El año de los cometas

AVISO: Anteriormente ya he tratado el tema de los cometas de 1910 en TecOb. El presente artículo puede considerarse como un resúmen, con nuevos datos, sobre el mismo asunto y corresponde a la versión abreviada del que publiqué en la revista Historia de Iberia Vieja en su edición del mes de octubre de 2009.

Este grandioso fenómeno descubierto por Mr. Drake, y cuyos elementos de posición han sido determinados por Mr. Innes en el Observatorio de Johannesburg, ha hecho su espléndida aparición en el cielo de nuestro ocaso, poco después de puesto el Sol. Percíbese muy bien a simple vista, mostrando una esbeltísima ráfaga luminosa, que arranca de un brillantísimo núcleo de primera magnitud…

Salvador Raurich (Astrónomo). Fragmento de un artículo titulado “un nuevo cometa”, aparecido en el número 181 de la revista Por esos mundos, febrero de 1910.

Haciendo números, habrá quien haya caído en la cuenta, acertadamente, sobre el hecho de que en 1910 el famoso cometa Halley se dio un paseo por las cercanías de la Tierra, tal y como hace de forma periódica cada 76 años aproximadamente. En efecto, así sucedió, pero lo que apareció en los cielos a principios de ese año fue otro cometa diferente. El músico y astrónomo catalán Salvador Raurich, en el pequeño texto que he colocado a modo de aperitivo para abrir este artículo, se refiere al que se conoce hoy día con el pomposo nombre de Gran Cometa Diurno. Es curioso, pero en un tiempo en que algunas personas donaban todas su pertenencias y se retiraban a lugares de oración para intentar redimir sus pecados ante cierto predicho fin del mundo, que decían muy próximo, la aparición en la bóveda celeste de un gran cometa no invitado debió de servir para confirmar sus más penosos temores. Sí, hubo quien confundió a ese cometa aparecido en Enero de 1910 con el Halley, pero quien leyera la prensa en esos días no podía llamarse a error. El Halley era tema común y, cómo no, el nuevo cometa sorprendió, pero no despistó. Como bien aseguraba la entradilla del artículo citado al principio:

Cuando los astrónomos estaban preocupados en el estudio del ya conocido cometa de Halley que ha vuelto a acercarse a nuestra Tierra, he aquí que aparece inesperadamente un cometa nuevo, que según la convención establecida, ha quedado designado con el nombre de 1910-A, formado por el año y la primera letra del alfabeto, correspondiente a la prioridad del fenómeno respecto a los análogos que puedan repetirse hasta 1911.

Y, así, los cielos terrestres se mostraron muy entretenidos desde comienzos de ese año, pues al mirar hacia el oeste, poco después de la puesta de sol y todavía con bastante luz diurna, las gentes pudieron ver a ojo desnudo una gran borrón celeste. El Gran Cometa Diurno pasó, más la fiebre cometaria no había hecho sino comenzar y, para muchos, se convirtió en pesadilla.

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Fuente: Purdue University, Prof. Robert L. Nowack.

Cianuro en la cola del Halley

Los cometas, a los que los astrónomos apodan cariñosamente como “sucias bolas de nieve espaciales”, no son más que “pequeños” cuerpos celestes formados por hielo y rocas. Surcan el espacio de nuestro Sistema Solar siguiendo órbitas muy elípticas que los acercan muy próximos al Sol en un punto de su viaje cósmico, cuando el calor de la estrella madre hace que parte de su hielo forme una extensa cola, que desaparece nuevamente al alejarse el cometa hacia el frío espacio profundo.

La sospecha de que los cometas aparecían de forma periódica, y calculable, por el Sistema Solar interior es muy antigua, pero no fue hasta que el astrónomo Edmund Halley calculó el periodo de una de estas sucias bolas de nieve, que terminó por llevar su nombre, cuando quedó clara tal intuición. Halley predijo que el cometa objeto de su estudio reaparecería en 1758. Así lo hizo, aunque por desgracia, el sabio astrónomo ya había fallecido para entonces. El cometa Halley siguió retornando al espacio cercano a la Tierra, puntual a su cita, cada 76 años, hasta que en 1910 se descubrió algo perturbador que no hizo sino preocupar a muchos y, cómo no, enriquecer a algunos individuos muy despiertos y pícaros.

La espectacular cita con el Halley de 1910 fue diferente a todas las anteriores. Por primera vez un arsenal de cámaras fotográficas se desplegó para cazar una imagen del astro. Además, la prensa encontró en el fenómeno astronómico un motivo muy atractivo con el que emborronar gran número de hojas con las que cautivar al público. Pero, además, según los cálculos de los sabios de la época, el cometa cruzaría la órbita de nuestro planeta tan cerca, en términos astronómicos, que la Tierra barrería la cola del visitante. Ésto causó cierto revuelo, y temor, pues se especuló con la posible peligrosidad de tal encuentro, hasta que las cosas se transformaron en delirio. El Halley, que se mostró en todo su esplendor durante la primavera de aquel año de 1910, portaba entre los gases que lo componían, un mortal veneno. Al menos eso es lo que la gente entendió de las muchas tonterías que se propagaron con respecto al cometa. Meses antes, gracias a estudios espectroscópicos de la luz solar reflejada por el cometa, los astrónomos determinaron que, entre los compuestos presentes en su cola, se hallaba presente el cianógeno. Cuando se publicó la noticia del descubrimiento, no faltó mucho para mencionar el cianuro y, de ahí, imaginar densas nubes venenosas que terminarían de forma espantosa con la humanidad. Naturalmente, la densidad de ese compuesto en la cola del cometa era tal que, aunque la cola hubiera atravesado nuestra atmósfera una y mil veces, nadie se hubiera envenenado.

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Imagen del cometa Halley tomada en 1910.

Las llamadas a la prudencia por parte de los astrónomos no sirvieron de mucho. En los periódicos se debatía sobre la posible llegada del fin del mundo, en muchas capitales europeas y americanas muchos hicieron su mejor agosto, antes de la llegada del verano, vendiendo todo tipo de objetos anticometa. Con el reclamo de la supervivencia ante el próximo apocalipsis, se vendieron sombrillas contra cometas, máscaras anti gas para eludir al fatal cianuro y hasta “píldoras cometarias”, unas pastillitas que, a buen seguro, hicieron sentir a salvo a más de uno, aun cuando no fueran más que un sencillo caramelo envuelto en un vistoso papel ilustrado con la efigie de un malvado cometa asesino. Hubo quien se suicidó antes de sufrir el ataque del cometa, y quien lo hizo para no contemplar el macabro final de los humanos. El Halley pasó, nadie se envenenó con su supuesto manto mortal, surgido de calenturientas mentes tras sacar de contexto un inocente descubrimiento científico y el miedo cometario fue aplacándose. Hubo quien quiso que se desterrara a los astrónomos y a sus demoníacos instrumentos de observación celeste por ser los culpables de tanto desatino cuando, realmente, poco tuvieron que ver con ello.

Reacciones en España

En España, como en el resto del mundo y, sobre todo, en Europa, las gentes ya andaban con la mosca detrás de la oreja cada vez que alguien mentaba al dichoso Halley. La prensa sacó provecho de ello pero, al contrario de lo que sucedía en otros lugares, en vez de surgir apasionados debates sobre el posible fin del mundo, la mayoría de ellos lo vieron por su lado jocoso. La Correspondencia de España, en su edición del uno de febrero de 1910, se atrevía a publicar lo siguiente, para intentar tranquilizar los ánimos:

…lo único que se sabe ya es que la luz que nos envía [el cometa] revela la presencia del cianógeno, gas muy deletéreo, compuesto por ázoe y carbono. La mezcla de cianógeno con la atmósfera que respiramos sería evidentemente peligrosa; pero creo que no hay motivo de alarma. (…) No es cierto que la cola del cometa se extienda hasta la Tierra y nos envuelva. (…) [Además] las colas cometarias son de una ligereza y una tenuidad extraordinarias, y aunque miden millones de kilómetros de espesor, son tan diáfanas, que las estrellas no pierden, por su interposición, nada de su intensidad luminosa, por pequeña que sea su magnitud. (…) No es cierto que el cianuro que hay en la cabeza del cometa se extienda a lo largo de la cola y pueda llegar hasta nosotros en cantidad apreciable.

Quien animaba estas palabras no era sino el mismísimo Flammarion, el padre de la divulgación astronómica y científica europea. Sin embargo, hubo quien no hizo caso de las palabras de los sabios, prefiriendo seguir por el camino de las supersticiones antiguas, temiendo al cometa. La Ilustración Artística, en su número del veinte de junio de 1910, con el cometa ya en retirada, recordaba tales miedos en sus Crónicas Fugaces de Barcelona, a través de la pluma de Miguel S. Oliver:

El cometa Halley se aleja rápidamente de la Tierra para no reaparecer hasta pasados setenta y cinco años… Antes de despedirnos definitivamente de la molesta visita sideral, convendría tal vez dedicarle un comentario para instrucción de las generaciones presentes y venideras. Pero, ¿es que la humanidad está dotada de la virtud del escarmiento? No sé dónde he leído que la experiencia sólo tiene eficacia cuando la hemos padecido de un modo directo u en cabeza propia; y entonces es cuando ya no nos sirve, porque difícilmente volverá a presentársenos la misma ocasión ni volveremos a encontrarnos en idénticas circunstancias. Sería edificante reunir en un volumen, por orden cronológico, los textos más o menos científicos que dieron lugar al espanto de la humanidad con motivo de la aproximación del apreciable cometa, coleccionar las revelaciones sensacionales, los augurios terroríficos, las informaciones de los periódicos, para legar ese volumen a los hombres del porvenir, a los que en 1985 presenciarán la nueva aparición del viajero celeste, como diciéndoles: “He aquí la historia del pánico anterior; a ver si seréis lo bastante majaderos para reincidir.”

Porque lo curioso de esta historia es que ha tenido un origen casi científico. Hablamos con desdén de las supersticiones antiguas y de los terrores medievales. Hablamos de las conquistas de la ciencia y de cómo van disipando las tinieblas de la barbarie y arrancando cada día un poco el ignorabimus eterno. Más, he aquí, que a juzgar por el espectáculo dado por el mundo en estos últimos meses, se diría que sólo cambia la epidermis de las cosas, pero que la humanidad es substancialmente la misma en todos los tiempos y a través de todos los estados de cultura. Cuando llega el caso de una alarma, ésta de reproduce como hace tres mil maños. Varía únicamente la modalidad, pero el fondo queda inalterado. Unas veces nos alarma lo que ignoramos, lo misterioso; otras veces, como ahora, lo que pretendemos saber, lo científico. Y ¿qué me importa si el error nace del arúspice, que pretende leer en las entrañas de una víctima sacrificada y en la dirección de la columna de humo de un fuego ritual, o si nace de un doctor moderno que, armado del espectroscopio, deduce que la humanidad desaparecerá intoxicada por los vapores de cianuro que forman el apéndice caudal del cometa? Los químicos de última hora no han sido mejor condición que los viejos astrólogos ni que los magos caldeos. Los augurios cabalísticos de un Arnaldo de Vilanova acaban de reproducirse bajo la apariencia de verdades experimentales y hechos de metódica observación. Y en muchas partes de la Europa civilizada las multitudes han pasado unos meses de verdadera inquietud y el terror ha enloquecido a muchos hermanos nuestros y ha causado no pocas víctimas.

En esta ocasión Barcelona se ha distinguido por su sensatez, es decir, por su estado de perfecta indiferencia ante un fenómeno absolutamente normal. Ni ha registrado escenas grotescas de pánico colectivo, ni pasiones de ánimo y suicidios individuales, ni se entregó tampoco a los transportes de alegría ignorante o forzada que tomaron en algunas capitales aspecto de ganas de aturdirse. Verdad es que la prensa sensacional o “amarilla” de todo el globo, tomó el asunto por su cuenta y ensayó una nueva forma de reporterismo alarmista: la forma astronómica, todavía inédita. (…) Faltaba el terror nuevo: el cósmico, el interplanetario; y el cometa Halley ha servido para introducirlo y para ensayar esa nueva excitación de la sensibilidad humana…

Hubiera gustado el señor Oliver de contemplar el regreso del Halley, cosa que sucedió en 1986, para demostrar que, al menos en cuanto a pánico cometario, aquí ya estábamos vacunados. Una pena que los terrores que, en breve, iban a invadir la pacífica Europa de 1910, fueran mucho más reales que la temida pero inocua cola del Halley, pues la Gran Guerra se encontraba a las puertas.

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