Homenaje a Einstein

Estamos en el año del Quijote, eso seguro que lo sabe casi todo el mundo por estos parajes, pero poca gente sabe que, también, es el año de la física porque hace un siglo un chaval con la cabeza muy bien amueblada inició una revolución en nuestro mundo que todavía dura.

Así que, en tiempos quijotescos, vaya aquí mi pequeño homenaje hacia el maestro, Albert Einstein, en forma de artículo olvidado que duerme hace tiempo en uno de los cajones de mi archivos de papeles:
(Lo escribí en 2004 pensando que el «año de la física» iba a ser más movidito, pero como todos pueden ver casi nadie le hace caso a los temas científicos).

El legado de Einstein: cien años revolucionando el mundo

La condición de físico teórico es poco envidiable porque la naturaleza, o más concretamente la experimentación, resulta ser un juez inexorable de su trabajo. Y además un juez poco amistoso. Nunca da un «sí» inequívoco a una teoría. En los casos más favorables dice «quizá»; en el resto, que es la gran mayoría, responde con un lacónico «no». Si un experimento está de acuerdo con una teoría, ésta recibe un «quizá»; si el experimento no está de acuerdo significa «no». Lo más probable es que todas las teorías reciban con el tiempo su «no»; la mayoría de ellas, apenas acabadas de concebir.

Albert Einstein, 1922


La vida del genio

Se cumplen ahora cien años de una revolución científica que cambió para siempre la historia de la humanidad, un cambio radical en nuestra forma de entender el universo, protagonizada por un, en aquel entonces, desconocido joven, Albert Einstein. En el tramo final del siglo XIX muchos científicos creyeron que la ciencia estaba llegando a su fin, cercana ya a consolidar los últimos detalles de su edificio de sabiduría. La física construida a partir de Newton ofrecía una imagen del universo como la de un reloj de funcionamiento impecable, cuyo más íntimo mecanismo podría ser accesible a la mente humana. Sólo restaba conocer las últimas piezas de la gran máquina cósmica. Aquella sensación de victoria se resumía en un estado de ánimo fundamental: ya no quedaba nada importante que descubrir en el mundo de la física. La arrogancia humana sufrió en poco tiempo un serio contratiempo. Algunos experimentos con radiaciones habían puesto de manifiesto que las cosas estaban lejos de haber sido clarificadas. El siglo XX, recién nacido, contempló una nueva revolución científica, la más radical de las hasta entonces contempladas. Todo el edificio del saber que los científicos decimonónicos creyeron a punto de concluir, se tambaleó. La revolución llegó de la mano de una nueva forma de explicar la realidad. La mecánica cuántica y la relatividad fueron las teorías que cambiaron el mundo. En aquella época de cambios una mente brilló con luz propia por encima de todas: se trataba de Albert Einstein. Pocas veces en la historia se puede afirmar que los pensamientos de un hombre solitario, incluso insignificante, han podido dar la vuelta a toda una época. Einstein lo consiguió, incluso sin proponérselo.

La imagen más típica que se suele tener del genio alemán es la que mostró en su época de madurez. Un hombrecillo de cabellera desordenada, vestimenta caótica y expresión afable. Albert Einstein nació el 14 de marzo de 1879. No se trató de un bebé especialmente atractivo, todo lo contrario, pues llegó a la vida con la cabeza algo deforme y un cuerpo excesivamente grueso. Poco tiempo habitó Albert en su ciudad natal, Ulm, pues su padre, Hermann, se trasladó con toda la familia a Munich por consejo de su hermano Jakob, pasado sólo un año. Los dos hermanos iniciaron en la nueva ciudad un negocio relacionado con instalaciones de gas y agua, aunque en la mente de Jakob no estaba el ser un simple mecánico de por vida, pues como ingeniero que era deseaba por encima de todo dedicarse a algo muy nuevo, la industria de la electricidad. Por aquella época Édison era aclamado en todo el planeta por sus inventos, habiéndose instalado en los Estados Unidos la primera calle iluminada con las fantásticas bombillas eléctricas el mismo año en que Albert nació. Los hermanos Einstein entraron de lleno en el mercado eléctrico, sobre todo con algunos inventos propios como un nuevo tipo de dinamo. En aquel creativo ambiente, viviendo en una agradable casa a las afueras de Munich, se desarrolló la primera infancia del joven Alfred. También allí nació su hermana, Marie, a la que siempre estuvo muy unido. ¿Mostraba ya desde la más tierna infancia signos de genialidad? Sobre la vida de Einstein corren desde hace décadas tópicos poco acertados. Uno de ellos nos dice que fue un niño de aprendizaje tardío, que sólo comenzó a hablar a partir de los tres años. La realidad es algo distinta. Cierto es que no desarrolló el habla de forma excepcionalmente rápida pero, como puede leerse en algunas cartas de su abuela, ya se expresaba de forma curiosa y divertida desde los dos años de edad. Otro tópico incierto es el que afirma el fracaso que tuvo en el colegio. Nada más lejos de la realidad pues, sin ser algo excepcional, siempre fue un alumno de lo más aplicado, obteniendo grandes calificaciones en su formación de primaria.

Su padre y su tío, los apasionados de todas las máquinas y ciencias modernas, infundieron en el joven Albert el amor por el conocimiento, sobre todo por las matemáticas. Por problemas familiares y económicos el padre del genio no pudo recibir una educación lo suficientemente adecuada. Sin embargo, esta laguna la suplió con gran aplicación autodidacta y entusiasmo. Los dos hermanos siempre se encontraban trabajando entre máquinas, a cuál más extraña, en pos de nuevas aplicaciones para la recién nacida industria eléctrica. No es de extrañar que este ambiente despertara la curiosidad del joven Albert por la naturaleza y la ciencia. Eso sí, los problemas con las figuras de autoridad para Einstein se iniciaron muy pronto. Con sólo cinco años arrojó una silla a la institutriz que sus padres habían contratado para que le iniciara en la primera educación. Ella se despidió, incapaz de aguantar al remolino incontrolable que era Albert. La madre de Einstein, Pauline, era la antítesis del padre. Si Hermann se destacaba por su exceso de calma, ella mostraba continuamente un fuerte carácter, a veces demasiado protector, y un amor por la música que supo transmitir a sus hijos, enseñando violín a Albert y piano a Marie. Lo que más le gustaba de niño al padre de la teoría de la relatividad era la soledad, dedicado a resolver complicados juegos, como la construcción de torres con naipes. En un país donde todo lo militar despertaba pasiones, donde el patriotismo e incluso la guerra se tenían como algo heroico y deseable, aquel niño rebelde reaccionaba contra todo ello. Mostraba una fobia absoluta a lo que le recordara algo militar, sobre todo los desfiles, que le horrorizaban. Como toda autoridad impuesta era para él un motivo de desgracia, no debe extrañar que el instituto se convirtiera en una tortura. El espíritu libre einsteniano no encajaba en los centros de rígida enseñanza de la época, sus profesores no le aguantaban, sobre todo por su carácter afable, alegre y sus impertinentes preguntas, en un ambiente donde había que estar callado y muy serio. ¿Qué era eso de reírse y preguntar el porqué de las cosas? A las mentes cuadriculadas del profesorado les parecía más un payaso que alguien destinado a realizar algo de provecho en esta vida.

Con el paso de los años las idealistas maquinaciones de su padre y su tío no llegaban a buen fin. Con la intención de mejorar su situación económica, la familia Einstein se trasladó a Italia, donde se dedicaron a la gestión de una fábrica en Pavía, cerca de Milán. Eso hizo que Albert abandonara su odiado instituto y se encerrara aún más en su soledad, recordando con gran odio todo lo proveniente de la belicosa Alemania, decidiendo renunciar a su nacionalidad original. Sin haber terminado sus estudios y viviendo en total libertad, liberado de los yugos autoritarios germanos, vivió sus días más felices. Leía todos los libros que encontraba, escuchaba música y viajaba por el norte de Italia. Una existencia idílica que terminó abruptamente por culpa del más poderoso de los dioses contemporáneos: el dinero. Los negocios de Hermann volvieron a caer en picado así que Albert tuvo que buscar una vía para asegurarse el porvenir. Con gran ilusión decidió presentarse por libre al examen de ingreso para el Politécnico de Zurich. El resultado no pudo ser más desastroso: suspenso.

Tras ese fracaso y aconsejado por el director del Politécnico, preparó el examen en una escuela de la población suiza de Aarau. Einstein, de vuelta a las aulas, esperó encontrarse otra vez con un ambiente opresivo y dictatorial. Pero la enseñanza suiza no se parecía en nada a la alemana. Para sorpresa del nuevo alumno, se respiraba un ambiente de total libertad y amor por el conocimiento, lejos de los dogmatismos intransigentes que había conocido en el Instituto. Fue en esa época durante la que comenzó a preguntarse por la naturaleza del universo, planteándose algunas preguntas que años después serían fundamentales para su pensamiento. ¿Cómo vería una onda de luz alguien que se desplazara a su misma velocidad? Extraña cuestión para un chaval de apenas dieciséis años. Esa pregunta, que obsesionó a Einstein durante años, fue el germen de la teoría especial de la relatividad. Finalmente consiguió entrar en el Politécnico, lugar en el que se encontraría con Mileva Maric, la que se iba a convertir en su primera mujer. Natural de Serbia, con cuatro años más que Albert y además coja desde la infancia, una mujer que en nada gustó a sus padres. Apenas finalizados sus estudios se vio obligado a mantener a su nueva familia con trabajos precarios, que encontraba a duras penas. Su padre se hallaba ya muy enfermo y el dinero escaseaba. En 1902 logró un empleo que, sin ser nada excepcional, sí le proporcionó una mínima estabilidad económica, a la par que mucho tiempo para pensar. Ocurrió poco antes de su boda con Mileva y de la muerte de su padre, entró a trabajar en un lugar que se ha convertido en algo legendario: la Oficina de patentes de Berna. Revisando documentos, trabajando como administrativo, a Einstein le sobraba tiempo para pensar y, de esta forma, llegó el milagroso año de 1905.

Un año milagroso

Una fecha marcada con el rojo más brillante en todas las cronologías de la ciencia. Aquel 1905 Einstein publicó en Anales de Física cuatro artículos fundamentales. A partir de entonces su genialidad fue reconocida y los centros académicos le abrieron las puertas. Se le empezó a comparar con Copérnico, como padre de una nueva revolución científica y, tras confirmarse que su teoría acerca de la curvatura de la luz por la gravedad solar era cierta, durante el eclipse de Sol ocurrido en 1919, se convirtió en celebridad mundial. La fiebre einsteniana llegó a límites nunca vistos ni siquiera por estrellas de rock. Las madres ponían su nombre a sus bebés, todas las ciudades se disputaban su presencia para inaugurar calles a él dedicadas… y todo esto teniendo en cuenta que casi nadie entendía nada de lo que el genio afirmaba. Hasta tal punto esto era así que, en 1921, durante un viaje por el Atlántico, el químico y futuro presidente de Israel Chaim Weizmann afirmó: Einstein me explicaba su teoría cada día; al llegar, yo estaba plenamente convencido de que él la entendía. Es casi inconcebible que en un solo año una persona en solitario, alejada de los centros científicos de vanguardia, lograra el increíble mérito de publicar aquellos tres artículos señeros en la historia de la física. Muchos científicos suspiraran sólo por lograr uno durante su vida. El artículo que explica el efecto fotoeléctrico salió el 18 de marzo y le sirvió para recibir el premio Nobel años después. El que explicó el movimiento browniano se publicó el 11 de mayo y le hizo famoso entre los científicos. Finalmente, el 30 de junio se publicó el que contenía el germen de la teoría de la relatividad y la ecuación más famosa de toda la historia: e = mc2. Además, encontró tiempo para publicar otro artículo adicional y su tesis doctoral.

La fama de Einstein crecía sin medida y universidades de todo el mundo se disputaban su presencia, ofreciéndole toda clase de contratos ventajosos. Finalmente, tras un tiempo en Alemania, fue el nuevo Instituto de Estudios Avanzados situado en Princeton, Estados Unidos, quien obtuvo el «premio» de tener a Albert entre sus miembros. La vida académica sonreía al genio, no así su vida sentimental. Es este el punto más oscuro de su vida, una región casi inexplorada que fue silenciada durante décadas por sus biógrafos para no dañar la imagen preconcebida, fabricada a medida del genio científico. La mente solitaria de Einstein no hizo mucho caso a los asuntos personales, hay quien dice que en las cuestiones emocionales era poco menos que ciego. Muchas de las personas que vivieron con él resultaron afectadas negativamente por su presencia. Einstein abandonó de mala manera a su primer amor, Marie Winteler, cuando empezó a fijarse en Mileva, aunque eso no le impidió que, de vez en cuando, la enviara ropa sucia para que se la lavara.

Mileva cautivó a Albert gracias a su nivel intelectual, habían estudiado juntos y sus conversaciones se centraban en temas científicos. En 1902, antes de haber contraído matrimonio, Mileva dio a luz una hija, Lieserl, que fue rechazada fríamente por el genio. Albert y Mileva nunca volvieron a hablar de aquella hija no deseada, la historia se la tragó y jamás se conoció lo que fue de ella. Con el paso de los años, la relación del matrimonio fue desintegrándose, entre peleas y conflictos, la entrada en escena de otro amor de Einstein como fue su prima Elsa y unos hijos que poco importaban para mantener unido lo imposible: Hans Albert y Eduart. En 1919 llegó el momento para el divorcio y un nuevo matrimonio, esta vez con Elsa, quien lejos de ser un «igual» intelectualmente sí aportó algo que Einstein buscaba hacía mucho, cuidados como los de una madre. Está claro que el verdadero amor de Albert fue la ciencia, pero no se le puede acusar de odio a las mujeres, como algunos han dicho, sino que su forma de relación con cualquier persona siempre pasaba por lo lejano, lo superficial. Einstein, aun con su carácter extraño, defendió siempre por encima de todo los derechos humanos, luchando contra las guerras y la opresión totalitaria. Es irónico que un hombre dedicado a la ciencia pura y a la paz se le considere el padre de la bomba atómica. Si bien aceptó apoyar su construcción por los Estados Unidos antes de que los nazis lograran el mismo objetivo, se opuso con fuerza a su utilización una vez que Hitler hubo desaparecido. Una vez más la política pudo más que el idealismo, y el poder usó las nuevas armas sin escuchar los avisos de Albert y muchos otros científicos horrorizados ante su potencial. Einstein falleció en 1955, pocos años después de que se le ofreciera la presidencia del recién creado estado de Israel, un honor que rechazó humildemente.

El legado

¿Por qué cambió el mundo con el pensamiento de Einstein? La nueva visión del universo por él creada hizo que se comprendiera tanto el micromundo, el reino de los átomos y partículas subatómicas, como el macromundo, el reino de las estrellas y las galaxias. A partir de la nueva comprensión se ha desarrollado una tecnología que se utiliza hoy en todos los rincones del mundo, desde aparatos de diagnosis médica hasta sistemas de comunicaciones avanzadas. Son las teorías de Einstein, junto con las de la mecánica cuántica, el punto de inflexión entre dos mundos muy diferentes, el que confiaba a ciegas en la mecánica newtoniana y el que hoy afirma que el universo es más complejo de lo que siempre se pensó. En la última etapa de su vida, Einstein dirigió toda su atención a una obra nunca acabada: la teoría del campo unificado. Por medio de esta construcción mental pensó que podría unir todas las fuerzas de la naturaleza en un mismo marco explicativo. Nunca lo logró, pero sus esfuerzos no fueron en vano pues actualmente las teorías de la unificación constituyen uno de los campos más apasionantes de la física. Nunca se sabe, puede que quien logre finalmente la teoría de unificación se convierta en el nuevo Einstein del siglo XXI.

Sin duda, las más populares, y a la vez incomprendidas por el público en general, de las teorías einstenianas son las relatividades. En plural, sí, porque no hay sólo una sino dos: la relatividad especial, que describe lo que sucede cuando se viaja a velocidades cercanas a la de la luz en el vacío y la relatividad general, que explica cómo la gravedad curva el espacio. Con la teoría especial de la relatividad se desterró del mundo científico el concepto del éter, una substancia imaginaria que durante siglos se utilizó para explicar cómo viajaba la luz en el espacio. También reconcilió dos campos en lucha desde el siglo XIX, la mecánica clásica y el nuevo área del electromagnetismo. Einstein demostró que la velocidad de la luz no puede ser superada, con lo que el tiempo y el espacio dejaron de ser absolutos. Los dos conceptos, tomados generalmente como algo separado, no se podían ya concebir de forma aislada. Unidos, conforman el continuo espacio-tiempo, que depende de cada observador. Como la información de un suceso está transmitida por la luz, que tiene una velocidad límite, un suceso simultáneo para dos espectadores no tendrá que serlo para otro. La luz que nos llega cada noche de las estrellas que vemos en el cielo partió de ellas hace muchos años, a veces hace siglos. Es ahora cuando nos llega esa luminosidad del pasado. Algunas de esas estrellas que brillan en el cielo nocturno cada noche puede que ya no existan, murieron hace mucho, pero no nos enteraremos de ello hasta que llegue la luz de ese evento. Una estrella que muera ahora mismo y esté situada a cien años luz de nosotros seguirá brillando en nuestro cielo durante un siglo, mientras nos llega la luz que una vez partió de ella. Sólo al cumplirse la centuria, cuando caiga por fin a nuestro planeta su último rayo de luz, nuestros descendientes sabrán que ha desaparecido.

Por otra parte, el tiempo es relativo, depende de la velocidad de quien lo mide. Cuanto más rápido se mueve un objeto, más “lento” transcurre su «tiempo», algo que sólo se observa bien si se desplaza cerca de la velocidad de la luz. Para un astronauta que viaje en una nave espacial cercana a esa velocidad, una exploración que dure según su reloj veinte años habrá supuesto en la Tierra unos doscientos setenta años. Sin duda es una buena manera de viajar al futuro. Finalmente se llega a la famosa ecuación que relaciona la energía con la materia y que dio como fruto la revolución atómica. También Einstein contribuyó al nacimiento de la otra gran teoría, la mecánica cuántica, aunque a él nunca le gustó porque con ello terminó el reinado del determinismo, de las cosas bien atadas, entrándose desde entonces en el reino de las probabilidades, de los sucesos nunca plenamente controlables.

La teoría de la relatividad general fue el último gran paso en su revolución. Sentado en su despacho de la Oficina de Patentes suiza, dedicando mucho tiempo a pensar en la naturaleza de las cosas, llegó el año 1907. Es entonces cuando Einstein tuvo otra de sus maravillosas ideas. Una persona que cae libremente es incapaz de sentir su peso. Este pensamiento tan simple fue la base de la segunda parte de la relatividad. Con ese principio de equivalencia se puso de manifiesto que quien esté encerrado no puede saber si está detenido o viajando a velocidad constante. Ayudado en las matemáticas por su amigo de la universidad, Marcel Grossmann, Albert trabajó en la formulación de la teoría durante años, presentándola finalmente en 1915 ante la Academia de Ciencias Prusiana. En la nueva exposición se puso de manifiesto que la masa de los objetos curva el espacio a su alrededor. Cuanto mayor es la masa de un objeto, mayor será su fuerza de gravedad y por tanto más grande será la curvatura del espacio a su alrededor, con lo que incluso la luz se verá desviada en sus cercanías, como sucede con las gigantescas estrellas o los inconmensurablemente pesados agujeros negros, de los que ni siquiera la luz puede escapar. La compleja formulación de la relatividad general tuvo que esperar a ser confirmada en 1919 por el eclipse de Sol. Entonces se midió cómo nuestra estrella madre curvaba la luz de estrellas lejanas en la misma cuantía prevista por la teoría. Los periódicos de la época no dudaron en calificar aquello como una de las hazañas científicas más importantes de la historia.