Tierra de monstruos

BlemiosHace mucho, mucho tiempo, en las tierras de la vieja Europa, comentábase por las esquinas, en los mesones o al calor de la lumbre, la historia de un tal Colón. Decíase que, navegando hacia donde muere el sol cada día, había llegado a tierras ignotas y que, en ellas, había encontrado hombres nunca antes vistos. Había quien pensaba que el marino había llegado al reino del Gran Khan, allá donde manaban las especias y las gentes vestían de seda, las mágicas Indias. Otros, al conocer los relatos sobre islas perdidas en los confines del océano, pensaron en un continente perdido o, incluso, afirmaron entusiamados que había sido hallado el Jardín del Edén. Durante mucho tiempo, las gentes de nuestras tierras cristianas, en gran medida ignorantes de lo que existía o sucedía en el resto de los continentes, llenaron el vacío que, en gran medida, conformaba su imagen del mundo, con fantasías repetidas una y mil veces. La llegada de Colón a las tierras desconocidas que, más tarde, fueron llamadas América, no hizo sino resucitar la vieja tradición europea de rellenar los espacios en blanco de los mapas con todo tipo de criaturas monstruosas, ya fueran terrestres o marinas.

Claro está, Cristóbal, en sus Diarios o, mejor, en la transcripción resúmen que de ellos nos queda, gracias a Fray Bartolomé de Las Casas puesto que los originales se han perdido, no habla de encuentros con monstruos ni nada parecido, aunque sí se nota cierto deseo de llegar a tierras habitadas por los mismos, aquellos lugares que eran descritos por los supuestos indios, entre pésimas traducciones, diálogos mal comprendidos y muchas ganas de algunos nativos de agradar o, también, de quitarse de encima a aquellos pesados y extraños europeos que sólo preguntaban por oro, plata y monstruos.

Así, renacieron viejas historias que estaban decayendo por entonces, pero que habían tenido gran predicamento en épocas anteriores, tomándose de nuevo como hechos reales1. Hablábase de cíclopes gigantes, o de amazonas, mujeres guerreras que, para poder utilizar mejor sus arcos, decidían cortarse el pecho derecho. Retomando el espíritu fantástico que podía encontrarse en obras de Plinio el Viejo, Marco Polo o la célebre Imago Mundi de Pedro de Ailly, se volvió a pensar que, si bien en las tierras europeas ya no quedaban monstruos, era seguro que en los lejanos lugares visitados por Colón habitaría todo tipo de bicho raro, sobre todo humanos «degenerados». La imaginación se alimentó así de peligrosísimos antropófagos, blemios con la cara inscrita en su pecho, panotios que, a modo de arcaicos predecesores de Dumbo, tenían orejas tan grandes que les permitían volar. Por allá, en las lejanas islas recién conocidas, debieran vivir también, sin duda, los cinocéfalos, hombres con cabeza de perro o, incluso, los esciópodos, citados en viejos libros de maravillas, seres con una sola pierna y un pie gigantesco.

La fiebre de los monstruos duró todavía bastante, como también lo hizo la tradición de rellenar espacios vacíos en los mapas con monstruos de todo tipo, algo que, por ejemplo, llevó a cabo el turco Piri Reis a principios del siglo XVI cuando, inspirado posiblemente en las narraciones de Colón, rellenó el espacio interior de Sudamérica en su mapa del Nuevo Continente con blemios y cinocéfalos. Allá, en aquellas tierras lejanas, sin duda vivirían los monstruos…

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1 Véase la novela de Umberto Eco, Baudolino. También, en forma y estilo completamente diferentes, es muy interesante el artículo de I. Bernard Cohen, Lo que «vio» Colón en 1492, publicado en Investigación y Ciencia en febrero de 1993.

En la imagen: Blemios, de las Crónicas de Nuremberg (1493).