Versión para TecOb del artículo que publiqué en la revista Historia de Iberia Vieja, edición de noviembre de 2015.
D. Eduardo Mier y Miura, ilustre coronel de Ingenieros, goza por su vasta y meritísima obra en las naciones extranjeras de muy justo renombre, aunque en su patria solamente es conocido por los contados ciudadanos que prefieren a las emociones trágicas de la llamada fiesta nacional el sano deleite de las lecturas científicas. En cualquier país del mundo, que no fuera España, este sabio se hubiera enriquecido y gozaría de todas las preeminencias. (…) El nombre de este sabio español ha circulado profusamente por las columnas de las publicaciones técnicas, en los libros de texto más autorizados, y se ha citado con elogios entusiastas en congresos y revistas extranjeras por eminencias científicas de reputación mundial.
La Ilustración Española y Americana, Madrid, 8 de octubre de 1916.
Torpedos aéreos ideados por Eduardo Mier.
¿Qué hora es?
A finales de 1912 tuvo lugar en París la Conférence internationale de l’heure radiotélégraphique o simplemente, como se mencionó en España, la Conferencia de la Hora. Nació de aquella conferencia un esfuerzo por combinar las diversas formas de medir el tiempo que se desplegaban por el mundo, para dar forma a un horario mundial estandarizado. Compleja cuestión que sería gestionada por la Oficina Internacional de la Hora, localizada en el Observatorio de París. Las cosas no salieron muy bien porque, al poco, estalló la Gran Guerra y tuvo que pasar bastante tiempo hasta que aquel horario universal ideal tomara realmente forma. Sin embargo, la idea original era de vital importancia para el comercio mundial, por lo que a la gran conferencia, junto a un gran número de delegados franceses, se unieron alrededor de ochenta representantes de otras dieciséis naciones. La tarea que tenían por delante, al margen de tensiones políticas, tenía una complejidad técnica nada desdeñable.
La idea central que se discutía aquellos días era revolucionaria. Para asegurar que la hora se marcara de forma fija en todo el mundo, se acudiría a una red de transmisores de una novísima tecnología: la telegrafía sin hilos o, lo que es igual, se utilizarían señales de radio. El transmisor principal de aquella red se situaría en la parisina torre Eiffel. Y, allí, entre grandes mentes de la ciencia mundial, formando parte de la representación española, destacaba una lumbrera singular que, a pesar de haber despertado mucho interés con sus diversos trabajos multidisciplinares, apenas era conocido en su propia tierra. Se trataba del genial militar, ingeniero y geógrafo español Eduardo Mier y Miura.
Un sinfín de intereses
Decir que don Eduardo Mier fue un hombre polifacético sería quedarse muy corto. Sevillano, nacido en 1858, fallecido en El Pardo, Madrid, en 1917, el humilde don Eduardo, pues nunca se le vio intentar ufanarse públicamente de sus propios logros, estuvo relacionado desde su adolescencia con el mundo del ejército. Tras ingresar en el Cuerpo de Ingenieros Militares, ascendió con rapidez llegando a ser coronel de Ingenieros. Mediada la veintena de edad pasó a formar parte del Instituto Geográfico y Estadístico, donde llevó a cabo diversas tareas de investigación como la que dio forma al mapa magnético de España y comenzó a interesarse por la problemática de los terremotos. Los movimientos sísmicos eran un campo de investigación que no abandonó ya nunca. En su trabajo en el Instituto Geográfico logró introducir diversas mejoras en las técnicas de producción cartográfica y se ocupó de dar forma a un nuevo servicio de sismología.
Como parte de aquel empeño por comprender qué son y cómo se forman los terremotos, continuó investigando, al tiempo que ingresaba en el Cuerpo de Ingenieros Geógrafos allá cuando nacía la última década del siglo XIX. Nuevo empeño puso en que la geodesia tuviera un lugar de importancia en la formación de los ingenieros y los militares. De todo aquel trabajo nos queda el recuerdo admirado de sus colegas contemporáneos, que no dudaron en nombrar a don Eduardo como delegado español en la Conferencia de la Hora y en diversos organismos internacionales, en una época en la que el mundo comenzaba a cambiar con rapidez y todo empezaba a volverse global e interconectado. Sus trabajos sobre sismología y geodesia fueron escuchados y estudiados en diversos países. El respeto que despertaba entre políticos y gobernantes hizo que también fuera designado como participante en la redacción de una nueva Ley del Catastro.
Llegó a ser Inspector General del Cuerpo de Ingenieros Geógrafos, dedicando gran empeño a completar tareas tan complejas como el enlace geodésico entre las Baleares y la península. Trabajó con ahínco por conseguir que la geodesia lograra hacerse un hueco destacado en la universidad y, además, desarrolló toda una campaña de estudios mareográficos, geomagnéticos y de nivelación de precisión que le convirtieron en un avezado científico siempre requerido para formar parte de comisiones técnicas de muy diverso carácter.
Además, Eduardo Mier cultivó un nuevo campo que apenas había contado hasta entonces con seguidores apasionados. Sí, le apasionaba la divulgación científica y, precisamente por ello, fue director durante años de la revista Naturaleza. Curiosamente, fue uno de los pocos “escritores científicos” españoles que vieron cómo sus artículos eran traducidos a otras lenguas y publicados en revistas de divulgación más allá de nuestras fronteras.
Y, de la divulgación, saltaba por doquier a la formulación de complejas teorías matemáticas que veía publicadas en forma de libros que, en poco tiempo, se convertían en obras técnicas de referencia, no sólo en España, sino en gran parte del mundo. Así, publicó manuales sobre sismología, junto con teorías acerca del origen de los terremotos, tratados sobre geodesia, estudios mareográficos, libros sobre física, entre los que destacan sus obras sobre los rayos X, las pilas eléctricas e incluso estudios sobre navegación aérea. Decenas de obras dedicadas a multitud de campos, siempre abordadas con gran acierto, que nos muestran una mente inquieta incapaz de ceñirse a una sola área de conocimiento.
El inventor que nunca descansaba
Ah pero, un momento de pausa. Viene a resultar que, en medio de tan febril actividad, y no siendo suficiente el tener que lidiar con políticos de toda clase, además de tener que acudir a compromisos internacionales como los que le eran requeridos por la Asociación Sismológica Internacional, la cabeza de don Eduardo no paraba de alumbrar invenciones de lo más dispar.
En efecto, sobre todas las cosas lo que más parecía llenar de ilusión el quehacer en la vida de Eduardo Mier era el inventar objetos de utilidad diversa. Un repaso a sus patentes nos deja pasmados. Entre 1885 y 1907 nuestro inventor logró que le fueran concedidas cerca de una veintena de patentes en España, y no vaya a pensarse que todas eran de máquinas sismográficas, de las que registró varias.
Tomemos aire y, sin ánimo de aburrir, sino con intención de dejar al lector con la boca abierta ante la pasión inventiva de Eduardo Mier, he aquí un breve resumen de las máquinas que logró alumbrar y patentar. Su primera patente, de 1885, menciona un ingenioso mecanismo para purificar agua. Tuvo otras invenciones similares, pero pronto pasó a idear una versión muy mejorada, algo así como una mochila con filtro aireador que era completamente portátil.
El trabajar con filtros purificadores le hizo pensar en cómo disociar el hidrógeno del oxígeno en la molécula de agua. De ahí que en 1896 patentara un nuevo método de electrólisis y de preparación industrial de hidrógeno. Siguiendo con el tema del agua, presentó una idea singular de arma de fuego “con sus correspondientes proyectiles con carga de agua explosiva” en 1898, mismo año en el que patentó un nuevo generador de acetileno.
Con el nacimiento del siglo XX cambio de interés, deja el estudio de gases y líquidos al margen para centrarse en la electricidad. De 1901 data su novísimo sistema de conducción eléctrica, pensado para que fuera inofensivo en el uso en vía pública y, también, una serie de contadores eléctrico que tuvieron gran reconocimiento en la industria de su tiempo. De hecho, durante años sus contadores fueron prácticamente un estándar a la hora de tratar el tema de la medición, y por tanto el cobro, de la corriente eléctrica por parte de las compañías productoras y distribuidoras de electricidad.
También patentó diversos acumuladores eléctricos y se involucró hacia el final de sus días en el desarrollo de tecnología para mejorar los gramófonos, e incluso los automóviles. Tomemos aire una última vez y, antes de despedirnos de nuestro ilustre científico inventor, recordemos que, para colmo, participó en varios experimentos con aerostatos de los que fue pionero mundial, a la hora de establecer una serie de mejoras técnicas sobresalientes a la hora de emplear timones de dirección y control de los aparatos volantes. Nuevamente, como en otras ocasiones, hemos podido comprobar cómo en la España que vivió entre los siglos XIX y XX, vivieron lumbreras sin igual, hoy prácticamente olvidadas, que no dejaron de cultivar todo tipo de inquietudes, incluso a pesar de que el ambiente que les rodeaba no era muy propicio a glosar sus asombrosos logros. Cerremos pues este breve repaso a la vida de Eduardo Mier con un elogio aparecido en la prensa española pocos meses antes de su muerte:
No nos detendremos a analizarlos todos [sus inventos] por que ello sería de una abrumadora prolijidad. Para dar idea de la fecundidad asombrosa del Sr. Mier, sobra con enunciar los más notables. Entre éstos están sus mareómetros, medimareómetros y mareógrafos, uno de éstos de uso reglamentario para los estudios oficiales; los contadores eléctricos “Hispania” y “Krumer”; un aparato para determinar la intensidad de la gravedad, denominado “Gravígrafo”; otro para medir la frecuencia de las olas; otro de profundidades y de horizontalidad para los submarinos; otro para impedir el choque de trenes; diversos tipos de sismógrafos; un nuevo sistema de tracción eléctrica por cable aéreo; un generador de acetileno; procedimiento de carburar el aire para utilizarlo en el alumbrado y la calefacción; un método industrial para obtener hidrógeno. (…) Desde 1891 a 1896 realizó estudios experimentales de aeronáutica, para adquirir datos que le permitieran redactar a conciencia un proyecto de globo dirigible, siendo el primero a quien se le ocurrió resolver el problema llamado de la estabilidad en la marcha de esos globos por medio de apéndices caudales hoy usados. (…) Fue el primero también que ideó aplicar los motores ligeros de explosión a la aeronáutica, para cuyo objeto construyó uno rotativo en los astilleros Vea-Murguía de Cádiz. En 1898, con motivo de la guerra con Estados Unidos, entre otros inventos para aprovechar el material inservible de nuestros parques, ideó torpedos aéreos (…) que ofrecían gran semejanza con los que han hecho su aparición en la actual guerra de trincheras. (…) También ideó por aquellas fechas un torpedo marítimo y un bote torpedo móvil que se dirigía desde tierra por medio de una corriente eléctrica que obraba sobre el timón.