La magia de convertir carbón en una carpeta de plástico o en un chicle era tan sencilla como misteriosa. He aquí la fórmula maravillosa:
CaO + 3C → CaC2 + CO
Que, más tarde, nos traía muchas sopresas simplemente con un poco de agua:
CaC2 + 2 H2O → C2H2 + Ca(OH)2
A estas alturas ya habrá quien haya caído en la cuenta de qué tenemos entre manos. Se trata, nada más y nada menos, que de dos reacciones químicas que originaron el nacimiento de imperios industriales gigantescos durante el siglo XX, basados en una tecnología obsoleta hoy día, pero que sirvió para dar vida a un gran número de plantas industriales. En primer lugar, tenemos la forma de fabricar carburo cálcico. En segundo lugar, obtendremos acetileno del carburo. Se trata de dos reacciones que me traen muchos recuerdos. Conservo como un tesoro un minúsculo recipiente de cristal cerrado herméticamente que contiene unos gramos de carburo cálcico producido en los hornos de Guardo. Desconozco si quedará en el mundo alguna muestra más «cocinada» en aquellos monstruos devoradores de energía eléctrica, pero para mí se trata de un valioso tesoro. El presente artículo tiene un motivo de ser bastante triste para mí. Durante bastantes años, cuando apenas contaba con diez años, una fábrica se convirtió en una obsesión muy personal. En el gran Complejo Electroquímico de Unión Explosivos Río Tinto de Guardo trabajó mi abuelo y, más tarde, mi padre. Ellos pasaron décadas en las entrañas de la bestia, poblada de grandes edificios, rascacielos de metal y cristal, columnas de destilación y ventanales cuadriculados que daban al conjunto la apariencia de paisaje de ciencia ficción decadente. Recuerdo con especial agrado dos detalles que, para otras personas, seguramente eran más una molestia que otra cosa. Por una parte, me encantaba el ligero y extraño olor a carburo que a veces llegaba a casa, transportado por el viento que movía los humos de las chimeneas de los hornos. Aparte del típico olor a productos vinílicos, era la característica huella olfativa que creaban las trazas de fosfuro de hidrógeno en el carburo lo que me atraía. Tal «fragancia», que recuerda lejanamente a la de los ajos, debía ser algo molesto para la gente, pero no para mí. Aunque ya han pasado más de veinte años desde que los hornos dejaron de funcionar, guardo en la memoria ese olor. El otro detalle que me encantaba era el sonido de la sirena que avisaba del cambio de turno. Su agudo grito podía escucharse a varios kilómetros de distancia. La gran bocina todavía existe, dormitando sin remedio en lo alto de los silos de carburo, en silencio desde hace años, esperando el día en que el gran edificio, uno de los que siguen en pie de la gran fábrica, sea demolido o utilizado para cualquier actividad industrial ahora insospechada.
La fábrica se instaló en Guardo en el año 42. Ya antes de la Guerra Civil se habían hecho intentos de levantar una planta de carburo en la zona porque la disponibilidad de antracita y caliza, además de agua y energía hidroeléctrica hacían del lugar un punto estratégico de vital importancia industrial. Llegada la autarquía, era necesario contar con una fuente de productos químicos básicos nacional y, cómo no, el carburo era la solución. Así, Unión Española de Explosivos levantó el complejo químico de Guardo. A principios de los setenta se fusionó la empresa con la Minas de Río Tinto, creándose una de las mayores empresas industriales que ha conocido España, Unión Explosivos Río Tinto, famosa por sus calendarios y por su mastodóntico tamaño. La que llegó a convertirse en buque insignia de las multinacionales españolas cometió graves errores de gestión, navegó durante décadas en un mar de corrupción y problemas financieros, hasta que a principios de los noventa decidió elegir el peor camino, ¡crecer todavía más! De esta forma nació ERCROS, de la fusión de UERT y Cros, otra de las históricas de la química española.
Como todo gran imperio, el propio tamaño y los problemas arrastrados durante décadas terminaron por hundir la empresa, precisamente en la época en que KIO y ciertos políticos y empresarios, de los que no quiero acordarme, metieron las narices. De la brutal reconversión posterior no se salvó casi nadie. ERCROS se convirtió en una empresa química mediana, Unión Española de Explosivos regresó a un tamaño modesto y decenas de plantas fueron cerradas. En Guardo, hacía años que las cosas iban cuesta abajo. La fábrica que en tiempos había dado empleo a varios cientos de obreros, trabajando de forma continua para alimentar a la industria química española, había caído en desgracia. Con tecnología anticuada, puesto que durante décadas no se pensó en mejora alguna porque había que ordeñar la vaca hasta que no pudiera más, las diversas plantas del complejo industrial terminaron por ser cerradas de pura extenuación. Había llegado la era del petróleo barato, salía más rentable importar los productos básicos del exterior antes que producir carburo a partir del carbón local. Así, hacia el 85 los imponentes hornos de carburo cerraron y, con ellos, las plantas de acetileno, acetaldehído, butanol, ácido acétido, acetato de vinilo… Todo ello era producido ahora en Tarragona, en el interior de las flamantes instalaciones del Polígono Petroquímico. ¿Quién necesitaba ya carbón?
Únicamente sobrevivió la planta de Alcohol Polivinílico, alimentada con metanol y acetato de vinilo procedente de lejanas tierras. De esta forma, languideció el que fue el mayor centro de industria química del norte de España, olvidado por todo el mundo. Con el paso de los años la planta, que ahora ya no daba empleo a centenares, sino a sólo cincuenta trabajadores, aguantó las diversas fusiones y adquisiciones, pasó por manos de Erkimia, de Rhone Poulenc, de Acetex, bajo el nombre de Erkol y, finalmente, fue adquirida por los estadounidenses de Celanese. Bien, como toda historia, también aquí hay un final. Podría decir que, en realidad, el sueño químico palentino terminó aquél día de mediados de los ochenta en que la electricidad dejó de alimentar los hornos, pero no, en realidad, aunque sea de manera simbólica, la vida de la industria química en el norte de Palencia debe llevar en la lápida las siguientes fechas: 1942-2008. Sí, Celanese decidió hace varios meses que, aunque era rentable, no entraba dentro de sus planes mantener una fábrica perdida en las montañas lejanas de un país que apenas conocen. La decisión de cierre ha terminado con la última industria química guardense, completando el círculo que se abrió en 1942 y hace caer en una depresión profunda a la economía local, ya de por sí dañada desde el cierre de los hornos, de las minas de carbón y apenas viva gracias a la central térmica de Iberdrola. En un despacho de Texas alguien decidió que ese punto rojo marcado en el mapa como Guardo PVA Chemical Factory debía desaparecer, estaba demasiado lejos de ninguna parte y no entonaba con la política de concentración industrial de la megacorporación. Los cincuenta obreros poco importaban, a fin de cuentas se iban a prejubilar o trasladar a Tarragona. Pero con la decisión terminaron con toda una tradición industrial, con un sentir, con un modo de vida que había sobrevivido más de sesenta años, con un lugar en el que habían trabajado varias generaciones de muchas familias.
En fin, ya se sabe cómo es todo esto de la deslocalización, globalización y demás juegos de multinacional todopoderosa. Lejos queda aquél día de 1984, cuando el médico de la empresa visitó el colegio para explicarnos, en el laboratorio de química, cómo se transformaba el carbón en chicle. Ése fue el día en que me enamoré de la fábrica, de sus torres y de la química, de su capacidad para transformar algo tan sucio en prácticamente cualquier cosa. Con la boca abierta un niño de menos de diez años contempló el poder de la ciencia en directo. Naturalmente, aunque en los días posteriores me convertí en un pesado pidiendo a mi padre que me llevara a la fábrica, para ver «en directo» el proceso de «alquimia» que convertía el carbón en todo tipo de productos atractivos, nunca pude ver la magia de los hornos, las salas de control o los laboratorios de la empresa, no era un lugar recomendable para un niño pequeño. Años después, cuando al fin pude acceder al recinto, sólo quedaban edificios vacíos, pues salvo la planta ya citada, todas las demás cerraron mediados los ochenta. De todas formas, con el paso de los años recopilé todo tipo de información sobre los procesos industriales que dieron vida al Complejo Industrial Electroquímico, desde recortes de la vieja revista de la empresa ERT, UNIRAMA, hasta manuales técnicos de ingeniería química que hablaban de plantas que todavía se mantenían vivas en otras partes del mundo, no para alimentar la industria química, sino para producir carburo para siderurgia o para la industria de fertilizantes.
Toda la magia encerrada en ese lugar, donde decenas de grandes edificios vivían conteniendo procesos que me parecían misteriosos, murió el día en que la mayoría fueron demolidos para dar paso a un polígono industrial en el que ahora se puede encontrar desde una planta de reciclaje de neumáticos a almacenes de materiales de contrucción, todo ello muy poco «mágico». Pero la maravilla sigue ahí, en la línea de producción que memoricé con apenas diez años y que sigue fresca en mi cabeza. Algo apasionante que me resisto a olvidar y que quiero compartir ahora. Seré directo y sencillo, voy a describir cómo el carbón se convertía en derivados vinílicos que alimentaron la industria española durante décadas.
La magia comenzaba con el agua. En las montañas se construyeron dos centrales hidroeléctricas, en los embalses de Camporredondo y La Requejada. Las grandes turbinas se dedicaban a alimentar dos líneas de alta tensión con un sólo objetivo, dar vida a los hornos eléctricos productores de carburo en Guardo. Miles de kilovatios que, hora a hora, día a día, ponían al rojo los gigantescos electrodos de pasta Soderberg para calentar una mezcla magistral de antracita procedente de las minas locales y cal recién salida del horno aledaño alimentado por caliza de la Cordillera Cantábrica. Así venía al mundo el carburo cálcico, fruto de la reacción que he colocado al principio del artículo. A miles de grados centígrados, la cal y el carbón de antracita se unían en matrimonio para crear el grisáceo polvo que se almacenaba en los monumentales silos metálicos. Parte del carburo era envasado para ser utilizado en otras industrias, ya fuera para emplearse en lámparas de acetileno, en los campos o la siderurgia. Sin embargo, la mayor parte de la producción caminaba un largo trecho, ascendiendo hacia lo alto de un rascacielos de ladrillo rojo y grandes ventanales, al final de una imponente cinta transportadora. Desde las alturas, caía en el interior de un reactor donde se mezclaba con agua y… ¡magia! Lo que era un simple polvo parecido al cemento, en virtud de una poderosa reacción exotérmica, se convertía en un gas valioso, el explosivo acetileno. Lamentablemente, en el proceso se originaban grandes cantidades de hidróxido de calcio, o cal apagada, un material blanquecino que no valía para gran cosa. Parte de esa cal apagada era vendida a bajo precio como fertilizanto o para ser empleada en industrias de contrucción. Sin embargo, la mayoría se decantaba en balsas y, con el tiempo, se convirtió en una gigantesca montaña con varias decenas de metros de altura y más de dos kilómetros de largo, un espejo de color blanco que puede verse con facilidad desde el espacio.
Bien, ya tenemos grandes cantidades de acetileno almacenadas con cuidado en un gasómetro bajo atmósfera de nitrógeno y, ahora ¿para qué nos vale? El gas era distribuido por el resto del complejo industrial por medio de tuberías, para fabricar a partir de él decenas de productos químicos que, más tarde, eran cargados en cisternas que los llevaban por toda España y parte del extranjero, a otras industrias de productos finales donde eran convertidos en plásticos transparentes, materiales de contrucción, juguetes, chicles, materiales de construcción… las aplicaciones eran innumerables. La principal línea de producción era la que, partiendo del acetileno, generaba acetaldehído por medio de la hidratación del gas, reacción catalizada por un compuesto de mercurio. Del acetaldehído vivían las plantas de ETROL, acetato de vinilo, acetato de etilo, ácido acético, acetonas, alcohol polivinílico… Fuentes principales para la fabricación de pinturas, disolventes industriales y todo tipo de plásticos, durante décadas no se detuvo la cadena de producción, el show debía continuar y, a pesar del cierre de los hornos y la clausura de la mayor parte de las factorías, la química continuó con su magia sin descanso, hasta ahora, cuando una orden directa desde un rascacielos de cristal en Dallas ha decidido que no merece la pena seguir, la alquimia vinílica debe cesar. La historia termina aquí, posiblemente para siempre…
…Complejo Industrial Electroquímico de Guardo (1942-2008). Descanse en paz. 🙁