He escrito en otras ocasiones sobre la fiebre marciana en la frontera entre los siglos XIX y XX, por ejemplo en este artículo de Cuaderno de Cultura Científica. Por ello, no repetiré los detalles de esta historia, simplemente me referiré a alguien a quien apenas he mencionado otras veces. Se trata de Eugène Antoniadi, el astrónomo que aparece en la imagen de cabecera de este post, que se atrevió a ir contra la corriente principal de opinión en su tiempo para afirmar, con pruebas, que los canales que tantos veían no existían realmente.
Y, para ello, cambiaré un poco la dinámica de TecOb, para ceder la palabra al astrónomo catalán Salvador Raurich i Ferriol, rescatando de las brumas del tiempo este curioso artículo que publicó en la revista Por esos Mundos el 1 de mayo de 1910…
Mapa de Marte, por Antoniadi, 1930. Fuente.
El director del Observatorio de Hem (Francia), Mr. Jonckhèere, hubo de telegrafiar al Observatorio Yerkes (Estados Unidos), si era cierto que, según afirmaban los periódicos, el telescopio de un metro de abertura era impotente para ver los canales de Marte. A ese telegrama se dio la siguiente contestación por el mismo conducto: «Telescopio Yerkes demasiado potente para canales.
—Frost».Ahora bien, el texto o el significado de la lacónica respuesta, es algo asi como el motivo central del interesantísimo tejido de observaciones que caracteriza, con singular vigor, a esta memorable oposición de Marte a la que acabamos de asistir. Alrededor de ese espiritual telegrama gira la especie de pugilato entablado entre los instrumentos de grande, mediana y escasa potencia.
La noticia, a primera vista, no pudo menos que regocijar a quienes tienen la escasa fortuna de habérselas con telescopios de poca potencia. Hubo un momento de respiro, de íntima satisfacción sugerida por cierta leyenda, interesada como debe suponerse, en sostener la derrota de los instrumentos colosales, o cuando menos su ineficacia para determinadas observaciones. Y se argüía: Evidentemente se ha tropezado con el límite de abertura eficaz, pasado el cual declina el poder de los objetivos, ya sea por defectuosa construcción, por dificultades de orden atmosférico o por otra causa cualquiera.
Los poseedores de instrumentos de fuerza mediana siguieron el coro a segunda voz, creyendo ser ellos los afortunados dueños de la abertura tipo, del feliz término medio. Y puesto que —decían— los colosos son impotentes para ver esos consagrados trazos rectilíneos marcianos, existiendo como existen, según la observación universal, debe ocultarse alguna razón seria, de índole óptica, a favor de los nuestros, que a fin ven los «canali», y no tan sólo los de Schiaparelli, sino también la enmarañada red geométrica de hilos de araña que descubrieron en la enigmática superficie del planeta los más conspicuos observadores. La cosa no parecía tener vuelta de hoja.
Creció la bola de nieve; los gigantes ópticos -se decía— han fracasado porque no perciben mejor ni tanto como sus inferiores en tamaño, y por consiguiente, en esta como en tantas otras cuestiones, importa más la calidad que la cantidad… Y siguieron entonándose mas variaciones sobre el sugestivo y acomodaticio tema. Pero he aquí que los más avisados, los menos en cantidad como es de rigor, experimentaron cierta desconfianza, y frunciendo el entrecejo, empeñáronse en ver al trasluz lo que pudiera ocultar de diabólico el laconismo del telegrama, y se dijeron: He aquí una respuesta con caracteres de jeroglífico, cuyo sentido negativo o… afirmativo, es also así como un arma de dos filos. Ocurre, sin duda, algo semejante a lo que pasa con el azul del mar que, es azul y no tiñe, sin embargo.
Los instrumentos medianos y pequeños fueron apresuradamente comprobados: luego Frost tenía la desdicha de hallarse peor situado de lo que se creía; es más, estaba anulado para la observación de Marte, puesto que la clave del planeta estuvo siempre constituida por sus famosos canales; esos canales elevados a la categoría de institución hidráulica, tenidos por origínalísimo sistema de irrigación, obra inteligente de una hercúlea humanidad marciana, por Lowell, quien hoy sigue persistiendo todavía en sus trece. Verdad que el instrumento que emplea no llega a la categoría de los colosos cuya abertura oscila por lo menos alrededor de un metro.
No obstante, Mr. Lowell. colocándose en tesitura apropiada, pero singularmente contradictoria para el postulado aludido, nos dice algo que merece ser conocido respecto a las condiciones intrínsecas de fenómeno e instrumento en un caso dado. Aborda el problema en forma sapientísima, pero cuyo fondo constituye, en definitiva, la condenación de sus teorías visualidades sobre Marte. Lowell se refiere a sus resultados personales en la visibilidad de los canales propiamente dichos, que él ve como tales, sin perjuicio de haber quedado resueltos o descifrados por objetivos mayores que el suyo, solo que él los ve más vigorosos y en mayor numero. De ahí su tesis a favor de determinados instrumentos grandes de la categoría que él emplea.
En rigor trátase de una tesis, derivación de otra sostenida por Millochau, y dice: que ordinariamente los telescopios de mediana potencia dan detalles invisibles en los grandes. Pero, por extraño que esto parezca, no es que estén equivocados los primeros ni tampoco que unos u otros sean defectuosos. Ello estriba solamente en la condición de las ondas atmosféricas determinadas por el tamaño del objetivo en un momento dado. Más claro: es una función del diámetro del objetivo en relación con la amplitud de las ondas aéreas en el preciso momento de una determinada observación. Cuanto mayor sea el tamaño de una lente, con menor frecuencia dará buenas imágenes planetarias.
Sólo hay momentos excepcionales en que un objetivo de gran abertura puede mostrar los detalles perfectos, y lo más notable es que esos momentos no son aquellos que en apariencia son favorables.
Cita luego varios ejemplos que no caben en este lugar, y añade: Si una onda es larga en comparación con la lente, desplaza la imagen por entero, quedando, no obstante, limpia. Si, por el contrario, la onda es corta y de tal suerte que varias de ellas atraviesan el campo al mismo tiempo, la imagen no se mueve en su conjunto, pero sus diversas partes se muestran confusas y descoloridas. Si las ondas son todavía más pequeñas, la confusión es tal que los detalles finos (en este caso los canales) quedan borrados. Los grandes objetivos quedan sometidos a peores condiciones atmosféricas que los pequeños, siempre que de detalles finos se trate, porque son los grupos de pequeñas ondas los perturbadores en razón inversa al diámetro de la abertura. En tales casos hay que reducir ésta con el acertado empleo de díafragmas.
Por consiguiente, que la fuerza separadora tiene un papel muy secundario, se demuestra cuando la definición llega a su máximo, porque entonces cabe ver mejor en un gran instrumento, pero esos instantes son raros.
Para que el lector se forme idea de esas dificultades atmosféricas con que han de luchar los grandes instrumentos, le diremos, por ejemplo, que el Observatorio Lick, situado en el Mt. Hamilton, lugar cuidadosamente elegido en California, a una altitud de 1.283 metros sobre el nivel del mar, operando con un objetivo de 92 centímetros, encuentra tan sólo un promedio de 42 noches de primera ciase al año. Y esas cuarenta y dos se convertirían todo lo más en una decena escasa, si el observatorio estuviese emplazado en un sitio cualquiera, y, finalmente, esa decena se transformaría en muchas para instrumentos de escasa potencia.
Pues bien, las razonen que expone Lowell para vindicar la potencia de los grandes instrumentos puestos hábilmente en entredicho, rezan con mayor elocuencia y alcance, si cabe, para los colosos. Además, plantea dicho astrónomo, de mano maestra, el argumento de Aquiles que resuelve definitivamente el litigio, cual habrá de verse después, al exponer en este artículo el magnifico resultado obtenido con los gigantes de la óptica celeste.
La presencia de Marte en el cielo durante la segunda mitad del año transcurrido, ejerció una especie de influencia obsesionante. Todo el mundo astronómico aprovechó desde su peculiar punto de vista respectivo, así el ultra-científico como el infra-aficionado, y aprovechó con fruición, ese corto lapso de tiempo en que el bello planeta, rojizo y fulgurante, ha venido luciendo sus enigmáticos signos topográficos, desesperación del genio humano que lucha incesantemente por descifrarlos en perpetua oscilación entre lo cierto y lo hipotético.
Quizá no sea indiferente al lector recordar datos históricos relativos al descubrimiento del tan traído y llevado planeta. Las primeras observaciones de que tenemos noticia datan de 1636, cuando Fontana vislumbró manchas en el disco de Marte. Simultáneamente llegó casi a ver el anillo de Saturno, continuando las exploraciones de Gassendi y de Galileo.
En 1666, Cassini y Hooke intentaron por vez primera medir la rotación del planeta, tomando por referencia determinados accidentes de su superficie, rotación que hoy se conoce a ciencia cierta con la ínfima diferencia de algunas centésimas de segundo. Según los últimos trabajos de Denning, dicha rotación diurna es equivalente a 24 horas, 37 minutos y 22,20 segundos. ¡Singular semejanza con nuestro día terrestre!
En 1719, Maraldi observó cambios en diferentes formaciones brillantes, hasta que en 1783, al insigne Herschel cupo el honor de descubrir los helados polos del planeta, cuyas variaciones en extensión pusieron de manifiesto —y así él lo interpretó— que eran producto natural de un sistema de estaciones.
Entonces fue cuando el gran astrónomo inglés escribió: «La analogía entre Marte y la Tierra es tal vez la mayor que existe en todo el sistema solar», enunciado genial que sospechó Huygens en el siglo XVII, que confirmaron los tiempos y que hoy día acepta la ciencia en absoluto. En 1830, Beer y Mädler lograron dibujar un tosco -aunque venerable— mapa del planeta.
Y llegamos por fin a nuestra época, fecha en que la ciencia ha conseguido inventariar las variadas extensiones y magnitud de los casquetes polares en función con las estaciones; unas extensas regiones de matiz anaranjado, probablemente continentes, que predominan en el hemisferio Norte, ciertas manchas cuyo color varía entre verdoso, azulado y gris, y que bien pudieran ser mares, según han aventurado eminentes observadores. El estudio metódico de los referidos accidentes ha venido acusando determinadas alteraciones de color, efecto quizá de débiles velos atmosféricos, producto del régimen meteorológico del planeta, así como de una posible influencia estacional sobre una vegetación. Los estudios espectrográficos han parecido revelar la existencia de una atmósfera que, en principio, contiene algunos elementos análogos a los de la atmósfera terrestre. Y no podemos cerrar este cuadro sintético
de las observaciones marcianas, sin citar sus famosos canales, esos canales que constituyen la cuestión magna que ha traído revuelto al mundo astronómico en busca de una solución relacionada con la constitución física del astro.En tal situación se hallaba el estudio de Marte al aproximarse esta memorable oposición de 1909. El planeta había de venir a situarse en condiciones de observación excepcionales, esto es, a 58 millones de kilómetros solamente el 24 de Septiembre, aproximación considerable, si se tiene en cuenta que la distancia media de Marte y la Tierra es de 227 millones de kilómetros. La elocuencia de estas cifras indicará al lector el grado de expectación con que era esperada esta notable aproximación a la Tierra. En la imposibilidad de pasar revista a cuanto de notable se ha registrado y deducido en tal ocasión, habremos de ceñirnos a los puntos culminantes, aquellos que inician un progreso y nuevos derroteros en el estudio del interesante planeta.
Apresurémonos a consignar que, como resultado de esas observaciones, pueden ya pasar a la historia de los impresionismos fugaces e irreflexivos, esas leyendas del ácido carbónico como explicación teórica de los casquetes polares de Marte, esos 15 a 20° bajo cero que en un santiamén fueron colocados sobre cero; la ausencia o estacionamiento de los principios vitales, hipótesis fundada en tan baja temperatura; la singular concepción de tremendas arideces que convertiría a Marte en un vastísimo Sahara; la ausencia de vapor de agua, por virtud de la cual jamás empañaban una nube o una neblina la topografía del planeta, no obstante existir una enorme cantidad de hielos polares que se funden periódicamente; y, por último, esa rarísima atmósfera marciana de origen teórico.
Pasen también a la historia, y esto es lo más importante, esos canales filiformes marcianos, red estupenda vista y comprobada con anteojos de 108 milímetros, cuando astrónomos indubitables, exigen por lo menos una abertura de 160 para empezar a estudiar algo apreciable de tales accidentes. Sí, lectores, los canales de Marte cayeron por fin, cual castillo de naipes, ante el empuje desdoblador de los instrumentos gigantes. Y ahora empezará a comprenderse aquel peregrino telegrama de Frost, que a tan ladina interpretación se prestaba: «Telescopio Yerkes demasiado potente para canales».
En efecto: si en un metro de abertura ocurre esto, como en Meudon con 88 centímetros, ¿qué no sucederá en Harvard y Mt. Wilson con instrumentos de 1,50 metros, los mayores del mundo? Se dirá que los canales serán menos visibles todavía. ¡Y tanto! Como que tales canales no existen más que en las ilusiones ópticas de los instrumentos medianos y aun así, por nuestra experiencia personal, debemos confesar que, con nuestro 12 centímetros, no hemos conseguido ver durante esta oposición un simple canal de los que presenta cierto mapa «canaliforme in delirium», hecho con 108 milímetros; mapa que tuvimos la inefable dicha de examinar hace poco.
Este resultado personal parecerá paradógico si se atiende al que rinden los instrumentos colosales o medianos; mas ello tiene cierta explicación racional: Es que no nos habíamos empeñado en ver canales. Y esto, a la inversa, significa que si nos hubiésemos propuesto hacer un lindo planisferio, muy complicadito y de gran efecto para la galería, hubiéramos visto casi tantos canales como registra la historia de este sistema de errores subjetivos. ¡Y tendríamos nuestro mapa! Pero como quiera que las condiciones de la observación honrada son: mirar con desconfianza, huir como del diablo de ciertas visiones fugaces, y aún desconfiar de la repetición de éstas, a ellas nos atuvimos estrictamente. Y en efecto: no vimos los canales marcianos.
De todo esto se infiere que la observación telescópica de los accidentes planetarios constituye un arte dificilísimo; eludir los fraudes inconscientes es tarea que requiere larga práctica y muchísima sangre fría. De los conscientes no hay que hablar, si bien abundan por desgracia más de lo que el lector se figura. De ahí que éste, ilusionado por ciertos dibujos que se le sirven a todo pasto, se sienta desilusionado y engañado a poco que insista en comprobar lo que la habilidad poco escrupulosa le mostrará como imágenes de nitidez, precisión y vigor escultóricos.
Estas declaraciones nos llevan de la mano a citar el ejemplo de honradez visual que ofrece el eminente astrónomo E. M. Antoniadi, director de la Mars Section de la British Astronomical Association desde 1896, y miembro de la Real Sociedad de Londres. Testimonia su valía científica el hecho de que Mr. Deslandres, director del Observatorio de Meudon, tiene a bien, por excepción, cederle el gran ecuatorial de 83 centímetros para estudios especiales y sistemáticos de física planetaria, siempre que se avecina algún acontecimiento notable.
No nos consideramos autoridad para juzgar de un modo absoluto la personalidad científica de este notable observador, pero tenemos fe en su modo de ver y en el sistema de exponer sus impresiones, porque nuestra experiencia en la práctica de la observación coincide con aquella ingenuidad, transparencia y sobriedad que aparecen en sus dibujos planetarios, exentos de modalidades violentas y exageradas que no existen en absoluto. Los más eminentes astrónomos de ambos lados de la Mancha juzgan a M. Antoniadi, sin discrepancia, observador de primer orden. Y puesto que se trata de una autoridad respetable dedicada durante largos años al estudio sistemático de Marte en los primeros Observatorios, sus observaciones y dibujos deben ocupar lugar preminente en el resumen de esta recientísima oposición de Marte.
Uno de los primeros astrónomos ingleses, Mr. Stanley Williams, al ocuparse en un extenso trabajo de los dibujos de Antoniadi, los elogia sin reserva, y en términos análogos se expresan Flammarion, Deslandres, Watson, Maunder y otros muchos. La primera declaración trascendental fue hecha por Antoniadi el 21 de Septiembre al periódico Athenae, que se publica en Atenas, y decía así: «Los hilos de araña cruzándose en formas geométricas con que Schiaparelli y Lowell han cubierto la superficie de Marte, no existen en absoluto: desaparecen en el gran ecuatorial de Meudon, de 83 centímetros, el cual nos muestra a ese vecino mundo mucho más parecido a la Tierra de cuanto hasta ahora se había visto o sospechado».
He aquí el golpe de gracia dado a la leyenda de los pseudo-canales, esto es, de aquellos numerosos canales de orden subjetivo que a tan extraviadas hipótesis y fantasías se prestaron, en el empeño puesto por algunos en descifrar lo indescifrable. Contemplad una gran cordillera de montañas situadas al horizonte, esto es, en el infinito; dibujadla o bien fotografiadla con medios comunes, y la linea de su contorno, proyectada sobre el cielo, se deslizará como una serie de anchas y suaves curvas. Mas acercaos o bien enfocad hacia allí un anteojo potente y veréis cómo tales curvas se funden en una complejidad de sinuosidades quebradas e inarmónicas. Este experimento explica lo ocurrido con determinados accidentes geométricos de Marte. Que ello fue harto sospechado y hasta teóricamente demostrado, ¿quién lo duda? Pero la persistente imagen telescópica de los canales, multiplicándose de modo alarmante, arrinconó todo razonamiento de orden teórico para mejor ocasión.
Eminentes astrónomos ingleses vienen proclamándolo desde larga fecha; Edwin Holmes y otros científicos ingleses lo sostuvieron en 1890; Maunder lo declaró en 1894; Lockyer en 1878 evitaba en una de sus obras nombrar los canales aludiendo a líneas costeras; y más tarde, refiriéndose directamente al asunto, dice que tales accidentes existen, pero no como se representan en los mapas, fenómeno debido a deficiencia en la fuerza resolutiva de los instrumentos. El tantas veces citado telegrama de Frost coincidió con el importante resultado obtenido por Antoniadi, de igual modo que en el ejemplo antes expuesto, el anteojo empleado resultaba también demasiado potente para ver las curvas orográficas en el horizonte.
Quedamos, pues, en que para los planetas en particular y para casi todo lo demás en general, cuanta mayor sea la abertura de los instrumentos, mayor es también la definición. Que han de luchar con mayores dificultades atmosféricas y que, por tanto, es relativamente escaso el número de noches en que pueden funcionar con toda su abertura eficaz, es cosa cierta. Mas, ¿qué importa, si basta un sólo momento afortunado, una sola noche, como la encontrada por Antoniadi el 20 de Septiembre, para solucionar un grande enigma de modo satisfactorio. No en vano el profesor Hale, del Observatorio del Mt. Wilson, trabajando actualmente con un telescopio de abertura 1,50 metros, se empeña en fabricar uno de 2,50 metros. Por consiguiente, esa otra leyenda de la ineficacia de los instrumentos gigantescos, queda simultáneamente desvanecida con la de los canales de Marte. Éstos ya no son formas rectilíneos, creando esa complicada red de apariencia artificial que sugestionaba a Lowell hasta el extremo de suponerla obra inteligente de una hercúlea humanidad.
En rigor de verdad, el fracaso de los canales ha tiempo fue declarado también por Denning, quien decía que esos alineamientos no existen tan multiformes y complicados cual los dibujaban algunos entusiastas poseídos de una fantasía más o menos sincera al manejar sus telescopios, ni esos canales son duros en color, rectilíneos y de contornos secos como han sido representados, porque son débiles sombras de aspecto difuso con algo así como condensaciones o nudos esparcidos acá y acullá en todos los grados de la visibilidad. Y esto mismo exactamente y mucho más confirman los magistrales dibujos de Antoniadi hechos el 20 de Septiembre, 6, 13 y 19 de Octubre de 1909.
Es también digno de ser notado el resultado fotográfico de Baldet en el Observatorio del Pic du Midi con un reflector de 50 centímetros, porque corrobora la destrucción de la leyenda de los canales. Dice así Baldet: «En cuanto al tejido de canales finos y a las formas geométricas que ciertos observadores han visto en el hemisferio boreal, y cuya existencia es discutida, no hemos podido sorprender ni un simple trazo en nuestros clichés».
Idéntico ha sido el resultado fotográfico obtenido en el Observatorio de Mt. Wiison, empleando el gran telescopio de 1,50 metros. Maunder, del Observatorio de Greenwich ha opinado lo mismo a priori, y hoy se ratifica en presencia de los trabajos de Antoniadi, manifestando que los supuestos canales han sido el efecto ejercido sobre la retina por series de puntos obscuros vistos imperfectamente. Contemplando los dibujos de Antoniadi se llega fácilmente a concebir un mundo marciano muy semejante al nuestro; numerosas formaciones suyas hallan su correspondiente símil con nuestros accidentes topográficos: mares, continentes, istmos, cabos, islas, estrechos, lagos, ríos, cuencas, y por feliz remate, allí están sus elocuentísimos casquetes, espléndido signo gráfico de circulación acuosa; además disponemos ya de evidentes pruebas visuales y espectroscopías de circulación atmosférica con sus accidentes naturales y variables.
Respecto a este último punto, es de sumo interés hacer notar que la primera característica de esta oposición, sobre la que hubo unanimidad de pareceres, fue una persistente debilidad de la imagen telescópica durante el verano, aspecto que causó natural sorpresa por no concordar con la favorable posición del astro. En efecto, aquel débil aspecto de ciertos accidentes de su topografía que, en anteriores oposiciones, mostráronse de subidas tonalidades, unido a posteriores observaciones otoñales cuando las imágenes recobraron su acostumbrado vigor, indujo a aceptar la interposición de un medio atmosférico más o menos denso, peculiar al régimen meteorológico del planeta.
Así, por ejemplo, el 19 de Agosto se señalaron débiles sombras sobre el ecuador, y se cree en la existencia de una densa neblina. Denning, abundando en igual criterio, afirma que el 23 de Mayo, el Syrtis Major se vio débil, en extremo, cual si estuviese velado por una ligera nube durante dos noches consecutivas. Mr. Antoniadi y otros observadores sorprendieron con frecuencia tales anomalías. Y hay que advertir que se trata de un detalle topográfico siempre vigoroso aún para los instrumentos más modestos.
No es posible contemplar en el telescopio la noble imagen de Marte sin experimentar una fascinadora atracción hacia el punto o mancha, de un brillo blanco o deslumbrante, que marca el polo actualmente austral. Es este un detalle el más elocuente, el más tangible, que evoca en nuestra mente la existencia de nuestros polos con todas sus consecuencias durante el hielo y deshielo; es un signo inequívoco de vida, de circulación, de movimiento; hermano gemelo de nuestro discutido polo Norte, cubierto por un blanco sudario de agua congelada. Ante ese signo la imaginación excitada se pregunta: ¿Y por qué empeñarse en querer que el deslumbrador casquete polar marciano sea ácido carbónico congelado y no nieve de agua pura o similar a la nuestra? Este célebre casquete polar del planeta Marte ha sufrido en poco tiempo notabilísimos cambios. Según medidas micrométricas de M. Antoniadi, el referido casquete austral que se extendía hasta los 26°, presentando una forma elíptica, en estos momentos resulta enormemente reducido, siendo por todo extremo interesante su ruptura o disgregación, cuyas primeras señales advirtió ya Burnerd en 7 de Agosto con un reflector que sólo medía 23 centímetros de abertura.
El 6 de septiembre, a las 0 horas 30 minutos, Mr. Antoniadi, en París, con ayuda de un refractor de 24 centímetros, hacía un dibujo que constituye un importantísimo indicio visible del deshielo iniciado por la antedicha disminución. Su forma irregular, las diferentes tonalidades y la marcada hendidura que en él se aprecia, indican claramente que en aquellos instantes se operaba un proceso de fusión idéntico al que ocurre en los polos terrestres, cuando se seccionan grandes masas de hielo en su marcha hacia las zonas inferiores para fundirse.
No concluiremos este breve extracto de los estudios marcianos, sin antes ceder la palabra al eminente director de la Mars Section, a fin de que el lector pueda apreciar en síntesis sus impresiones personales: «…Los desiertos aparentes de Marte están sembrados por manchas a gran semejanza con nuestro Sahara, y creo que los llamados por Schiaparelli canali, son simplemente la suma óptica de accidentes dispuestos en alineaciones relativas. Esto es todo. Los grupos de manchas que vistos en instrumentos pequeños no podían aparecer de otra suerte que formando líneas geométricas, han sido desdoblados o resueltos gracias a la superior potencia del refractor de Meudon. Por esto se comprenderá que, aún reconociendo que el sistema de canales de Schiaparelli (no la red de araña de otros autores) tiene una base subjetiva, no puedo admitir que un observador situado, por ejemplo, en el satélite Phobos y contemplando el globo de Marte, llegase a ver un simple canal en el planeta… Pero no debo concluir sin rendir justicia y honor a Mr. Maunder, del Real Observatorio de Greenwich, quien, desde 1894, viene insistiendo en que los canales son el resultado de una complejidad de detalles, y no podemos presumir, por tanto, que lo ahora esclarecido signifique la definitiva estructura del cuerpo que estamos examinando».