se asome ya habrá caído en la cuenta que el bueno de Betancourt no iba precisamente a encontrar mucha tranquilidad pues el huracán napoleónico estaba arrasando Europa. Volver a España tampoco parecía una solución, la previsible llegada al poder de Fernando VII tampoco presagiaba nada bueno. ¿Quedaba algún rincón al que acudir para poder seguir con la inventiva y su labor de ingeniero en paz? En octubre de 1807 nuestro ingeniero viaja por primera vez a San Petersburgo, donde es recibido y ayudado por el zar Alejandro I, quien le facilita todo lo que necesita para conocer el estado de la industria y las infraestructuras rusas.
La visita es todo un éxito, pero Agustín se lo pensó mucho. Regresó a París para meditar sobre su previsible traslado a Rusia. ¿Encontraría por allí la tranquilidad buscada? En 1808 la abdicación de Carlos IV en su hijo Fernando VII y la llegada al poder de José I hace que, finalmente, quede claro que ni en la Francia de Napoleón ni en la España levantada en guerra contra los franceses las cosas iban a mejorar en mucho tiempo. La decisión estaba tomada, dejó sus negocios franceses en manos del relojero Breguet y marchó finalmente con su mujer e hijos a Rusia.
Y, he aquí el broche dorado que cierra esta historia y esta vida porque, cuando todo parecía perdido, el genial ingeniero que había recorrido media Europa a la caza de las mejores máquinas, encontró en Rusia no sólo un hogar, sino también cariño y prestigio. Entre 1808 y 1824, año de su muerte, el gran Agustín de Betancourt desarrolló una carrera impresionante en tierras rusas. Apenas llega, es nombrado para un encargo muy especial, el evaluar y proponer nuevas infraestructuras viarias en el país. Mientras, en España, el Gabinete de máquinas languidece y es dañado por las tropas francesas.
Con rapidez fue ganándose la admiración y respeto de los militares y del gobierno rusos. En sus manos se dejó la modernización de la industria, las carreteras, puertos y hasta la formación de nuevos ingenieros. Todavía tuvo que soportar penalidades, como la llegada de las tropas napoleónicas en 1812 y la quema de Moscú. Pero, pasado aquel terrible episodio, alguien tenía que hacerse cargo de reconstruir Rusia. La familia imperial depositó toda su confianza en Betancourt quien, acompañado con el paso de los años por diversos colegas y amigos franceses y españoles, fueron quienes levantaron nuevas ciudades, puertos, industrias y carreteras.
Llegados a 1821 ciertas tensiones políticas con el zar empezaron a hacer que su prestigio decayera. Betancourt fue apartado de sus diversos cargos. Sin embargo, más tarde el propio zar le otorgó una pensión y, cuando el ingeniero falleció el 26 de julio de 1824 a los 66 años de edad, se le homenajeó con un funeral digno de un gran personaje. En sus últimos años, según se desprende de su correspondencia personal, hubo algo que le persiguió como un fantasma evanescente. Soñaba con sus tierras canarias, su juventud en Tenerife, donde no había vuelto y jamás regresaría.