Publiqué este articulo hace ahora diez años, en el verano de 2006. Ahora que se cumplen dos siglos del «año sin verano» y como complemento a mi artículo del pasado viernes sobre Andrew Crosse y Frankenstein, lo rescato de las brumas del tiempo…
El verano de 1816 no puede decirse que fuera caluroso, ni siquiera que pareciera remotamente un verano. En el que fuera conocido como año sin verano, se vivió en todo el mundo una crisis climática extrema que originó graves problemas políticos, económicos y sociales en muchos lugares. En aquel verano tenebroso, Mary Wollstonecraft Shelley, junto con su marido Percy Bysshe Shelley, decidieron visitar a su amigo Lord Byron que vivía por aquel tiempo en Villa Diodati, Suiza. Junto a ellos, también les acompañaba el médico con pasión literaria Polidori. Así que, en medio de un ambiente oscuro, frío y apocalíptico, Byron retó a sus amigos a crear la más espantosa historia de terror imaginable. Como todo el mundo sabe, ese fue el nacimiento de Frankenstein, cuya madre, Mary Shelley, desarrolló la historia tiempo después basándose, al parecer, en una pesadilla que tuvo una de las noches que pasó en el lóbrego retiro suizo.
¿Qué provocó que el verano huyera de nuestro mundo aquel año? En verdad, en la época en que sucedió, la ignorancia acerca de los motivos que originaron el desastre, llevó a muchos a pensar en el fin del mundo y, para gran número de personas, así fue. Se han planteado que al menos tres fenómenos naturales «conspiraron» conjuntamente para modificar el clima terrestre drásticamente en aquel año. El Sol se encontraba por entonces en medio del conocido como Mínimo de Dalton, esto es, un espacio de tiempo de varios años en el que nuestra estrella madre presentó una actividad magnética sumamente baja. Al igual que ya sucediera con el período llamado Mínimo de Maunder, que duró desde mediados del siglo XVI hasta comienzos del XVIII, en el que se acumularon decenas de años muy fríos en el Hemisferio Norte, cuando la Pequeña Edad de Hielo se encontraba plenamente vigente, el nuevo mínimo solar también trajo consigo unos inviernos muy duros en Europa y Norteamérica, que son los espacios geográficos de los que se conservan datos meteorológicos y de observación solar de la época, aunque es presumible que prácticamente todo el planeta sufrió los mismos cambios. Por otra parte, acompañando a las perturbaciones climáticas provocadas por los cambios de ciclo solar, coincidió en el tiempo un desastre sin igual, la erupción del Monte Tambora, en Indonesia, que elevó a la atmósfera tal cantidad de humo y polvo que impidió la entrada en la misma de una porción considerable de radiación solar, actuando así como un «espejo» que hacía rebotar hacia el espacio parte de la energía solar que normalmente llega hasta nosotros, con lo que se produjo el consiguiente enfriamiento. Por si todo esto fuera poco, otra casualidad más vino a unirse a las dos anteriores, para desgracia de la humanidad, pues el Sol realizó por entonces su tradicional giro, o movimiento inercial, alrededor del centro de masas del Sistema Solar, «cambiando» de posición. No se conoce muy bien si este fenómeno periódico, que sucede aproximadamente casi cada dos siglos, influyen en la dinámica climática terrestre, pero puede que algo tuviera que ver.
El caso es que, conjugados los tres fenómenos, la receta para el desastre estaba redactada y se puso en marcha. Gracias a los relatos y a los minuciosos datos recogidos por testigos de la época, se puede conocer bastante bien lo que sucedió y la gran cantidad de terroríficos problemas que el cambio climático brusco provocó en Europa y América del Norte. Las gentes observaron con pavor cómo la sequía se alargaba anormalmente, el cielo tenía un color extraño, rojizo o pardusco, como de tinieblas, torrenciales lluvias acompañadas de granizo especialmente dañino, así como sorpresivas nevadas terminaron por arruinar las cosechas de aquel año y condenaron a morir de hambre y frío a muchos cientos de personas. Las gentes, al mirar al cielo y ver que nubes oscuras y velos sucios ocupaban su vista y, para colmo, al observar tras la bruma celeste un Sol pálido y lleno de grandes manchas oscuras, no podían por menos que pensar que el fin estaba cerca, que la divinidad preparaba ya el juicio final.
La primavera llegó a ser tan fría en el Hemisferio Norte, que el ganado moría congelado y las tierras no podían labrarse, ya fuera porque las nieve persistía o porque las sequías frías arruinaban todo intento de sacar provecho de la tierra. En algunos lugares no cayó ni gota durante meses, acostumbrados como estaban a lluvias generosas, se convirtieron en regiones casi fantasmales, donde la gente moría de hambre y frío, envueltos en un extraño viento seco y persistente que no se detenía nunca. Tras la fría primavera, la promesa de un verano caluroso y agradable todavía solazaba el espíritu de muchos, pero la realidad terminó por hundir sus esperanzas. El verano llegó, plagado de heladas, nevadas, lluvias con pedrisco, vientos que no se calmaban y más tinieblas. Los campos no se recuperaron, las gentes no salían de sus casas por miedo al pillaje, los bandidos y, también, porque la mayoría había enfermado y se encontraba sumida en un pesaroso estado de depresión y fuerte debilidad.
Frosty Morning, obra de Joseph Mallord William Turner, 1813.
Muchos meses antes, hacia el 10 de abril de 1815, los habitantes de la indonesia isla de Simbawa no podían imaginar lo que se les venía, literalmente, encima. Un estratovolcán gigantesco dormía en las entrañas de la isla, pero a nadie parecía importarle, a fin de cuentas el monstruo había «respirado» con dificultad durante muchos meses, emando gas de manera intermitente. Finalmente, el volcán Tambora despertó, explotando con tal fuerza que, casi al instante, su altitud original superior a cuatro mil metros quedó reducida a menos de tres mil. Gran parte de la isla se volatilizó, generándose una nube de polvo, gases y cenizas de tamaño tan descomunal que creó un velo de oscuridad total en un radio de seiscientos kilómetos durante varios días. Lo que sobrevivió de la isla, se cubrió con más de tres metros de fango y cenizas que cayeron con las lluvias de los días posteriores. El resto del planeta se sorprendió más tarde, en cuestión de pocas semanas, con extrañas lluvias que todo lo ensuciaban, no era agua lo que del cielo caía, sino barro, una húmeda mezcla de cenizas que, en Europa, llegó a depositar capas de hasta un centímetro de profundidad. No creo que sea humanamente posible imaginar lo que debe sentirse al estar cerca de una explosión tan grande. Ver explotar una bomba atómica, a su lado, debe de ser como estar ante un juguete inofensivo. Los cálculos estiman que el sonido de la explosión pudo escucharse sin problemas a más de mil quinientos kilómetros de distancia del volcán. El inconcebible cataclismo originó tal cantidad de material, en forma de lava, cenizas y otros materiales piroclásticos que la navegación en el mar circundante a la isla estuvo entorpecida durante años. Naturalmente, los más de diez mil habitantes de la isla desaparecieron y muchos miles de personas más murieron en los meses siguientes en las islas cercanas porque la oscuridad de la nube volcánica arruinó por completo sus cosechas, trayendo el mortal hambre que acabó con ellos. Con el paso de los meses, los materiales expulsados a la atmósfera durante la explosión, se extendieron gracias a los vientos por todo el planeta, haciendo de espejo de la radiación solar y modificando el balance normal de esta radiación en la Tierra, con lo que la dinámica climática se modificó drásticamente. El rojizo velo que cubrió el mundo trajo el frío y la muerte, creando, en 1816, un año sin verano, un año de pobreza y de miseria en todo el globo.
Así, más de un millón y medio de toneladas de polvo volcánico, originado en Indonesia, rodearon al planeta en mortal abrazo, el descenso de temperaturas tomó por sorpresa a todos, la escarcha primaveral no desapareció, destrozando cualquier cosa que se cultivara, los animales morían de inanición, la nieve se acumulaba y terminaba convertida en hielo persistente, el Sol parecía haber perdido su fuerza y muchos ríos se helaron en pleno agosto en Europa y Norteamérica. Muchas veces, cuando el velo mortal era desgarrado temporalmente, se pasaba del frío invernal próximo a la congelación, a temperaturas propias del más cálido verano, cercanas a los cuarenta grados para, en cuestión de minutos o escasas horas, volver a caer hacia el frío más terrible. Los alimentos escasearon, disparándose su precio y haciendo el agosto, nunca mejor dicho, muchos comerciantes y granjeros sin escrúpulos que, utilizando sus reservas de grano lograron pequeñas fortunas a costa de las masas hambrientas. Hacía poco que la guerra, traída por Napoleón, había asolado el centro de Europa. Ahora, el desastre climático terminó por hundir muchas regiones del viejo continente. En Francia estallaron graves revueltas, asaltándose propiedades y graneros, como también sucedió en muchos otros lugares de Europa, como en Suiza, donde el hambre logró que se declarara la emergencia nacional. Pocas cosas buenas pueden recordarse de aquel año. Si acaso, el arte y la literatura supieron sacar provecho de la situación, dando origen al Moderno Prometeo de Frankenstein o a bellas pinturas que plasmaron las increíbles puestas de Sol que se veían entonces, con un cielo tenebroso y rojizo.