Quevedo y el ataque de la sombra

QuevedoRecientemente, durante una conversación con un excelso pintor gallego, recordé una anécdota que hacía muchos años dormía entre mis recuerdos de curiosidades. Todo surgió porque alguno de los presentes mencionó cierta película de estreno sobre Lope de Vega y sus aventuras, a lo que no pude contenerme y solté esta historia sobre otro de los grandes de la literatura española, para diversión de los presentes. Francisco de Quevedo. Desconozco hasta qué punto pudo suceder este episodio tragicómico de la forma en que se ha contado a lo largo de los siglos, cosa a la que, sin duda, contribuyó de buen grado el propio Quevedo, muy gustoso de este tipo de alabanzas.

Camina don Francisco por las oscuras calles de Madrid cierta noche, a la altura de la Plaza del Ángel cuando algo alerta su sentido de la amezana. Con fuerza toma la empuñadura de su espada, en previsión de la presencia de algún enemigo, cosa nada rara pues Quevedo era famoso por sus muchos líos y su querencia por los duelos. Los perros ladran nerviosos, algunos viandantes gritan y corren, pero en la negrura nocturna no se adivinaba la presencia de nada realmente peligroso. En guardia, percibiendo a su espalda unos pasos extraños, grita y amenaza a su atacante, pero éste no cede el paso y salta sobre el genio de las letras que, lleno de furia, comienza a blandir al aire y completamente a ciegas su espada. Quiso la fortuna que, en uno de esos lances, el afilado metal topara con algo. ¡Ahí se encontraba su perseguidor! Sin prevención alguna, soltó estocada tras estocada sobre el oscuro bulto que no dejaba de gemir lastimeramente.

Triunfante el escritor, convencido de haber dado muerte a alguno de sus rivales en algún turbio asunto político o amoroso, grita su júbilo a los cuatro vientos. Ante esta escena se presentaron muchos vecinos, llevando antorchas para iluminar la calle que, para sorpresa del espadachín, es muy diferente a lo que había imaginado. La luz desveló que, en realidad, el enemigo era una peligrosa pantera salvaje que había escapado poco tiempo antes de las estancias de un embajador, que mantenía al animal como diversión personal y que, tras su fuga, había atemorizado a todo Madrid. Al ver a la infortunada bestia, sangrante y sin vida tendida en el suelo, comentó el héroe que, de haber sabido que el atacante era un animal, seguramente hubiera corrido a esconderse en lugar de afrontar lo que, tal y como pensó desde el primer momento, era el ataque de uno de sus adversarios.