Miguel A. Delgado lo ha vuelto a conseguir. Lo suyo parece un intento continuo por reivindicar figuras de la historia de la ciencia caídas injustamente en el olvido, y ciertamente consigue su objetivo una y otra vez. Porque, si genial fue su recuperación de Nikola Tesla a través de varios libros, sobre todo de con su novela Tesla y la conspiración de la luz, o su recuerdo a multitud de inventores españoles que duermen en la niebla del tiempo en Inventar en el desierto, ahora nos visita de nuevo con una aventura digna de buen recuerdo. Me llegó el libro hace varios días y acabo de leerlo, de forma tranquila y con cierta emoción. Lo de la tranquilidad viene del propio estilo empleado. No desvelaré nada de lo narrado en la novela, pero sí diré que fluye con sosiego, y eso a pesar de que en ciertos pasajes la indignación se hace sentir como algo inherente al texto. No se puede mirar a esos tiempos, a medio camino entre los siglos XIX y XX, con los ojos actuales, pero incluso así es indignante el olvido que las mujeres que protagonizan Las calculadoras de estrellas han sufrido, como tantas otras, en la historia de la ciencia y la tecnología hasta tiempos recientes. Además, la historia me toca de cerca, pues es una de las primeras que nos visitó aquí, en TecOb. Escribí esto en 2006, hace ya más de una década:
Edward Charles Pickering, nacido en 1846, se dedicó a la astronomía en los Estados Unidos de finales de aquel sorprendente siglo XIX. A los treinta años fue elegido como director del Harvard College Observatory, manteniéndose en el cargo durante más de cuatro décadas. Su trabajo más sobresaliente, y he aquí lo curioso, se centró en captar y estudiar el espectro luminoso que llega a la Tierra desde las estrellas.
En total, catalogó los espectros visuales de unas 45.000 estrellas. Pero, naturalmente, ese trabajo no podía realizarse por una sola persona. ¿Cómo solucionar el problema? Reclutó a un “ejército” de mujeres, para pasmo de la sociedad de la época, logrando completar la magna obra recogida en el catálogo Henry Draper, llamado así porque se financió con el dinero donado por la viuda de ese buen señor, médico y astrónomo, para más señas.
Aunque no era raro encontrar mujeres trabajando en labores científicas, casi siempre secundarias o mecánicas, relacionadas con la compilación de datos, la idea de Pickering de reclutarlas en masa para aquel gran estudio fue toda una sorpresa para un mundo en el que la mujer seguía perteneciendo a la ciudadanía de segunda clase. Aquel pionero grupo de mujeres, a las que llamaron algunos retrógrados como «el harén de Pickering», trabajaba siete horas diarias durante seis días semanales, cobrando unos treinta centavos la hora, sueldo similar al de un obrero, pero muy inferior al cobrado en oficinas, a pesar de que muchas de aquellas mujeres tenían estudios universitarios. Terminada aquella aventura, muchas de ellas continuaron con exitosas carreras científicas, como sucedió con Annie Cannon o Henrietta Swan Leavitt…
La historia de aquellas mujeres es fascinante y, cómo no, el tratamiento con que Miguel A. Delgado aborda todo ello es estimulante por lo que, si he logrado picar tu curiosidad, no dudes en asomarte a las páginas de Las calculadoras de estrellas.