Émilie du Châtelet

chateletPuede encontrarse su nombre escrito de diversas formas. En el título, he optado por la manera francesa, porque su nombre completo, Gabrielle-Émilie Le Tonnelier de Breteuil, es un poco largo y, además, se la solía conocer por su título, Marquesa de Châtelet. El 17 de diciembre de este año habrán pasado exactamente tres siglos desde que nació esta inquieta matemática francesa que, como le sucedió a muchas otras mujeres que decidieron salir de los carriles en los que su vida era confinada, tuvo que luchar duramente para dedicarse a la ciencia.

La acomodada posición social en la que Émilie vivió, la sirvió para acercarse a los sabios de la época y para poder saciar su hambre de conocimiento. De haber nacido en el seno de una familia pobre dificilmente hubiera podido lograr su objetivo. Ahora bien, pertenecer a la aristocracia tampoco la benefició mucho, porque eso de ser una marquesa «sabionda» estaba muy mal visto. A pesar de los contratiempos, Émilie estaba fascinada por la nueva física y matemática de la que tanto se hablaba por aquel entonces y que había surgido de la mente de un tal Isaac Newton cuyas ideas eran todavía acogidas con frialdad en Francia. De esa fascinación surgió su traducción al francés de la obra cumbre de Newton, Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, encargándose así de dar a conocer en el continente el cálculo diferencial e integral a través de un libro en tres volúmenes titulado Las instituciones de la física, que redactó con la idea de que sirviera para que su hijo se interesara y aprendiera física, a través de una brillante serie de textos en los que muestra claras influencias y gran conocimiento de la obra de Descartes, Leibniz y Newton.

Los padres de Émilie, al contrario de lo que se solía hacer con las niñas de la aristocracia educadas pensando en un futuro matrimonio ventajoso al más puro estilo «mujer florero», alentaron y alimentaron el deseo de conocimiento que demostró la futura matemática desde muy pequeña. Con apenas diez años, la criatura ya leía a los clásicos latinos y era aficionada a las matemáticas. Escasos años más tarde, era capaz de hablar más de tres idiomas, como el español o el alemán y se encontraba tan contenta entre la prosa y la poesía escrita en latín y griego. Es innegable que nos hallamos ante una persona prodigiosa, genial, alguien que, tras leer -más bien devorar- a Descartes, decidió que durante toda su vida sería la razón quien guiara sus pasos.

En 1725, se casó con un marqués, como no podía ser de otro modo, ese era su destino. Su vida era de lo más normal, teniendo en cuenta su posición, tuvo varios hijos, se lo pasó muy bien en las fiestas de la corte versallesca, disfrutó de los espectáculos típicos de su entorno… Ah, pero no por ello se dejó llevar por la simple vida disoluta, nada de eso, su hambre de conocimiento no desapareció con los años. Así, contrató a diversos profesores de matemáticas y ciencias, seleccionados entre lo más granado de la época, además de liarse -no sabría decir si «metaforicamente» o hubo algo más- con Voltaire, quien había escapado de la justicia parisina, escondiéndose en uno de los castillos de la familia Châtelet. Los dos se entendieron muy bien, tanto que, aunque pasaron los años y se alejaron físicamente, siempre estuvieron en contacto. Las discusiones que mantuvieron se hicieron célebres, como así lo fueron las relaciones epistolares que Émilie mantuvo con grandes matemáticos como Bernoulli.

A pesar de su repentina muerte, sucedida en 1749, esta gran señora dejó huella. Hizo lo que pocos hombre de ciencia de su época, a saber, se interesó por las novedades que llegaban de lugares lejanos y, sobre todo, de Inglaterra y Holanda, para darse cuenta de lo manipuladas y llenas de prejuicios que estaban muchas obras de hombres sabios de Francia. Publicó estudios sobre la energía, la luz y, sobre todo, traducciones y estudios que intentaron sintetizar lo más interesante, a su juicio, de los trabajos de Descartes, Leibniz o de Newton. Lo típico, por entonces, era que cada «sabio» se decantara por uno de esos «bandos», así que una mujer se atreviera a congraciar las posturas sorprendió mucho.

Durante años se dedicó con pasión a traducir la obra cumbre de Newton. No se limitó a transcribir al francés los textos en latín del sabio inglés, nada de eso, su inquieto espíritu hizo que llenara su traducción con infinidad de notas, comentarios y apéndices con los que logró que la obra se comprendiera mucho mejor. Al poco de terminar tan magno trabajo, Émilie falleció, viendo la luz este libro, con prefacio de Voltaire, varios años más tarde. Se convirtió así en la única traducción existente al francés de los Principia de Newton.

La importancia de esta traducción y de sus esclarecedoras notas se comprende cuando se tiene en cuenta que, tal y como estaba redactado el original por parte de Newton, se convertía en algo muy difícil de entender. Así, se acusaba a los Principia de ser demasiado oscuros, algo excesivamente complejo para que fuera de utilidad. Émilie logró, con su traducción, que la nueva ciencia de Newton calara en los sabios europeos, incluso a pesar de las reticencias iniciales de muchos cartesianos «radicales».

Léase una biografía mucho más detallada en
:
Madame de Châtelet| DivulgaMAT, obra de María Molero Aparicio y Adela Salvador Alcaide.