La erótica del picahielos

Tras una semana de pesadilla, con saturación insana de trabajo, por fin tengo un poco de tiempo para comentar brevemente algo sobre una de las fotografías que más me han sorprendido. En realidad, lo de sorprendido es quedarse corto. Tengo recopiladas cientos de fotografías relacionadas con diversos aspectos de la historia de la ciencia y la medicina. Las hay muy escabrosas, otras son espectaculares, algunas invitan a la risa, pero ésta es para mí la que, desde que la observé por primera vez, más me llamó la atención. Hace unos días, repasando unos documentos sobre historia de la psiquiatría, me volví a cruzar con ella.

Bien, antes de nada, aquí está la dichosa imagen, hay que tomarse un rato para verla bien. Además, para el que desee contemplarla más de cerca, puede ampliarse.

Picahielos

Seguramente, para quien nunca haya visto la foto, se habrá despertado la curiosidad porque ¿qué es lo que está haciendo ese señor calvo que parece ser un médico? Aunque no se sepa la historia que hay detrás de la imagen, seguro que casi todo el mundo ha oído hablar de la lobotomía, aunque poca gente sabe de qué se trata.

Bien, como puede verse, aparece en la imagen una persona tumbada en una camilla, atada, rodeada de enfermeras, médicos y curiosos. Un calvo con barba sujeta una especie de martillo pequeño y algo como una gran aguja. ¿De qué se tratará? Estamos contemplando, ni más ni menos, una operación de lobotomía frontal realizada de manera «industrial» por el Doctor Freeman, utilizando algo tan sencillo como una pequeña maza y un picahielos.

La lobotomía frontal consiste en destruir total o parcialmente los lóbulos frontales del cerebro. Para ser más sencillo, la idea consiste en convertir en papilla la porción de cerebro que está tras la frente del paciente. ¿Y esa burrada para qué puede servir? En realidad lo de burrada se queda corto y, en cuanto a utilidad, diría que más bien poca. La idea llevaba tiempo rondando la mente de algunos estudiosos de las enfermedades mentales, pero para fijar un punto de origen habría que viajar a Lisboa, a mediados de los años treinta del pasado siglo. En la capital lusa, el neurólogo Antonio Egas Moniz y el cirujano Almeida Lima estudiaron de manera práctica cómo realizar por medios quirúrgicos, la separación física de la corteza prefrontal del conjunto del cerebro. Aquello, en realidad, no era una lobotomía, pero sirvió para abrir el camino. La lobotomía, procedimiento radical donde los haya, consiste en destruir, sin que se extirpe, el tejido nervioso que se considere necesario.

El asunto no hubiera pasado de ser algo limitado a unos pocos experimentos, si no hubiera sido porque la pareja portuguesa publicó sus resultados, afirmando que el procedimiento parecía tener mucha utilidad para tratar diversas patologías psiquiátricas, como ciertos tipos de depresión. Claro, la cuestión no era como para tomársela a broma, porque algunos pacientes fallecían tras la operación y, la mayoría de los que sobrevivían, se convertían en «otras» personas. Vamos que, para decirlo sencillamente, su personalidad cambiaba radicalmente. A pesar de que los estudios iniciales fueron muy limitados, su utilidad era más que dudosa y el procedimiento era muy peligroso, algo extraño sucedió, porque en poco tiempo se consideró que era una idea genial para «curar» a enfermos psiquiátricos. Así, se llegó a creer que era una especie de panacea para «curar» depresiones graves, trastornos de la personalidad, la tendencia a la violencia…

La cosa se salió de madre, alcanzando grandes niveles de brutalidad, cuando se pasó de las operaciones cuidadosas y con daño limitado y calculado en el tejido cerebral de los primeros experimentos, a algo nuevo, no imaginado antes. El inventor del proceso para realizar lobotomías con rapidez, «eficiencia» y prácticamente en serie –como si de un proceso industrial se tratara– fue Walter Freeman, un médico estadounidende que, al parecer, ni siquiera tenía licencia como cirujano. Su idea era de lo más sencillo y radical. Volvamos a la foto, en la que Freeman está a punto de lobotomizar a un paciente para «liberarlo» de su padecimiento mental. Freeman toma un pequeño mazo y comienza a martillear sobre un picahielos que apunta en las proximidades del conducto lacrimal. Tras atravesar el cráneo, cuando la punta del picahielos ha llegado al cerebro, suelta el mazo y comienza a remover el picahielos como si estuviera haciendo puré. En realidad, eso es lo que consigue, convertir en una masa informe, lo que antes formaba parte del cerebro del paciente.

A Freeman parecía que le encantaba hacer semejante barbaridad. Desde finales de los años treinta y la década de los cincuenta, se dedicó con pasión a lobotomizar a todo enfermo mental que se cruzara en su camino, por todos los Estados Unidos. Instaló un pequeño quirófano en su propia furgoneta, con la que recorrió muchos centros médicos para enseñar –en vivo y en directo– cómo realizar lobotomías a muchos médicos. Parecía que el procedimiento era la solución perfecta para todo tipo de males psiquiátricos. Total, que la fiebre lobotomizadora hizo que cientos de personas se convirtieran prácticamente en zombis –eso sí, ya sin impulsos violentos o suicidas, claro– casi sin estudiar previamente los casos y en condiciones pésimas. La llegada de los modernos psicofármacos logró poner fin a aquella época de tortura quirúrgica, pero los ecos de esos años de brutalidad generada para conseguir «mejores personas», llegan todavía a nosotros a través de imágenes como la de Freeman y el picahielos.