Los Álvarez, de Asturias a los confines del universo

Versión reducida del artículo que publiqué en la revista Historia de Iberia Vieja en su edición del mes de diciembre de 2011.

Lo que pretendo abarcar con este artículo no puede contenerse en unas pocas páginas, es más, daría como para escribir varios libros, apasionantes todos ellos. ¡Y simplemente se trata de narrar las vidas de algunos miembros de una sola familia! No se trata de una familia de reyes ni de una saga de políticos o de millonarios, no hay conspiraciones ni grandes escándalos, nada de eso, lo que encontraremos en la familia Álvarez es audacia, aventura, pasión, ciencia y arte. He aquí un breve esbozo de una gran historia que hinca sus raíces en la Asturias de mediados del siglo XIX y llega hasta nuestros días, donde se mezcla la medicina, la física, el fin de los dinosaurios y el arte contemporáneo.

6 de agosto de 1945

Esta fecha está marcada con fuego en la historia de la humanidad. Sobre Hiroshima una fortaleza volante B-29 del ejército de los Estados Unidos dio comienzo a una nueva era, con un siniestro destello en el horizonte que convirtió en un instante toda la ciudad en ruinas. Volando en formación con el Enola Gay, el avión que dejó caer la bomba sobre Hiroshima, aparecía otro B-29. Se trataba de la fortaleza volante The Great Artiste. Este avión participó tanto en el bombardeo atómico de Hiroshima como en el de Nagasaki del 9 de agosto del mismo año, pero suele ser un gran desconocido. ¿Cuál era su función?

Como parte del Proyecto Alberta, dentro del gigantesco Proyecto Manhattan, el The Great Artiste formaba parte de todo el esfuerzo bélico por “empaquetar” las bombas atómicas y arrojarlas sobre Japón. Dicho de otro modo, teniendo ya la bomba, había que pensar en cómo enviarlas sobre un objetivo determinado y, a la vez, monitorizar los resultados. Una de las tareas fundamentales asignadas al Proyecto Alberta consistía en crear todos los instrumentos capaces de verificar la potencia destructiva de las bombas y, a la vez, medir diversos parámetros físicos en el ambiente local a lo largo de todo el proceso.

B29
Luis Walter Álvarez frente al B-29 The Great Artiste en 1945. Imagen: Lawrence Berkeley Laboratory.

Aquel 6 de agosto de 1945, la tripulación del The Great Artiste asistió atónita a un espectáculo siniestro y único. La letal carga que segundos antes había caído del Enola Gay se convirtió en una cegadora estrella que, al poco, se transformó en una gigantesca nube en forma de hongo. Y, allí, en las entrañas de la fortaleza volante, registrando cada detalle, observando los datos que llegaban por radio desde los sensores lanzados en paracaídas y en los instrumentos instalados en el avión, los sentidos de Luis Walter Álvarez se agudizaban ante el momento histórico.

De Asturias a Hawai

Luis Walter Álvarez, el científico al cargo de los instrumentos que registraron todos los detalles de la explosión atómica sobre Hiroshima, científico genial, polifacético e inclasificable donde los haya, era nieto de un médico de genio singular, Luis Fernández Álvarez.

¿He escrito Fernández? Realmente esta debía ser la historia de los Fernández, pero he aquí que la costumbre anglosajona de «olvidarse» del primer apellido hizo que tanto Luis como sus hijos perdieran definitivamente este apellido para favorecer el segundo, Álvarez. Y esto es así porque toda la carrera de aquel notable e ingenioso médico asturiano se desarrolló a medio camino entre Hawai y la costa oeste de los Estados Unidos. Luis F. Álvarez llegó al mundo el 1 de abril de 1853 en La Puerta, parroquia de Mallecina, en el asturiano concejo de Salas. Desde ese momento, y hasta su fallecimiento el 24 de mayo de 1937 al otro lado del Atlántico, pudo disfrutar de una vida repleta de acción, digna de ser recordada e incluso novelada.

Luis llegó a hacer toda una fortuna con diversos negocios de compraventa de terrenos en Hawai, además de sus inversiones en industria tabaquera y minería, pero que nadie crea que lo tuvo nada fácil para llegar a contar con esa desahogada posición económica. De hecho, al nacer, su familia vivía en condiciones de pobreza extrema. Era el tercer hijo de un humilde matrimonio, su madre falleció cuando él apenas contaba con cuatro años de edad y su padre, pobre de solemnidad, tuvo que emigrar a Madrid, logrando encontrar acomodo como bodeguero al servicio del infante Francisco de Paula de Borbón. El cambio de aires parecía prometedor. Tanto Luis como su hermano Celestino pudieron entrar en la Escuela Real gracias a que su padre trabajaba para el infante, pero la suerte no duró demasiado. Estando el padre de familia en San Sebastián, acompañando al infante en su acostumbrado veraneo, sufrió un accidente mortal. El mundo se volvió oscuro para Luis y Celestino, no pudieron continuar en la escuela y tuvieron que regresar a Asturias, nuevamente a las penurias. Solo parecía quedar un camino y, así, los dos hermanos dieron el salto a Cuba.

Y, he aquí que el haber aprendido a leer perfectamente en la Escuela Real le sirvió a Luis para encontrar trabajo en una fábrica de tabacos como lector encargado de animar al resto de trabajadores con lecturas en voz alta de todo tipo de libros. Ser lector en una fábrica de tabacos fue para él una experiencia enriquecedora. Pudo elegir las lecturas que más le atraían, disfrutando como un niño de novelas de aventuras y clásicos. Pero claro, ¡es que era un niño! Había emigrado a Cuba con trece años pero ya era todo un hombre curtido en mil desgracias, por ello no extrañará que al oír hablar de las oportunidades que se abrían más al norte, en los Estados Unidos, decidiera cambiar nuevamente de aires. Tras un breve paso por Florida, pasó a vivir a Nueva York, donde ya era por entonces conocido como Luis F. Álvarez, dejando atrás su primer apellido.

Hacia 1878 se encontraba trabajando Luis como comerciante en Minnesota, fue entonces cuando contrajo matrimonio con Clementine Setza, de origen alemán. Muy bien podría haberse quedado con su esposa en el corazón de los Estados Unidos, no le iba nada mal, pero el siempre inquieto Luis afrontó el reto de viajar al lejano oeste. Llegó a California y, con sus ahorros y un gran olfato para los negocios, tuvo el ánimo de iniciar fructíferos tratos inmobiliarios y, a la vez, estudiar medicina en el Cooper Medical College de San Francisco. Durante un tiempo ejerció la medicina en aquella ciudad, pero no tuvo demasiado éxito. Bien, hay que reconocerlo, tampoco le iba mal, pero Luis aspiraba a ir más allá todavía. ¿Qué le quedaba si miraba hacia el oeste nuevamente? Nada más que un gigantesco océano y unas islas apenas conocidas por entonces. Allá se fue a vivir, a Hawai, que en nada se parecía al actual paraíso de vacaciones en que se ha convertido. Es más, por entonces era un reino y todavía no formaba parte de los Estados Unidos.

Casi dos décadas pasó en Hawai, donde nacieron sus cinco hijos y el lugar en el que tuvo el honor de ser médico de la familia real de las islas y, ya de paso, pudo aumentar su fortuna gracia a su labor como empresario inmobiliario. Llegados a la última década del siglo XIX recibió un encargo muy especial del gobierno de Hawai. Nuevamente, si aquello hubiera caído en manos de alguien más convencional, posiblemente hubiera rechazado la oferta. Pero, por el contrario, Luis aceptó con ilusión. No se trataba de un gran negocio, ni siquiera parecía un encargo muy agradable. Era un reto peligroso, a saber, trabajar en las leproserías para intentar afrontar de algún modo el grave problema de la lepra. Para lograr aquel objetivo, viajó nuevamente a los Estados Unidos, para estudiar novísimas técnicas bacteriológicas en la Universidad Johns Hopkins, un esfuerzo que costeó con su propio dinero. Fruto de su duro trabajo en laboratorio y, posteriormente, en las leproserías de Hawai, fue su revolucionario método de diagnóstico de la lepra, un método de detección de la enfermedad que ha mantenido su importancia durante décadas y que ha salvado miles de vidas. También desarrolló diversos métodos terapéuticos para la enfermedad y, no contento con mantenerse en el laboratorio, trabajó al cabo de la calle con los lugareños, tratando a los leprosos él mismo, e incluso aprendió dialectos locales para sentirse más próximo a sus pacientes. Luis regresó en 1906 a California, donde se convirtió en un reputado médico en Los Ángeles. Durante muchos años fue, además, Cónsul honorario de España en aquella ciudad.

Ciertamente, una vida apasionante, ¿no es así? Lo es, pero esto no fue más que el inicio de la aventura para los Álvarez.

Arte y medicina

Son recordados especialmente dos de los hijos de Luis F. Álvarez. Su hija más joven, Mabel, nacida en 1891 y que llegó a vivir 93 años, fue una pintora californiana de excelsa reputación. Sus obras son hoy muy codiciadas.

Igualmente logró gran reputación, en esta ocasión como médico y divulgador, Walter Clement Álvarez. Este inquieto galeno, que nació en 1884, fue muy conocido en todo el mundo a mediados del siglo XX sobre todo gracias a sus columnas diarias en prensa, en las que escribía con un estilo directo y didáctico sobre salud y ciencia. Son también muy recordados sus libros divulgativos. Llegó a ser profesor de medicina e investigador médico en la Universidad de Minnesota, además de destacado médico de la Clínica Mayo de Rochester. Con su hijo, Luis Walter Álvarez, cierro el círculo abierto en Hiroshima. Luis Walter era alguien de otro mundo, y no solo por sus intereses científicos, que tantas veces eran inclasificables, sino porque literalmente solía tener la cabeza más allá de la Tierra, escudriñando los secretos de la materia. Llegó al mundo en San Francisco el 13 de junio de 1911 y, hasta su muerte en 1988, abarcó una innumerable cantidad de intereses. Todo le hacía soñar y, habiendo crecido en un ambiente en el que la investigación era vista como algo fundamental, pudo exprimir hasta el límite de sus fuerzas su propio talento.

Luis Walter Álvarez no sólo fue el encargado de registrar todos los detalles del bombardeo nuclear sobre Hiroshima, también se encargó del diseño del detonador de la bomba de plutonio que fue arrojada sobre Nagasaki, un ingenio de endiablada complejidad. Doctorado en física en Chicago en 1936, pasó a trabajar en la UC Berkeley, donde pasó toda su vida profesional. En 1968 fue galardonado con el Premio Nobel de física por sus aportaciones en física de partículas elementales, empleando la cámara de burbujas y por el desarrollo de técnicas para el análisis masivo de datos. Ah, pero eso no es nada, porque también logró más de treinta patentes sobre todo tipo de tecnología, desde sistemas de radar hasta aceleradores lineales de partículas para producir haces de protones de gran intensidad. Y, además, fue codescubridor del tritio, isótopo del hidrógeno y desarrolló mil y una ideas curiosas, como un método para “radiografiar” las pirámides de Egipto en busca de cámaras secretas.

Los Álvarez y el final de los dinosaurios

No acaba con Luis Walter Álvarez la saga de científicos sobresalientes que partió de Asturias a mediados del siglo XIX. Llegados a los años ochenta del siglo pasado la investigación pasó a ser algo de familia, en el sentido estricto de la palabra. Luis Walter se “asoció” con su hijo Walter Álvarez, nacido en 1940 y reputado geólogo, profesor de la UC Berkeley. De aquella asociación nació una de las teorías más célebres de los últimos tiempos, a saber, que la desaparición de los dinosaurios fue producida por el impacto de un gran cuerpo celeste, un asteroide, sobre nuestro planeta. El “invierno nuclear” consecuente a ese impacto hizo que la edad de los dinosaurios finalizara hace 65 millones de años.

La conocida como Hipótesis Álvarez plantea que a lo largo de la historia geológica de la Tierra se han sucedido diversos encuentros con asteroides o cometas que han sido los causantes de extinciones masivas de la vida en nuestro mundo. En concreto, la extinción masiva del Cretácico-Terciario, conocida popularmente por ser el final de los dinosaurios, parece encontrar apoyo contundente en los rastros de materiales peculiares presentes en estratos geológicos de aquella época, en lo que se conoce como límite K/T. Los Álvarez, padre e hijo, el físico y el geólogo, anunciaron a principios de los años ochenta que el análisis de esos materiales indicaba la presencia de una alta concentración de iridio, sólo explicable si un gigantesco meteorito hubiera chocado con la Tierra en la época en la que los dinosaurios desaparecieron. Las muestras de iridio en ese estrato geológico han sido localizadas posteriormente a lo largo de todo el planeta por diversos científicos. Esto, junto con el descubrimiento del cráter Chicxulub en Yucatán hizo que la Hipótesis Álvarez fuera conocida por el gran público.

Por cierto, y antes de cerrar este artículo, quiero recomendar un libro muy especial. Se trata de La saga de los Álvarez, obra de Carlos Rodríguez, publicado en Oviedo por Cajastur en el año 2004. No es sencillo de encontrar, pero merece la pena repasar sus apasionantes páginas.