El presente artículo corresponde a una versión reducida del que publiqué en la revista Historia de Iberia Vieja en su edición del mes de noviembre de 2010.
Creo que es un gran honor, lo mejor que le puede suceder a un científico. Pero no pienso que un científico necesite un premio, puesto que la compensación para él es su propio trabajo. Si además obtiene otra clase de reconocimiento, bienvenida sea.
Declaraciones de Severo Ochoa tras conocer que se le había concedido el Premio Nobel de Fisiología, publicadas en La Vanguardia, 17 de octubre de 1959.
La década de los noventa estaba a punto de nacer cuando, en un caluroso verano, me encontraba paseando con mis tíos por el paseo aledaño al Puerto Deportivo de Gijón. Nada había fuera de lo normal, mucha gente caminando bajo el sol, pequeños barquitos meciéndose pausadamente en el agua y poco más, hasta que un codazo me sacó del ligero sopor en que me hallaba.
—¿Sabes quién es ese anciano? —comentó mi tía bruscamente.
—Ni idea —respondí sin mucho interés y prácticamente sin mirar hacia el personaje que caminaba a nuestro lado con pesadez y apoyando sus pasos en una mujer que lo acompañaba.
—Mira mejor, seguro que le conoces…
Y entonces caí, porque aunque yo apenas era un chaval de quince años, ya era un fanático de la historia de la ciencia y, cómo no, el hombre que estaba allí, a escasos dos metros de distancia, era alguien a quien había visto muchas veces retratado en diversos libros. Sí, era el mismísimo Severo Ochoa, ya muy afectado por la edad, quien caminaba entre la multitud que circulaba a su alrededor ignorante de que ese anciano era, ni más ni menos, que todo un Premio Nobel de Fisiología y Medicina. Me quedé mudo y paralizado, naturalmente ni me acerqué a molestar al insigne bioquímico, pero la estampa quedó grabada en mi memoria para siempre. Poco tiempo después, el 1 de noviembre de 1993, Severo Ochoa abandonaba este mundo tras pasar en él ochenta y ocho años muy fructíferos.
Temprano despertar a la ciencia
Severo Ochoa sintió inclinación por la ciencia desde muy joven y, sobre todo, por la biología y la medicina. El futuro Nobel había nacido en la preciosa localidad asturiana de Luarca en 1905, tierra a la que siempre manifestó un afecto muy especial. Estudió en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, donde por poco tiene como maestro a otro Premio Nobel, el insigne Santiago Ramón y Cajal, que ya se había jubilado. Sin embargo, la figura del gran histólogo e investigador del tejido nervioso influyó profundamente en Ochoa. Fue, precisamente, su modelo a la hora de dedicarse en cuerpo y alma al descubrimiento de los secretos de la materia viva.
En sus tiempos de estudiante fue colaborador de otro de los grandes de la medicina española, Juan Negrín, y fruto de esa colaboración y de otras con diversos profesores fue un artículo de investigación que logró publicar en una revista internacional de prestigio cuando todavía era estudiante. En 1929 completó su doctorado y, de nuevo, fueron las lecturas de Cajal las que le impulsaron a seguir la vida de investigador científico. Al poco llegó para Severo Ochoa uno de los momentos más importantes de su vida, como él mismo confesó. Su matrimonio con la gijonesa Carmen Cobián fue, sin duda, algo vital en su carrera y su vida. Si el arte necesita de musas, en la ciencia no se va por detrás en cuestión de inspiración y, precisamente, Carmen trabajó duramente al lado de Severo Ochoa para proporcionarle la estabilidad, el apoyo y el amor con el que, sin duda, el gran bioquímico no hubiera llegado tan lejos. Severo Ochoa siempre recordó a su esposa en todas las ocasiones que podía hacerlo, porque deseaba expresar tanto su profundo amor mutuo como su gratitud infinita hacia ella, y siempre lo hacía de forma conmovedora.
En Severo Ochoa se unían dos elementos muy importantes. Por una parte pasión por su trabajo y gran disposición a realizarlo incluso en las condiciones más duras, junto con un talento innato para la investigación. Desde muy temprano logró entrar en contacto con los más afamados científicos del mundo en su especialidad y muchos de ellos supieron reconocer estas cualidades, por lo que fue requerido para viajar a Europa y colaborar en algunas de las investigaciones más punteras de su época. Así, pasó por Alemania e Inglaterra, donde logró el máximo respeto de sus colegas y forjó un interés personal en desvelar cómo se emplea la energía en los procesos biológicos. Pudo haber regresado a España, y de hecho pasó un breve periodo desde 1933 como profesor auxiliar de fisiología en la Facultad de Medicina en la que estudió, pero la situación nacional no era nada agradable, téngase en cuenta que había llegado el año 1936, puerta hacia el infierno de la Guerra Civil. Sin embargo, tampoco Europa era un lugar tranquilo, el auge del fascismo y el espectro del nazismo con Hitler a la cabeza hacían presagiar que el oscuro camino iniciado en España pronto afectaría al Viejo Continente. Era hora de buscar aires nuevos para poder continuar con su lucha por desentrañar los secretos de la vida, América era el lugar adecuado para ello.
A pesar de la nostalgia de su querida tierra, que siempre tenía presente, gracias al apoyo de su mujer pudo seguir continuando su labor. Trabajó con un célebre matrimonio de Premios Nobel, Carl y Gerty Cori y más tarde logró su propio laboratorio de investigación en los Estados Unidos donde pudo dirigir sus caminos hacia las líneas más prometedoras de la bioquímica según su propio criterio. Desde mediados de los años 40 la ciudad de Nueva York se convirtió en su hogar, donde llegó a ocupar los más altos puestos de profesor e investigador universitario en Bioquímica, especializado en enzimas. Sus investigaciones sobre metabolismo celular lo convirtieron en toda una celebridad en su campo, investigadores de todo el planeta le consultaban y deseaban trabajar en su laboratorio.
El descubrimiento del código de la vida
La inspiración debe encontrarte trabajando, y la suerte hay que buscarla, también trabajando. Por eso no extrañará que Severo Ochoa, en sus infatigables experimentos enzimáticos descubriera mediada la década de 1950 algo fundamental, a saber, una enzima capaz de catalizar la síntesis de ácidos nucleicos en laboratorio. No entraré en detalles técnicos porque, a buen seguro, la mayor parte de quienes lean esto decidirán dejarlo en esta parte. Lo que hay que saber es que Ochoa llegó a desarrollar entonces, al principio de una forma un tanto sorpresiva pero luego con sólida metodología, una técnica capaz de servir para crear y modificar en laboratorio los compuestos químicos que son básicos para la vida, esto es, los componentes fundamentales de las moléculas en que se halla escrito nuestro código genético, el ADN y el ARN. En concreto, logró en 1954 descubrir en sus trabajos de fosforilación oxidativa la enzima denominada polinucleótido fosforilasa, con la que se puede sintetizar ARN in vitro. Esto es crucial porque el ARN es el “intermediario” en las complejas rutas metabólicas que parten de las “órdenes” genéticas en el ADN y culminan en la síntesis de proteínas o, para ser más claro todavía, descubrió cómo opera la “maquinaria” molecular que hace funcionar a las células.
Y, así, a partir de entonces, se pudieron desvelar los misterios acerca de cómo las células vivas trabajan en realidad, descubriendo el código por el cual el ARN va organizando la síntesis de proteínas. Fue algo absolutamente trascendental que cambió para siempre la ciencia y dio paso a la era de la biotecnología y a toda una nueva medicina. La biología molecular nació entonces y, como justo premio a este hallazgo, le fue concedido el Premio Nobel junto a su discípulo Arthur Kornberg. A partir de ese momento también se convierte en una celebridad en España, y Ochoa aprovecha todas las ocasiones posibles para regresar a su país natal, a pesar de haberse nacionalizado estadounidense, para promover la investigación bioquímica en España.
Bien, haré aquí una pequeña pausa. He titulado este pequeño artículo empleando la expresión “código de la vida”. Tradicionalmente se suele utilizar para referirse a la gesta que Watson, Crick, Wilkins y la nunca suficientemente recordada Rosalind Franklin, lograron a la hora de descifrar la estructura del ADN. Es una apreciación adecuada, pero personalmente pienso que en ese descubrimiento del “código” de la vida, el paso de la información genética desde el ADN hasta las proteínas tiene un protagonista fundamental, tan importante como los anteriores: Severo Ochoa, de ahí que me haya referido igualmente al “código de la vida” en su honor. Más tarde, lejos de acomodarse, después de la concesión del Nobel, el genio asturiano siguió trabajando duramente como si nada hubiera sucedido, poniendo las bases para la investigación en síntesis de proteínas y el desciframiento del código genético, además de fomentando en España el desarrollo de la biología molecular hasta sus últimos días.