Pere de Son Gall, ¿inventor del autogiro?

Versión reducida del artículo que publiqué en la revista Historia de Iberia Vieja en su edición del mes de marzo de 2012.

Recuerdo la casa, en el campo llano de Llucmajor, al sudeste mallorquín, con su portal de arco de medio punto, de piedra arenisca, y los muros de pedruscos y argamasa. Delante, una pared seca, burda, y unas palmeras bajas y anárquicas. Allí era donde Pere Sastre Obrador construyó su fantástico aparato volador, el «Cometagiroavión», que se elevó, rugiente, sobre el almendral. En Son Gall todavía quedan ruedas, unos motores herrumbrosos, aspas, tubos de hierro, un flotador carcomido. Se pudre allí, entre el polvo y el nervioso correteo de las ratas.

Fragmento de un artículo de Baltasar Porcel publicado en La Vanguardia el 28 de junio de 1967.

El destino de los inventores solitarios

Existen por doquier, aparecen mencionados fugazmente aquí y allá, casi todas las ciudades o pueblos han contado con uno. Su recuerdo apenas logra mantenerse en la memoria de algún anciano, por lo general en forma de burla graciosa o en amarillentos recortes de prensa. Pero ahí están, siguen existiendo, aunque su destino seguirá siendo tan oscuro como siempre lo ha sido. Me estoy refiriendo a ese entrañable tipo de inventores que nunca llegaron a encontrar fama y fortuna, muchos ni siquiera lograron construir nada realmente revolucionario, pero su tenacidad e insistencia les convierte en un tipo humano muy especial que ha alimentado incluso páginas novelescas.

Pero los inventores solitarios, esos en cuya obsesión dedicaron esfuerzos singulares y quemaron sus vidas persiguiendo quiméricos proyectos, pueden dividirse en muchas clases. Ahí están ingeniosos embaucadores, tan abundantes en ciertas épocas, capaces de vender cosas imposibles. También aparecen en gran cantidad los supuestos sabios que, tras dedicar décadas de inmensos esfuerzos, lanzan al mundo teorías científicas con las que pretenden haber desafiado a la “ciencia oficial”. En este último caso son los que combaten contra Albert Einstein toda una especie aparte, claro que todavía ninguno ha podido ganar semejante duelo contra el genio de la física.

Y, luego, están los espíritus atormentados por una máquina, que son capaces de dar su vida por ella sin llegar a nada. Algunos eran verdaderos genios que se encontraron en situaciones completamente desfavorables que les impidieron desarrollar todo su potencial. Otros bordearon la locura, convirtiéndose en objeto de la burla de sus paisanos. Recuerdo con especial cariño un caso muy cercano a mí, alguien a quien no pude conocer personalmente pero que dejó cierto eco en la memoria de las gentes que fueron sus vecinos en Guardo, mi pueblo. Se trataba de José Luis Fuente del Blanco, a quien apodaban “el loco” o “el inventor”, sobre el que la edición palentina de El Norte de Castilla mencionaba lo que sigue a cuento de su fallecimiento, el 1 de enero de 2009:

Mecánico jubilado (…) dedicó la mayor parte de su vida a inventar artilugios con los que facilitar la vida diaria, aunque la mayor parte de sus creaciones nunca llegaron a tener una verdadera aplicación práctica. Poco dado a registrar sus inventos, entre los pocos que llegó a patentar figura un microscopio que utilizaba la luz del sol a través de un juego de lentes para realizar las mismas funciones que un microscopio de laboratorio. Orgulloso de sus creaciones, se mostraba especialmente satisfecho de la creación de una mochila voladora, con la que aseguraba haber cruzado por los aires el río Carrión, aunque también manifestaba con cierto pesar que los norteamericanos le copiaron el diseño. Fruto de su larga trayectoria como inventor consiguió una importante lista de creaciones como el bolígrafo linterna, especial para los agentes de Tráfico que deben imponer sus multas durante la noche; las gafas luminosas, que acompañadas de dos pequeñas bombillas que creaban un campo de visión eran ideales para la lectura nocturna o en ambientes oscuros; el bolígrafo pistola, pensado como método de defensa personal; o el bolso antirrobos, cuya parte inferior se pegaba a superficies lisas como una ventosa.

El sueño frustrado de Pere de Son Gall

El caso de Luis “el loco” me sirve como ejemplo clásico del inventor maldito, con cierto toque paranoico, que dedica con pasión su vida a la invención si llegar a nada. Casos así hay montones, pero hay uno que, a mi entender, sobresale entre todos ellos por su ingenio y audacia, aunque también por su triste destino.

Baltasar Porcel menciona en el artículo que me sirve para abrir estas letras que el bueno de Pere terminó sus días en la oscuridad de su propia fantasía, olvidado y ridiculizado, aunque andando el tiempo su figura ha encontrado cierto predicamento entre sus vecinos. Suele ser este el destino del inventor maldito, haya éste conseguido algo memorable o simplemente se tratara de un diletante, su final es oscuro. No está en mi deseo intentar valorar si lo que pretendía Pere era real o sólo un sueño, porque lo que me parece más atractivo es su propia figura. Luchó contra gigantes y perdió todas las batallas, pero continuó empecinado con su idea hasta que ésta terminó por consumirle.

La historia nos cuenta que el autogiro, como aeronave de ala giratoria que vuela como un avión pero que gracias a su ala a modo de rotor le permite ciertos comportamientos como los de un helicóptero, fue inventado por el ingeniero murciano Juan de la Cierva. Es más, el impacto que tuvo este ingenio en su época fue tal, que ha quedado grabado a fuego en la memoria nacional como el invento español por excelencia, al que suele seguir la fregona, como apostilla jocosa pero igualmente genial.

Así que, sin duda, el aparato que voló por primera vez en 1923 bajo el nombre de autogiro fue obra de Juan de la Cierva. ¿O no fue así? Si hubiéramos preguntado a Pere, a buen seguro que nos hubiera gritado un sonoro ¡no!

Pere Sastre Obrador, que vino al mundo en 1895 y lo abandonó en 1965, era conocido en su tierra como Pere de Son Gall, por el nombre de la propiedad familiar que poseía en el pueblo mallorquín de Llucmajor. Pere era un hombre inquieto, siempre hambriento de conocimiento que soñó con ser piloto, ingeniero, mecánico y mil cosas más, pero que nunca llegó a cumplir ninguno de esos deseos al tener que dedicar sus esfuerzos a trabajar en sus explotaciones agrícolas para mantener a su madre y a su hermana, pues su padre había fallecido siendo él muy joven.

Entre sus obligaciones diarias siempre encontraba un hueco para estudiar, por su cuenta, todo tipo de ramas del saber. Su predilección por las matemáticas y la ingeniería le hacían ser un devorador de periódicos, revistas y libros técnicos. De la teoría pasó pronto a la acción y apenas cumplidos veinte años empezó a comprar piezas mecánicas para armar artilugios de todo tipo. Y, así, llegamos al núcleo de la polémica con el autogiro. Su mayor deseo consistía en construir aviones o, más bien, lo que él consideraba una evolución muy mejorada de los aviones de su época. Su máquina soñada, el cometagiroavión, era capaz, al menos en teoría, de elevarse o de aterrizar verticalmente gracias al gran rotor con que estaba diseñado. Además, al igual que un helicóptero actual, podría mantenerse prácticamente estático en el aire. Desaparecía así la necesidad de pistas para despegar o aterrizar y, además, una nave así podría atender emergencias en cualquier lugar, adelantándose en muchos años al reinado de los helicópteros como ambulancias aéreas o en labores de rescate. Bien, tenía ya Pere la idea completamente formada en la cabeza y, también, en una serie de planos que él mismo había dibujado. ¿Qué le faltaba? Dinero, por supuesto, porque su economía le daba para montar pequeños artefactos, pero ni de lejos tenía una economía tan potente como para pensar en construir todo un avión.

Y, he aquí que la mejor forma que se le ocurrió a Pere para conseguir financiación fue la de enviar una petición formal de ayuda a Juan de la Cierva y Peñafiel, un importante político de su época que se encargó de diversos ministerios, como el de Guerra o el de Fomento, durante el reinado de Alfonso XIII. Pere pensó, posiblemente con exceso de confianza y de ingenuidad, que aquel hombre de estado entendería a la primera la utilidad de su invención y le facilitaría todos los medios necesarios para llevar a cabo su sueño. El ministro, ante tan singular petición, solicitó al inventor detalles y planos sobre el ingenio, a lo que Pere respondió remitiendo el material. Nada más se supo, a excepción de cierto aviso burocrático, seco y breve, en el que se afirmaba que la máquina carecía de interés.

Ay, todo aquello pudo quedar así, en un simple sueño de juventud y poco más, algo típico del inventor solitario que sin medios lucha contra su precaria situación para intentar ir más allá del pensamiento y pasar a la acción. Pero no, esta historia se convierte en algo un tanto surrealista cuando, precisamente el hijo del ministro que recibió los planos, el mismísimo Juan de la Cierva, presentó ante el mundo pocos años después su flamante autogiro, convirtiéndose en personaje célebre. ¿Qué pensó Pere en ese momento? Me puedo imaginar que nada bueno. Ahí comenzó la épica historia de Pere de Son Gall luchando contra quienes, según él, le habían robado su invento. El ingenio de Pere tenía más en común con los helicópteros que con el autogiro, que necesitaba una carrera corta para despegar, y muy posiblemente no hubiera nada en común en la gestación de ambos aparatos pero la casualidad hizo que el cruce de documentos hiciera pensar al inventor mallorquín en todo un plagio y nadie le pudo quitar la idea de la cabeza.

Al no conseguir ningún tipo de apoyo económico para construir su aparato, y así demostrar que él había sido el verdadero padre del ingenio volante, decidió pasar a la acción y convertir su obsesión en algo físico. Así, dedicó los pocos dineros con que contaba, junto con lo que fue logrando vendiendo algunas de sus fincas, a montar sucesivos prototipos dotados de motores de motocicleta y, posteriormente, con un motor de avión. Viajó por Europa intentando encontrar las piezas adecuadas e incluso lanzó una campaña publicitarias por los pueblos cercanos a Llucmajor para conseguir apoyos. Además, cobraba una pequeña cantidad a todo el que se asomaba a su propiedad para ver la máquina, todo con la intención de mejorar su prototipo, una máquina que, manejada a distancia, podía elevarse unos cuantos metros del suelo en medio de un gran estruendo.

Pero finalmente nada pudo lograr, su máquina no avanzaba y el tiempo fue pasando. Llegó la era de los helicópteros y de los reactores, a nadie le interesaba ya un inventor “loco” como Pere de Son Gall, que terminó por encerrarse en sí mismo, añorando con oscuro dolor la época en la que había soñado con revolucionar el mundo. Una idea a la que dedicó toda su vida y su hacienda, e incluso los veinte mil duros que había logrado ganar a la lotería en 1946, como bien recordó Baltasar Porcel, un golpe de suerte que no pasó de ahí, después de gastar mucho dinero en juegos de azar con los que esperó conseguir lo suficiente como para construir un gran cometagiroavión.