
Versión para TecOb del artículo que publiqué en la revista Historia de Iberia Vieja en su edición de octubre de 2018.
La prensa española y la francesa se han ocupado recientemente de un nuevo aparato que su autor, el notable Ingeniero español, Sr. Torres Quevedo, llama telekino. (…) El objeto del telekino es el de dirigir a distancia la marcha de una máquina cualquiera empleando a este fin las ondas hertzianas de telegrafía sin hilos. (…) En cuanto a las aplicaciones del telekino, son realmente importantísimas y transcendentales. Las principales son: la dirección de las máquinas industriales con ventaja sobre los servomotores, el lanzamiento de los torpedos submarinos, el envió de un cable de salvamento a un barco próximo a naufragar sin que sean precisos tripulantes, la dirección de los buques, maniobrando a este efecto el telekino sobre el timón y, por último, la dirección de globos aerostáticos, que será́ seguramente la aplicación más transcendental del telekino.
Mención sobre el telekino de Torres Quevedo realizada por Juan Rizzo, Revista Electrón, número 233, de 20 de diciembre de 1903.
Al acercarnos con nuestro automóvil a la cochera, pulsamos el botón de un mando-llavero, una acción que se abre el portón del garaje, sin tener que hacer nada más. Nos aburre un canal de televisión y, acto seguido, picamos un número tras otro en el mando a distancia buscando algo más interesante (por lo general, tras un rato muy largo, no aparece nada de interés). Los aparatos de control a distancia nos acompañan en la vida diaria desde hace ya muchos años y no nos damos cuenta de que están ahí. Algunos actúan por medio de radiofrecuencias, otros a través de rayos infrarrojos, o incluso gracias a una conexión a Internet. Los hay en las casas, industrias, sensores, vehículos, aviones, barcos… no hay lugar en el que no podamos encontrar algún tipo de mando a distancia.
El poder controlar una máquina o vehículo a distancia, sin tener que llevar a cabo la correspondiente acción por nosotros mismos, siempre fue un sueño que acompañó al ser humano (y no sólo por ser algo práctico, sino sobre todo por comodidad). El caso es que Nikola Tesla, el genial padre de la tecnología de corriente eléctrica alterna, que es la que alimenta al mundo moderno, había experimentado de forma muy sencilla con el control a distancia (radiocontrol) de un pequeño modelo de barco en Nueva York allá por 1898. Algunos testigos pensaron que aquello se trataba de magia, ¡no existía ni siquiera un cable entre el modelo radiocontrolado y los mandos! Tesla quiso vender su idea a los militares para el control a distancia de torpedos, pero no encontró interés por su parte. La llegada de la Primera Guerra Mundial les hizo cambiar de idea.

Fue una decepción, sin duda, pero el bueno de don Leonardo, polifacético y siempre inquieto, tenía muchos frentes abiertos con los que continuar con su labor inventiva. El genial ingeniero cántabro Leonardo Torres Quevedo (1852-1936) destacó internacionalmente por sus aportaciones a la navegación aérea con el diseño de nuevos tipos de dirigibles, como también en el campo de la ingeniería civil con sus transbordadores, funiculares y teleféricos (su obra maestra, el Spanish Aerocar, sigue haciendo disfrutar a muchos turistas cada año atravesando las cataratas del Niágara, tras más de un siglo de funcionamiento sin un solo incidente de mención). Torres Quevedo también fue un pionero de la cibernética y la automática, diseñando y construyendo avanzadas máquinas analógicas de cálculo, como su célebre ingenio ajedrecista, así como asombrosos computadores electromecánicos. Poco antes de cumplir 84 años de edad fallece en Madrid, pasando el deceso prácticamente desapercibido porque España se encontraba en ese entonces, diciembre de 1936, metida de lleno en la horrible Guerra Civil. Sin embargo, fuera de nuestras fronteras, el hecho tuvo cierto eco, porque Torres Quevedo había logrado a lo largo de su vida ser un ingeniero muy conocido en muchos ámbitos en diversos países.

Fue un inventor sin par, por todo lo descrito ya y más, porque las patentes de Torres Quevedo nos muestran un hombre inquieto que exploró infinidad de campos, desde las máquinas de cálculo hasta ingenios para mejorar la vida de los profesores (se le considera inventor del precursor del puntero láser, ahí es nada). Sin ánimo de exagerar, estamos ante uno de los más grandes genios de la historia de nuestra tecnología. Comprendida la importancia del ingeniero, vayamos de nuevo a las pruebas del telekino, que asombraron a todos los presentes. El ingenio venía a ser similar a un sistema de radiocontrol actual, salvando las lógicas distancias. Un bote o pequeño navío había sido modificado para albergar un receptor de señales de radio que, por medios electromecánicos, accionaba un servomotor que controlaba la dirección del timón y la propulsión, sin necesidad de contar con ningún tipo de control humano. Los juegos de electroimanes, brazos articulados, palancas y engranajes de ese servomotor (y también del distribuidor que permitía gobernar varios aparatos diferentes) eran toda una obra maestra, a modo de “robot” controlado a distancia. Y, precisamente, ese control se llevaba a cabo gracias a un juego de transmisor-receptor por radio que, por medio de un lenguaje de señales, permitía controlar la nave a gusto del operador, así como también permitía un modo que podría asemejarse a un “piloto automático”.
Todo el conjunto estaba pensado para funcionar de forma asombrosamente precisa, nada que ver con todas las anteriores experiencias llevadas a cabo en otros lugares. Nos encontramos ante una tecnología que iba muy por delante de cualquier otro competidor en el campo del control a distancia por señales de radio. Tal como se menciona en La energía eléctrica, edición del 10 de diciembre de 1905, lo resultados eran impresionantes para tratarse de una compleja tecnología recién nacida:
Realizadas en Bilbao nuevas pruebas parciales y generales de carácter privado, y de acuerdo la Comisión con el inventor del telekino, se convino en realizar las públicas en la tarde del 7 de noviembre. Consistieron estas en dar al bote eléctrico Vizcaya, en el que se instaló́ el telekino, una dirección determinada hasta el centro de la desembocadura de la ría; hacerle virar hacia Algorta; pararse; marchar hacia atrás; obligarle, en una palabra, a obedecer, con regularidad y precisión, las indicaciones de marcha que se les transmitían desde la estación transmisora, instalada en la terraza del Club marítimo del Abra. El éxito fue completo: el bote Vizcaya, a cuyo bordo iban ocho personas, maniobró con precisión matemática, a distancias que pasaron algo de dos kilómetros de la estación transmisora, donde estaba el Sr. Torres Quevedo.