De la Tierra a la Luna en quince días (1930)

El texto que a continuación transcribo fue publicado en la revista Estampa el 21 de octubre de 1930 por Ignacio Carral. En estos días «lunares», celebrando los 40 años del viaje del Apolo 11 a nuestro satélite, no viene mal revisar un poco lo que pensaba la prensa popular de principios del siglo XX acerca de las aventuras espaciales mucho antes de que el sueño se hiciera realidad.

DE LA TIERRA A LA LUNA EN QUINCE DÍAS
Un viaje, por el espacio, de 384.000 kilómetros a 500 por hora

—¿A la Luna? ¡Quizá no sea ya un problema eso de ir a la Luna! Al menos, viajar por el espacio, más allá de la atmósfera terrestre, no lo es.
—¿Pero habla usted en serio?

Si este señor que me expresa tranquilamente, mientras sorbe una taza de café, la posibilidad de ir a la Luna como quien se va a Cercedilla a pasar el domingo no fuera una eminencia científica, yo no habría cometido la ingenuidad de preguntarle siquiera si hablaba en serio. Pero se trata de un hombre eminente en quien coinciden los conocimientos astronómicos con los conocimientos de locomoción aérea. La viveza de mi interpelación le hace creer, sin duda, que ha ido demasiado lejos.

—¡Hombre, no le digo que podamos emprender ahora mismo usted y yo el viaje por los espacios interplanetarios! Lo que le aseguro es que, teóricamente, el problema está resuelto y todo es cosa sólo de llevarlo a la práctica.
—¿En un avión no será?
—Claro que no. ¿Cómo quiere usted que pueda viajarse en avión fuera de las capas de aire, que son las que le sostienen, le permiten avanzar y le dirigen? A los treinta mil metros de altura ya no existe aire de espesor suficiente para sostener un aparato, y a los sesenta mil metros se acaba del todo. Además de que la máxima altura que han logrado alcanzar hasta ahora los aeroplanos no pasa de los doce mil metros.
—¿Y en dirigible?
—Sucede otro tanto. El balón lleno de gas flota proque pesa menos que el aire. Y si éste falta… ¿Usted no ha oído hablar del motor cohete cuyas pruebas han efectuado en automóviles Vallier, Opel y Valkhardt? En vez de los impulsores, que necesitan aire para trabajar, se emplea la fuerza de retroceso de explosiones sucesivas. Pues bien, si en vez de utilizar esa fuerza en sentido horizontal se utiliza hacia arriba, precisamente como la utiliza el cohete, ya tiene usted el modo de subir indefinidamente en una Raumschiff, nave del espacio, como la llaman los alemanes.
—¿Pero se han hecho ya ensayos?
—Pues claro que sí. La primera nave del espacio ha sido lanzada este verano desde las costas del mar Báltico. Nadie iba en ella, naturalmente; pero lo cierto es que parece que ho ha vuelto a caer a la Tierra.
—¿Habra llegado a la Luna?
—¡Quién sabe! La cuestión es que hay ya un constructor de estos vehículos, el profesor Oberth, que es también jefe de una empresa que se ha formado para explotarlos. Y no tardará el momento en que alguien se meta intrépidamente en una de estas naves para surcar el espacio y traernos acaso noticias de él. Porque puede asegurarse que se sale de la atmósfera y del radio de acción de la Tierra. Lo que no puede asegurarse es que se pueda volver a nuestro planeta. Aunque es de suponer que sí.

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LO QUE SE VENDRÍA A TARDAR EL VIAJE

—¿Entonces usted cree que se podrá ir a la Luna y volver?
—¿Por qué no? Hemos visto tantas maravillas durante el siglo XIX, que ya no es posible maravillarse de nada por muy absurdo que parezca.
—¿Y cuánto se tarda en ir?
—¡Según! Si no podía lograrse más que la velocidad que actualmente se logra para los vehículos de motor, o sean trescientos kilómetros a la hora com maximum, se emplearían cerca de dos meses en llegar hasta la Luna. ¡Son trescientos ochenta y cuatro mil kilómetros los que nos separan de ella! Yo creo que con este otro sistema alcanzaría una velocidad de quinientos o de mil kilómetros a la hora. En ese caso se tardarían solamente de quince días a un mes.
—Un simple viaje de turismo.
—Desde luego. Se podría ir, volar un rato alrededor de la Luna, observarlo todo y volver tranquilamente a la Tierra.
—¿Solamente volar? ¿Descender no?
—¡Ah, amigo mío, esa es ya una cuestión un poco peliaguda! Tenga usted en cuenta que el interior de esa nave deberá ir, para poder conducir seres humanos dentro sin peligro de su vida, absolutamente aislada del exterior, porque tendrá que atravesar un gran trozo de espacio, casi todo el viaje, excepto los kilómetros aprovechables de capa atmosférica, sin una sola gota de aire y con temperaturas absolutamente irresistibles.
—Y ya en la Luna, ¿tampoco habrá esperanzas de encontrar aire?
—Es casi seguro que no. Ni de aire ni de agua se ha encontrado el más mínimo rastro en todas las exploraciones hechas con el telescopio.

LOS HIPOTÉTICOS HABITANTES DE LA LUNA

—Por supuesto, tampoco habrá que soñar con encontrar habitantes…

Mi interlocutor queda en silencio unos momentos y al cabo dice, titubeante:

—¡Qué sé yo! Claro es que, si no hay aire ni agua, no podrán ser como nosotros. Usted ya sabe el aspecto que presenta la Luna ¿verdad?
—Algo he oído…
—Pues, como usted sabe, ese conglomerado irregular que se observa a simple vista desde la Tierra, de partes brillantes y obscuras —y que ha hecho pensar a los poetas en la cara de la Luna— corresponden a dos clases de componentes que los astrónomos han llamado terrae y maria. Las terrae deben ser las partes de la corteza primeramente solidificadas y que en los primeros tiempos debieron estar rodeadas de agua de los maria, que más tarde se solidificaron también. Unas y otras están plagadas de cordilleras cuyas montañas alcanzan, a veces, la fantástica altura de ocho mil metros sobre los maria circundantes y de agujeros semejantes a cráteres de volcanes, que suelen tener de uno a ocho kilómetros de diámetro pero que, a veces, alcanzan, en los llamados circos, hasta cien kilómetros de diámetro. ¿Quién puede decir que en esas profundidades insondables no haya seres que hayan desarrollado una civilización subterránea como acaso tenga que ser la nuestra dentro de unos millares de años cuando nuestros mares se hayan solidificado y hayamos perdido nuestra atmósfera, y la corteza terrestre se haya resquebrajado socavando pozos y cortaduras?
—En ese caso podrían ser también semejantes a nosotros…
—Podría ser, en efecto. Nadie puede asegurar que dentro de esos agujeros, en los que desenvuelven su vida, no tengan elementos de aire y de agua y de alimentación análogos a los de los habitantes de la Tierra…
—¿Y entonces podríamos establecer contacto con ellos?
—Sí, claro que no habría inconveniente en hacer descender a la nave, del espacio al fondo de uno de esos gigantescos cráteres, y entablar relaciones con sus habitantes, y establecer una línea regular de la Tierra a la Luna…

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Hay un silencio prolongado, en el cual mi interlocutor y yo nos miramos un poco estupefactos, como si en efecto acabáramos de llegar al planeta vecino y hubiéramos encontrado una ciudad selenita. Los dos sonreímos, no sería posible decir si por efecto de la ilusión o de nosotros mismos por haber llegado tan lejos.

—Pero en la nave, por si acaso —continúa, reaccionando de pronto mi interlocutor—, sería preciso llevar buenas provisiones de aire, de agua y víveres. ¡Podría ser que en la Luna no encontrara uno a nadie!
—Dice usted que tendría que ir aislado completamente del exterior el lugar donde fueran las personas?
—Claro. Al desaparecer el aire, la temperatura cambiaría de una manera radical. La parte de la nave donde diera el sol se calentaría hasta una temperatura de ciento ochenta grados, mientras que la que permaneciera en la sombra llegaría a doscientos setenta y tres grados bajo cero.
—¿La nave irá más deprisa a medida que se vaya acabando el aire?
—Sí. Al disminuir la resistencia aumentará la velocidad y, ya una vez en el espacio, sin aire y sin la fuerza de la gravedad, podrá marchar a una velocidad increíble. ¡Imagínese usted qué momento emocionante no será el paso del límite de la capa atmosférica! ¡A su lado el paso del Ecuador, que festejan los barcos que van de uno a otro hemisferio, será un juego de niños! ¡Pensar que ya sólo depende de aquella navecilla minúscula, abandonada en el espacio a sus propias fuerzas, para luchar con todas las leyes del mundo planetario! Se sentirá entonces disminuir el peso del cuerpo, hasta el punto de que, dentro de la nave, se podrá uno casi sostenerse en el aire. ¡Allá abajo queda la Tierra, que se aprecia ya en toda su redondez como una Luna más grande!
—¡Será un bello espectáculo, desde la Luna, un día de «Tierra llena»!
—¡Imagínese! Contemplar una luna cincuenta veces más grande que la que contemplamos desde aquí.
—¡Y se caerá en la Luna de cabeza, naturalmente!
—Eso ya depende de la habilidad del piloto para enderezar la nave, apenas entrados en la esfera de atracción lunar… Y luego… a buscar un punto de aterrizaje…, perdón, de «alunaje»…, y a tratar de ponerse al habla con los selenitas.