Cardano en el taller

Desconozco si lograré entretener a algún lector con este experimento, sólo he de consignar aquí que me he divertido ideando esta ficción, destinada para la Cuarta Edición del Carnaval de Física. Por supuesto, el objetivo bajo todo este largo escrito es mostrar lo que siempre he deseado en TecOb, a saber, que bajo conceptos complejos, la «aburrida» ciencia se basa en el trabajo y la pasión de seres humanos cuyas vidas son apasionantes.

Un viejo Mercedes Benz, de majestuoso porte y negra silueta, tomaba una empinada curva camino del taller más cercano. En su viaje, un molesto crujido aparecía cada pocos segundos, claro síntoma de que algo no marchaba bien en las entrañas del vetusto cacharro.

imgEl sufrido vehículo pasó el resto de la tarde en lo alto de un elevador hidráulico, siendo atendido por un alegre mecánico que no dejaba de tararear las canciones que sonaban de fondo, surgiendo de la acatarradas membranas de los altavoces de una radio cuyo plateado brillo de calamina hacía ya mucho tiempo que se había convertido en triste color merengue.

— ¡Esto es un coñazo!

La frase sonó fuerte, seca y, además, por duplicado. El eco producido por el techo de teja de fibrocemento de la nave se encargó de que la queja sonara como debía, a medio camino entre el tedio y un incipiente cabreo. Y todo el mundo se giró, no era para menos. En el centro del taller, en medio de una abigarrada familia de elevadores, entre viejos automóviles dolientes, un chaval con aspecto de haberse mordido la lengua resoplaba sin cesar. El mecánico no dedicó al exabrupto más que unas décimas de segundo. Lo mismo hicieron otros compañeros suyos, cada uno ocupado en sus propios asuntos, ya fuere cambiar el filtro de aceite en un ajado Seat Toledo o instalar una flamante radio digital con lector de discos compactos en un Twingo de tercera mano.

Sí, de acuerdo, el paisaje no era agradable, sobre todo para un adolescente que se acababa de quedar sin batería en el móvil y sin tener a mano nada con lo que pasar el rato. Un tiempo que se estiraba como el chicle y que, para colmo, se convertía en dañina metralla, segundo a segundo, capaz de hacer enloquecer al chico con la pesada música de la radio, que se empeñaba en vomitar canciones que a él le parecían más rancias que los cánticos que hubieran sido del gusto de los cavernícolas.

La estampa pintaba mal, por lo que el profesor decidió acudir a su arma favorita: la imaginación.

—Sí, una lata, pero al menos nos queda una hora aquí, así que habrá que pasarlo bien, ¿no te parece? —el profesor, cuyo Mercedes enfermo era el culpable de aquella incómoda situación, empezó a construir en su cabeza una historia con la que entretener al chaval.
—¿Y cómo vamos a hacerlo si todo aquí es un muermo? —no le faltaba razón al joven, que se dolía cada minuto más y más, pensando que hacía ya bastante rato que su tío y él debían haber llegado a casa.
—Con eso… —y dejando la frase en suspenso, tío y sobrino, que por lo general se comportaban como dos desconocidos que se cruzan furtivamente en la calle, sin sentir tener nada en común entre ellos en las escasas ocasiones que pasaban tiempo juntos, miraron al unísono hacia lo alto, siguiendo la ruta marcada por un dedo en alto.

Como profesor de física e irredento ratón de biblioteca, el propietario del Mercedes comenzó a desplegar su estrategia de entretenimiento, precisamente con ese primer movimiento, levantando el brazo y apuntando firmemente con el dedo hacia arriba. Sabía que, a pesar de su aparente hostilidad, a su sobrino le gustaba escuchar sus historias.

—¿Y eso qué es? —preguntó el chico con tono cansado.
—Eso es, ni más ni menos, la causa por la que estamos aquí.
—Ah, vale, es la pieza que ha cascado…
—¡Sí! —interrumpió el profesor con vehemencia, calentando ya sus armas.
—¿Y eso tiene algo de divertido?
—No lo sé, eso depende de si te gustan las historias de sexo, sangre e intriga.

Ante este desafío, sobre todo en cuanto escuchó la palabra sexo, los ojos del chico se abrieron de golpe, como si despertara de un pesado sueño que le hubiera mantenido toda la tarde atontado. No esperó el profesor a que la reacción de su público fuera más allá, sobre todo sabiendo que había empleado la palabra mágica de forma exagerada, y pasó a la acción. Además de su sobrino, el mecánico a su vera también afinó uno de sus sentidos, en este caso el oído, al llegar a su cerebro precisamente la misma palabra que despertó de golpe al destinatario de la historia.

Bajo la oscura panza del Mercedes, el joven y el mecánico comenzaron a atender sin rechistar. El mecánico no abrió la boca, pero el cambio de gesto le delató, dividiendo desde ese momento su atención entre su labor arreglando el viejo vehículo y la prometida sórdida narración que esperaba escuchar.

—Verás, cada máquina tiene mucha historia detrás.
—¡No fastidies! ¿No irás a contarme una chorrada de ciencia o algo así? —cortó secamente el chico, aunque sin mucho ánimo, pues en el fondo deseaba oír algo que le alegrara la tarde y sabía que su tío era capaz de contar historias sorprendentes, aunque no por ello iba a ceder y mostrarse conforme relajando su aspecto rebelde.
—Sí, de ciencia, matemáticas y… —la audiencia se enfriaba por momentos— …pendencieros jugadores y mujeres de mala vida.
—¡Mola!
—Mira esa pieza, la que nos ha fastidiado el viaje.

El profesor volvió a señalar a las entrañas del Mercedes. Allí, justamente donde estaba el mecánico trasteando, aparecía una doble pieza de metal, un juego con dos horquillas de feo aspecto embadurnado en grasa. El coche, de tracción trasera, había comenzado a hacer un extraño ruido intermitente unos días atrás pero no había sido hasta esa tarde cuando el molesto soniquete se había convertido en algo problemático.

—Eso es la junta cardánica, o cardán para los amigos. Es importante para que el choche se mueva, hace que dos ejes que giran en ángulo uno con respecto al otro se mantengan unidos y el movimiento pueda transmitirse sin problemas.
—¿Y dónde está lo divertido de eso?
—La gracia de esa pieza está en su nombre.
—¿Cardán? ¿Y eso qué significa?
—Es el apellido de un tipo singular, un aventurero que, entre otras cosas, ideó este mecanismo. Los coches de hoy en día, en su mayoría, ya no necesitan cardán, pues suelen ser de tracción delantera y no llevan árbol de transmisión que necesite articularse, pero hace años prácticamente todos los automóviles llevaban cardán, como todavía podrás ver en los camiones.
—Y el tipo ese, ¿se llamaba Cardán? ¡Vaya nombre!
—Sí, aunque más bien era su apellido. Se trataba del Girolamo Cardano…
—¡Es peor el nombre que el apellido!
—Nos parece un nombre singular, claro, ten en cuenta que era italiano.
—¿Y cuándo aparecen las italianas en esta historia? —inquirió el chaval con voz burlona.
—Ten paciencia, que todavía queda un rato largo hasta que el mecánico limpie la junta. Suerte hemos tenido, no está rota, sólo es un problema con el lubricante y la suciedad.
—¡Podríamos llamar al Cardano ese para que nos lo arregle más rápido!

El mecánico miró al chico con desdén, pensado en su madre de forma indecorosa, pero no dijo palabra y siguió a lo suyo.

—No molestes al mecánico, un poco de paciencia y, además, no creo que podamos llamar al viajo Cardán.
—¿Ha muerto? —la pregunta nació de la más profundo de la ingenuidad juvenil.
—Sí, hace más de cuatrocientos años.
—¡Ostras!, pero… ¿había coches entonces?
—No, claro que no, los automóviles apenas tienen un siglo, pero en su interior hay piezas ideadas por gentes de muchas épocas, como Cardano.

El ambiente era propicio, con el mecánico removiendo la carbonilla, tratando de sellar la grieta que presentaba el protector de la junta cardán del Mercedes, el profesor calculó que tendría al menos veinte minutos a su disposición para desplegar sus armas preferidas: la historia y la ciencia, justo hasta que pudieran volver a ponerse en camino. Llegó el momento de ponerse en acción.

—Cardano nació en Milán en el año 1501. No me preguntes la fecha porque mi memoria no llega para tanto…
—¿No eras tú el que lo sabía todo… sabiondo? —replicó el pequeño burlón.
—No incordies, anda —sonrió el profesor.— La verdad es que, de pequeño, Cardano lo tuvo muy difícil. Para empezar, era hijo ilegítimo de un abogado milanés, aunque con el paso de los años sus padres terminaron casándose.
—Parece un culebrón… —el profesor decidió ignorar a partir de ese momento las anotaciones al margen de la conversación que realizara su sobrino, decidido a no perder el hilo sobre el que elaboraba la narración.
—Era una época peligrosa, varios de sus hermanos murieron por culpa de epidemias de peste y, además, la salud de Girolamo no era nada buena. Su padre, el abogado, era además un matemático muy bueno, tanto que a veces era consultado por el mismísimo Leonardo da Vinci, ¿te suena el nombre?
—¡Claro! ¿No era el de esos helicópteros de madera del museo?
—Vale, veo que algo te suena. Cardano aprendió matemáticas y leyes de su padre, quien pensó en su hijo como ayudante para su trabajo, pero cuando nuestro pequeño inventor de piezas de automóvil —dijo esto con graciosa entonación— no pudo aprender más de su padre, decidió abandonar el hogar.
—¿Se fugó de casa?
—Posiblemente lo pensó, pero el verdadero problema era que su padre tenía pensado enviar a Girolamo a estudiar derecho y eso no le hacía gracia al mozalbete, porque deseaba aprender más matemáticas y, sobre todo, ciencias. Se lió parda, el padre y el hijo tuvieron una bronca de las que hacen historia, pero finalmente Cardano se salió con la suya y marchó a la Universidad de Pavía, a estudiar medicina.
—Pero, ¿no quería estudiar ciencias o matemáticas?
—Sí, claro que sí, estudiando medicina podría aprender de ciencia, o filosofía natural como se decía entonces, en esa época era el camino más seguro para hacer algo parecido a lo que ahora conocemos como ciencia. Lo malo es que no le fue muy bien.
—¿Le suspendieron?
—No, tuvo otros problemas mucho más graves que esa minucia. Su universidad se hallaba en medio de un territorio que entró en guerra con sus vecinos y a punto estuvo de convertirse en una víctima más de la barbarie. La universidad cerró sus puertas y Cardano debió marchar a Padua para terminar sus estudios. Además, al poco murió su padre y, para su desgracia, empezó a meterse en turbios asuntos políticos. Decidió convertirse en rector de su universidad, cosa que logró, pero sólo a costa de ganarse muchos enemigos, sobre todo por su afilada lengua.
—¿Decía muchos tacos?
—Ojalá hubiera sido eso. Digamos que, siendo suaves, siempre decía lo que no debía donde no era necesario. Echaba en cara a todo el mundo sus faltas, o lo que a él le parecía malas conductas, no era nada diplomático. Si creía que eras un ladrón, te lo llamaba a la cara en público. Cuando se enteraba de algún lío, poco le faltaba para gritarlo a los cuatro vientos, era un auténtico bocazas.
—¡Vaya! Me gusta el tio este. ¿Y las chicas cuándo aparecen?
—Paso a paso mi pequeño aprendiz —el joven mostró su extrañeza, pues no había captado la sutil referencia cinematográfica, a lo que ágilmente el profesor continuó su narración.— Es más, tiraba el dinero por la ventana. Su padre, había conseguido una pequeña fortuna con sus tratos como famoso abogado, pero eso no fue suficiente para que Cardano viviera holgadamente. En pocos años no le quedaba ya ni una moneda del tesoro de su padre así que, con un sueldo decente pero acuciado por las deudas de su alocada vida, pensó en alguna solución.
—Gastar menos.
—¡Nada de eso! Él deseaba incrementar los ingresos pero no disminuir los gastos así que se dedicó a apostar, el juego fue su objetivo.
—¿Juego? ¿Como en un casino?
—Algo así, juegos de cartas, ajedrez y otros juegos con apuestas, dados y similares. Sabía que debía haber algún método para ganar dinero con el juego, que a todo el mundo parecía algo caótico y sin ningún orden. Cardano apostó y ganó, porque aplicó las matemáticas al juego. Sus conocimientos sobre probabilidades hacían que, por lo general, ganara más dinero del que perdía pero, con el tiempo, se fue convirtiendo en un auténtico adicto, no podía parar, se metía en todo tipo de negocios oscuros y frecuentaba malas compañías con tal de apostar más y más.

La radio del taller emitió su último estertor, como si se tratara de un moribundo, tornando muda cuando un hilillo de humo abandonó sus entrañas, signo inequívoco de que uno de sus circuitos había decidido dejar de sufrir su diaria tortura. Nadie pareció darse cuenta de la falta del musical ruido de fondo, pues los oídos del taller estaban prestando atención a la narración del profesor.

—Mientras jugaba siguió estudiando y, con el tiempo, logró el doctorado con el que se convirtió en médico milanés. Decidió entonces vivir tranquilamente en esa ciudad, con su madre, pero claro, su reputación era tan mala que el colegio de médicos no le quería ver por allí. No sabían cómo deshacerse de él, porque reconocían que como médico era de los buenos, pero nadie aguantaba sus conversaciones y su tono, sus líos con el juego y sus peligrosos amigos.
—Y lo asesinaron…
—¡Quieto! No dudo que lo pensaran, aunque fuera en broma, pero la burocracia tiene otras formas de librarse de la gente. Cuando descubrieron que era hijo ilegítimo, cosa grave por entonces, le mandaron a paseo.
—Bah, qué tontería, ¿y no se vengó?
—Nos parece una bobada a nosotros, pero por desgracia para Cardano el ser un bastardo le persiguió toda la vida, era algo que debía ocultar. Por eso, se fue a un pueblo cercano a trabajar como médico, apartado de sus colegas de la ciudad. Allí conoció a una chica llamada Lucía, con la que se casó, pero como no ganaba apenas dinero y el colegio de médicos no aceptaba sus nuevas solicitudes de ingreso, tuvo que seguir a lo suyo…
—¡El juego!
—En efecto, y de esa forma pensó en lograr fortuna, anteriormente no le había ido tan mal. Lástima, fue una mala elección, lo perdió todo, se empeñó y hasta tuvo que vivir de la caridad hasta que, finalmente, tuvo un golpe de suerte. Resulta que, siendo un genio matemático, no le costó obtener un puesto que su padre anteriormente ocupó como profesor de matemáticas. No es que ganara mucho, pero al menos pudo mantener a su mujer sin problemas y, mientras tanto, ejerció la medicina a escondidas, sin que los del colegio de médicos lo supieran.
—¿Y le pillaron? —preguntó el sobrino que iba mostrando cada minuto que pasaba más interés.
—¡Como para no hacerlo! Cardano era tan bueno diagnosticando males y curándolos como lo era con los números, así que su fama creció hasta tal punto que incluso los miembros del colegio de médicos se convirtieron en sus pacientes. No iban a olvidar que era un bocazas, un jugador y un bastardo, pero al menos limaron alguna diferencia. Con su fama recién adquirida también consiguió que mucha gente le fiara dinero, porque no dejaba de jugar. Llegó hasta tal punto su celebridad que el colegio debió modificar a los pocos años la norma que impedía la admisión de hijos ilegítimos, ¡y eso que Cardano no se había callado y acababa de publicar un libro en el que ponía de pelo de conejo a los médicos del colegio!
—Un poco bestia, ¿no?
—Eso no es nada, su carrera estaba a punto de empezar de verdad, en todos los sentidos. Mientras iba publicando libros sobre matemáticas, astronomía y hasta teología, todos ellos muy famosos entre sus contemporáneos, su fama iba creciendo, al igual que el número de sus enemigos. Fue entonces cuando se hizo amigo de otro matemático, Tartaglia, ¿lo conoces?
—Me suena a un triángulo… —dudó el chaval.
—En efecto, el tartamudo Niccolo Fontana, que se encontró cierto día con Cardano, saliendo malparado al cabo de un tiempo, claro que, por una vez, no fue la rudeza de Girolamo la culpable. Tartaglia había participado en una especie de duelo matemático en el que, para ganarlo, había creado una fórmula general con la que resolver ecuaciones de tercer grado. De esa forma, era capaz de resolver todas las ecuaciones que su competidor le planteaba, pero éste no podía resolver ninguna de las que Tartaglia planteaba. Ese duelo le hizo tan famoso que Cardano deseó conocer a tan genial matemático. No tengo ni idea de cómo lo logró, pero Girolamo pudo hacerse con el método que Tartaglia empleaba, que era secreto, con la condición de que no lo diera a conocer. Ahí es donde se líó todo…
—¡Lo hizo!
—Sí, pero de forma legal. De acuerdo, había jurado ante dios y los santos que no daría a conocer el secreto antes que Tartaglia pero como pasaba mucho tiempo y éste no abría la boca, decidió pasar a la acción.
—¡Tóma ya! ¿Y no se cabreó Tartaglia?
—Imagina, le llamó de todo, y eso que Cardano avirtió en el libro donde publicó el secreto, Ars Magna, que el mérito era de Tartaglia, aunque también avisa que había visto en autores anteriores ideas muy similares, sino iguales, lo que le liberaba del juramento. Para más fastidio, el propio Cardano había hallado algunos errores en el método y, aunque había puesto sobre aviso a Tartaglia, éste lo ignoró. Cardano entonces, pensando que hacía lo mejor, y seguramente imaginando ganar más fama y más amigos con dinero, publicó el secreto, con correcciones y todo.
—Vaya forma de ganarse amigos…
—Cierto, pero ya estaba acostumbrado y, realmente, la tozudez de Tartaglia guardando su secreto era tan estúpida que realmente pienso que Cardano hizo lo mejor. Eso sí, la racha de buenas acciones acabó ahí, porque a partir de entonces pasó varios años jugando, y nada más, se pasaba el día y la noche rodeado de malas gentes apostando. Poco pareció importarle que Lucía muriera, sólo deseaba acrecentar su fama, vender más libros y jugar, a la vez de atender como médico a algún potentado europeo. Luego llegaron los nombramientos, los honores como médico milagroso, la fortuna…
—No parece un mal final.
—Tienes razón, porque no acabó así. Posiblemente hubiera sido feliz entre sus amigos jugadores gastando dinero por doquier, pero la suerte no estuvo de su lado en otros aspectos de la vida. Su hijo mayor, que también era médico, se había casado en secreto con una mujer de mala vida y sin ningún principio. Además de acostarse con quien lo deseara, disfrutaba gastando el dinero que Cardano enviaba a su hijo que, por cierto, parecía vivir ignorando los manejos de su esposa hasta que un día se cansó. Por mucho que escondiera la cabeza, no podía dejar de escuchar lo que sus vecinos le comentaban sobre los amantes de su mujer, le decían que no era el verdadero padre de sus hijos, cosa que al parecer era cierta y que, además, ella le estaba robando…
—Vaya putón, ¿y qué hizo el hijo de Cardano?
—Creo que ya lo imaginas —susurró el profesor mirando a su alrededor como si quisiera guardar un sórdido secreto.
—¡Tóma! ¿Se la cargó?
—Sí, la envenenó. Tras ser detenido confesó su crimen y las cosas se pusieron muy feas. Aunque el gran Cardano quiso salvar a su hijo, pagó a los mejores abogados y hasta recurrió a sus influencias políticas, no pudo pagar lo que la familia de la asesinada, quienes debían ser tan pendencieros como ella, pedían en concepto de indemnización, Al final, el acusado fue ejecutado, tras pasar bastante tiempo en prisión siendo torturado.
—¡Qué mal rollo!
—Para, que esto no acaba así.
—¿Pero todavía podía ponerse pero? Esto parece una peli de terror.
—Sí, mucho peor. Cardano marchó a Bolonia, donde ejerció como profesor de medicina, aunque más que marchar lo que hizo fue huir porque la gente le odiaba después del caso de su hijo. En Bolonia tampoco supo contener su lengua, y todos sus colegas hicieron lo posible para que lo echaran. Además, su otro hijo siguió sus pasos, era un jugador empedernido, gastaba sin límite y siempre estaba rodeado de delincuentes y prostitutas. Cardano aguantó este comportamiento hasta que, un día, su hijo le robó. Prácticamente desvalijó la casa de su padre y se jugó todo, perdiéndolo sin remedio. Tras la denuncia de Cardano, su propio hijo tuvo que poner tierra de por medio.
—¿No hay final feliz? —preguntó el sobrino pensando inocentemente que, como en las películas, al llegar el último momento todo se arreglaría.
—Ni de lejos, incluso después de perder su reputación, su dinero y a sus hijos, tuvo que padecer más desgracias. Fue su carácter, una vez más, lo que le llevó a meterse en un lío. Tuvo la osadía de publicar un librillo en el que hacía una especie de burla de Jesucristo. Era un horóscopo de Jesús, acompañado de escritos que ensalzaban a quienes enviaban a la muerte a los cristianos en la antigua Roma. La verdad, no tengo ni idea de por qué lo hizo, aunque se supone que su único fin era ganar fama nuevamente. Lo logró, pero a la inversa, si pensó en ser conocido como escritor de obras polémicas no iba por buen camino y a pesar de que siempre había apoyado a la Iglesia, ésta le dio la espalda. La inquisición le condenó por hereje, no captaron la supuesta ironía de su texto. No es que le condenaran a una gran pena, pues al poco era libre, pero le prohibieron volver a enseñar y a publicar nada, cosa que no me extraña conociendo sus antecedentes y cómo se las gastaban las autoridades eclesiásticas. Y, como final paradójico, Cardano terminó en Roma, donde incluso el Papa le tuvo aprecio, porque seguía siendo un médico excepcional.
—No acabó tan mal, yo pensaba que se lo iban a cargar…
—¿Pero qué más quieres? Perdió a sus hijos, su dinero, su fama, vivió rodeado de maleantes y además le prohibieron publicar. Sí, en voz baja todo el mundo ensalzaba sus obras, pero en público era insultado. Lo más sorprendente es que, incluso a pesar de todas estas penalidades, tuvo tiempo para revolucionar la matemática y la ciencia de su tiempo con aportaciones que abarcan desde la física hasta la mecánica y, como ves aquí —señaló entonces nuevamente el profesor a la junta cardán del viejo Mercedes, ya prácticamente reparada— hasta inventó algo que sería empleado siglos más tarde en los coches.

En ese momento, el silbido agudo del elevador marcó el fin de la tarde. El coche estaba reparado, había llegado el momento de ponerse nuevamente en marcha, sólo quedaba un detalle por añadir para cerrar la historia.

—Por cierto… dicen que Cardano fue capaz de predecir con exactitud la fecha de su muerte —susurró el profesor misteriosamente a la vez que giraba la llave de contacto para animar nuevamente al coche recién reparado.
—¿Era también un adivino? Es broma, ¿no? —respondió su sobrino con incredulidad.
—Sólo es algo que se comenta, aunque… —el profesor se acercó lentamente al chaval para terminar la narración con pesado aire de intriga— …no le fue difícil acertar del pleno porque, según el rumor transmitido a lo largo de los siglos, se suicidó.

Imagen: Wikimedia Commons / Junta Cardán.