A finales del siglo XIX, al igual que había sucedido en otros lugares, alguien gritó a los cuatro vientos la palabra mágica desde un remoto lugar: ¡Oro! Las noticias sobre el descubrimiento de ricos yacimientos del valioso metal crearon una nueva fiebre, la conocida como del Yukón, Alaska o Klondike. En unos meses miles de aventureros, ávidos de riquezas, viajaron al lejano norte para exprimir hasta el límite las tierras aledañas al río Klondike y otros, como el arroyo de Bonanza, en el valle del Yukón. La historia es bastante conocida y no tiene caso repetir aquí detalles manidos, pero he aquí que he quedado fascinado por varias imágenes que hasta ahora no había conocido. Los fotógrafos de la época realizaron grandes reportajes sobre la vida de los mineros, para ilustrar crónicas generalmente tintadas con un idealismo que poco tenía que ver con la realidad. En una época en la que los Estados Unidos pasaban por una crisis económica y financiera brutal, tras muchas quiebras bancarias y los hundimientos de 1893 y 1896, el que se hallara una gran cantidad de oro en el norte abría puertas a la esperanza y, cómo no, a la especulación. Lo que anteriormente no eran más que pequeños pueblos, o simples bosques sin un alma humana en varios kilómetros a la redonda, se transformó casi al instante en un hormiguero de mineros. Klondike, en el centro del huracán del oro, llegó a contar con casi 40.000 habitantes, llegados de todas partes de Norteamérica y del mundo.
Entre los hombres que se aventuraron por las frías tierras del norte canadiense y de Alaska había de todo, desde criminales a respetados abogados o médicos, que abandonaron sus vidas corrientes para buscar algo nuevo. Muchos desempleados, perjudicados por la crisis, decidieron que no tenían nada que perder, y apostaron por el oro. La mayoría no encontró nada, aunque tampoco cundió el desánimo general, pues era saber común que pocos lograrían enriquecerse. Pero, de la riada humana, nacieron ciudades y otros negocios, muchos de los cuales perduraron en el tiempo.
Las fotografías a las que me refería guardan relación con el Callejón del Paraíso1. A lo largo de la historia, es bien conocido que allá donde se han movido ejércitos o grandes masas de obreros, otra multitud ha caminado detrás, por lo general de forma ignorada. Si a Klondike llegaron decenas de miles de mineros soñando con oro, al poco también aparecieron cientos de prostitutas, algo completamente normal. La prostitución, como el juego, estaban prohibidos en los poblados mineros, pero a ver quién era el listo que imponía cierto tipo de leyes y normas en medio de un incontrolable mar de rudos mineros. En las dos imágenes que a continuación aparecen, se muestra lo que tantas veces se ha leído, pero que hasta que no se contempla de forma visual no toma su auténtico tono trágico. A la ola de mineros siguió la de meretrices, algunas fueron allá de forma voluntaria, muchas otras no, pero ya fueran buscavidas o esclavas, su vida en los poblados del oro tuvo que ser espantosa, como lo fue para la mayoría de los mineros. Aquí aparecen un grupo de mujeres en el poblado de Dawson en 1899, frente al Callejón del Paraíso, una larga hilera con decenas de casetas de madera, sobre las que, con tiza o pintura, aparecían los nombres de las mujeres ofreciendo todo tipo de servicios y trabajos, bajo un aspecto «legal», aunque todo el mundo sabía de sobra lo que se cocía en el lugar. Como siempre, una imagen vale más que cualquier escrito que yo pueda pergeñar aquí.
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1 Agradezco desde aquí la iniciativa de John Ptak al haber rescatado estas imágenes partiendo del clásico de Pierre Berton The Klondike Quest.