Los habitantes, nativos, de la Luna dieron mucho que hablar hace décadas. Los selenitas, como se les conocía, daban mucho juego en narraciones fantásticas de todo tipo, se imaginaban los humanos cómo serían los paisajes lunares y las ciudades, mayormente «cavernícolas», construídas por sus habitantes. Ya Haydn dedicó a las aventuras lunares toda una ópera, Il mondo della Luna, obra maestra nacida en 1777, puro cachondeo lunático, genial y exquisito. Pero los selenitas se extinguieron, una pena, seguramente eran majos y divertidos. Una vez más, la avanzada tecnología de los terrícolas acabó con ellos. La llegada de las sondas espaciales y de las naves tripuladas Apolo a nuestro satélite natural, terminó por borrar a los selenitas del mapa, si es que alguien todavía creía en ellos. La Luna no resultó ser el paraíso de cristal, o de queso, que muchos imaginaron, con palacios y lagos de espejo, bosques transparentes y enanos selenitas jugueteando todo el día. Selene es un puro desierto, infernal horno diario, radical refrigerador nocturno, casi sin atmósfera, un lugar poco recomendable para relajarse en vacaciones, salvo si se queda uno dentro de la cúpula de una de esas ciudades futuras que, dicen, se construirán en su superficie, promesa eterna que, al paso que vamos, no verán ni nuestros nietos.
A principios del siglo XX, en plena ebullición del «progreso», mucho antes de que el cine intentara emular a Cyrano De Bergerac a través de películas de serie B, pero con sobredosis de vinilo en los vestuarios y decorados, la fiebre selenita ocupaba un entrañable espacio en el imaginario colectivo occidental. La cosa venía de lejos pues, antes de la invención del telescopio, no parecía una locura imaginar culturas lunares, tal y como hizo Luciano en el siglo II, a través de su obra Historia Verdadera, atractivo ejercicio de fantasía que sería acompañado, mucho después, por narraciones de Kepler, con su Somnia (PDF). La moda lunar fue muy longeva, a fin de cuentas, nuestra vecina roca nos visitaba muchas noches, y días, desde el cielo, pero era inalcanzable, puro objeto de deseo capaz de avivar la imaginación más dormida.
A mediados del siglo XVII, Jean Baudoin publicó su Viaje realizado al mundo de la Luna por Domingo Gonzáles, aventurero español. Abandonado en la lejana isla de Santa Elena, el protagonista logra escapar de su prisión volando en una extraña ave que ha entrenado para ello, aunque el viaje no sale como esperaba. En lugar de regresar a España, el raro pájaro resultó ser un ave lunar, de paso en la Tierra. En la Luna, Domingo encuentra una sociedad utópica de selenitas felices, mundo espejo de la sufriente humanidad.
Luego llegaron las conocidas Aventuras del Barón Münchhausen, las narraciones fantásticas sobre selenitas, que proliferaron en el siglo XIX, los textos con mayor intención científica, he aquí la celebérrima De la Tierra a la Luna, de Verne y, finalmente, el recién nacido séptimo arte estampó un supositorio volante, tripulado, en uno de los ojos de la Luna gracias a Méliès.
Con todo esto, y puestos en el año 1901, justo cuando H.G. Wells publicó Los primeros hombres en la Luna, donde se describe el soñado material antigravitatorio llamado cavorita, la Exposición Panamericana de Buffalo, decidió dedicar todo un espacio a los selenitas. Las «expos» de la época eran de lo más interesante, ponían su vista en un prometedor futuro cercano, en el que la tecnología lo solucionaría todo. Poco imaginaban que el «progreso» no llenaría el siglo XX con máquinas de vapor gigantescas ni robots metálicos, al más puro estilo Sky Captain, pero la imaginación de aquellas gentes sigue siendo fascinante.
Para sumergirnos en esa época de esperanzas y cierta ingenuidad generalizada, no hay nada como contemplar algunas de las fotografías de esa exposisión que han llegado hasta nuestros días…
La luz eléctrica era algo recién nacido, fascinaba a todo el mundo, suponía la promesa de una nueva revolución. En esta fotografía se muestra la novedosa iluminación eléctrica utilizada en la exposición, sin duda, uno de los atractivos que más sorprendió a todos los visitantes, acostumbrados a las lámparas de petróleo, aceite o a las de arco eléctrico, las nuevas bombillas eran todo un adelanto…
Desde lo alto de la «Torre Eléctrica», los visitantes podían contemplar los edificios de toda la exposición, dedicados a las artes, las ciencias y la técnica, con palacios de música y exposiciones de todo tipo. Lo de «eléctrica» venía a cuento del novísimo ascensor OTIS con el que se subía a las alturas…
En el espacio dedicado a la industria y las manufacturas, no podían faltar los expositores de corsés. Eran tiempos de moda «apretada»…
Y, cómo no, la estrella de la exposición era la galería en la que se imaginaba un viaje a la Luna, volando en extraños cacharros como el de la imagen…
Una vez llegados a la Luna, los exploradores se econtraban con los pequeños selenitas. Ciertamente, tenía que ser muy divertido ir pasando de sala en sala, acompañando a los narradores y viendo a los habitantes de la Luna realizando sus tareas diarias…
En fin, demos un último vistazo a aquellas gentes que, hace más de un siglo, soñaron con un mundo futuro ideal.
Imágenes: Doing the Pan, un entrañable website obra de Susan J. Eck.