La tierra que pisamos es más inquieta de lo que pudiéramos pensar. Hay terremotos, desplazamientos de tierra, grandes fenómenos meteorológicos… Son sucesos, generalmente catastróficos, que nos llenan de inquietud. Pero no reconocemos el más grandioso de los movimientos de las tierras en las que habitamos. Es la deriva continental, el paradigma actual en geofísica, sustentado en la teoría de la tectónica de placas.
Es una idea muy simple y que todos podemos entender de una forma muy fácil. Tomamos un mapa de los continentes del mundo y observamos los bordes delimitados en los continentes por las masas de agua oceánica. Fijémonos, por ejemplo, en la costa occidental de África y la oriental de América. Al recortar la silueta de América del Sur y la de África podemos juntar los dos continentes y descubriremos que los dibujos costeros de las dos masas de tierra coinciden. Lo mismo ocurre con la mayoría de las tierras emergidas. La conclusión es muy simple, hace mucho tiempo todos los continentes se hallaban unidos formando una única gran masa de tierra, un supercontinente al que los científicos bautizaron como Pangea.
Las masas continentales «flotan» sobre los materiales fluidos del manto terrestre. Los flujos de calor del interior de nuestro planeta generan flujos en esos materiales, corrientes de convección, que empujaron y partieron al supercontinente en varias placas independientes que, con el paso del tiempo, se fueron separando unos de otros, formándose, entre otros, el Océano Atlántico. La tectónica de placas nos dice que existen lugares en los que hay placas continentales que están sumergiéndose bajo la corteza del océano. En otros puntos la corteza continental está creciendo, y en las zonas centrales de los océanos hay cordilleras submarinas, dorsales, donde aflora material del manto de forma continua, impulsando así a las placas a separarse. Ahora mismo se están formando nuevos océanos sin que nos demos cuenta, como en el gran valle del Rift, al este de África.
Dentro de varios millones de años ese valle será un océano, que separará África occidental de lo que ahora llamamos el «cuerno» de África, que se habrá convertido en un nuevo continente-isla. El llamado ciclo del supercontinente, la ruptura y posterior reunificación de la gigantesca masa de tierra unida, se ha repetido ya varias veces de forma completa a lo largo de la historia geológica. Queda claro que la corteza terrestre es un asunto totalmente dinámico. No hay en ella nada que subsista, sin cambios, un gran periodo de tiempo.
Además de la gráfica idea de «pegar» los continentes para ver cómo encajan, la ciencia ya ha conseguido muchísimas pruebas a favor de esta deriva de los continentes y ha construído una teoría muy válida, la tectónica, que explica de forma muy satisfactoria la mayor parte de las observaciones geofísicas. Pero esto que ahora es tan claro no lo fue hace poco tiempo. Existen mapas del planeta bastante completos desde hace unos pocos siglos y varias pruebas indirectas ya se hallaban en las manos de la ciencia. Y a pesar de ello, a casi nadie se le había ocurrido antes del siglo XX pensar que los continentes se desplazan en el tiempo. El mérito le correspondió a un solo hombre, Alfred Wegener, menospreciado y tildado de fantasioso.
Su triunfo ha sido total, con el paso de las décadas, aunque él personalmente no pudo disfrutar del mismo. Antes de Wegener, el panorama geofísico estaba bastante revuelto. Nos encontramos en la frontera entre los siglos XIX y XX. La suposición aceptada entonces era que la Tierra se originó a partir de una masa en fusión. Con el paso del tiempo se produjo una solidificación y contracción, los materiales más ligeros ascendieron a la superficie y los más pesados quedaron en las partes más profundas. Para explicar el origen de las montañas se recurrió al citado proceso de contracción. Además, presiones en forma de arco hundieron ciertas áreas de la corteza facilitando así la formación de los océanos. Había muchas cosas que no se podían explicar.
Una de las más curiosas era cómo encontrar la razón por la que fósiles de especies vegetales o animales idénticas se encontraban en continentes totalmente separados unos de otros y sin conexión física entre sí. La solución propuesta era muy forzada. Gigantescos puentes de tierra conectarían en épocas remotas los continentes, cruzando los inmensos y profundos océanos, permitiendo así el desplazamiento de las formas de vida animal de una masa continental a otra. El transcurrir de las eras destruiría esos puentes, dejando aislados a los continentes como en la actualidad. No se admitían grandes movimientos para las masas continentales. Lateralmente no parecía que se movieran. Para explicar las periódicas subidas y bajadas de los niveles del mar, comprobados por muestras estratigráficas, se propuso la teoría de la eustática. Así, el océano subiría al llenarse las cuencas oceánicas con sedimentos y descendería al hacerse más profundo este suelo del océano. Y las montañas, por supuesto, se habían formado por la contracción de los materiales fundidos al enfriarse.
Todo este conjunto de ideas inconexas y forzadas eran, para la geología de ese tiempo unos conocimientos incuestionables. Sí existían ciertas luchas entre fijistas y catastrofistas. Los fijistas proponían que la tierra era básicamente estable y que los cambios se producirían de forma muy lenta y casi en su totalidad por erosión. Los catastrofistas opinaban que en la historia de la Tierra se han sucedido períodos de gran clama geológica salpicados con sucesos muy rápidos, catástrofes, que variaban de forma radical la faz del planeta. Estos duelos filosóficos no ofrecieron grandes resultados, por ello la geología carecía de una teoría unida que explicara la morfología terrestre.
Alfred Wegener nació en Berlín en 1880. Tras sus estudios universitarios inició una serie de viajes de investigación centrados en temas meteorológicos. En 1906 formó parte de una expedición científica de dos años al nordeste de Groenlandia, viaje que repitió de nuevo en 1912. Durante la Primera Guerra Mundial sirvió como oficial y fue herido varias veces. Tras la contienda trabajó como profesor universitario, siendo nombrado catedrático de meteorología y geofísica de la austríaca Universidad de Graz en 1924. Durante su tercer viaje a Groenlandia, en 1930, murió en el hielo. Uno de sus compañeros de expedición, Lange Koch, explicó que a Wegener se le ocurrió la idea de la deriva continental al ver cómo se rompían los témpanos de hielo en el mar. Nunca se ha confirmado si esto ocurrió así, lo que no deja de inspirar cierto aire romántico.
Wegener empezó a sospechar que los continentes se movían lateralmente en 1910 al ver en un mapa las curiosas coincidencias entre los contornos continentales de ambos lados del Atlántico. Al principio le pareció una idea muy tonta, con ninguna posibilidad de ser verdadera. Pero al año siguiente, leyendo la teoría de los puentes continentales, comenzó a buscar pruebas sobre si realmente habían existido. Como consecuencia de estas investigaciones, presentó en 1912 sus primeros trabajos sobre la deriva continental. En estos artículos primigenios ya se encontraban todos los ingredientes que terminarían por formar la teoría final de la deriva. Nadie hizo el más mínimo caso a Wegener, no se molestaron ni en criticarlo, solamente era una loca idea sin base alguna, tonterías.
Fue en 1923 cuando algunos geólogos ingleses empezaron a reaccionar, planteando un debate alrededor de la deriva continental. Muchos comenzaron a preguntarse cómo podía haberse ignorado de forma tan negligente una teoría como esa, pues realmente sí proporcionaba pruebas. Incluso mostrando datos muy razonables, la teoría de Wegener fue bombardeada desde mil puntos diferentes con el fin de hundirla definitivamente. La mayoría de los críticos no cuestionaban la calidad científica de Wegener, sino que le acusaban de haberse dejado llevar de la mano de ciegas intuiciones fantasiosas.
Antes de la Segunda Guerra Mundial los estudios sobre el lecho marino o las técnicas de datación eran muy escasas, en esta escasez de material básico se escudaban los críticos a la teoría. Finalmente, Wegener falleció entre los paisajes de Groenlandia, entristecido y sin ninguna gana de contestar a sus numerosísimos críticos.
Las pruebas que Wegener presentó a favor de su teoría de la deriva continental eran muy numerosas y, con el tiempo, se han vuelto incontestables. Sus pruebas geológicas se basaban en la similitud de las costas de ambos lados del Atlántico. Sistemas montañosos que terminan en el oeste africano parecen continuar en el este sudamericano. Igualmente el tipo de rocas entre uno y otro lado del océano mostraban correspondencias muy intrigantes. La deriva continental explicaría de una forma mucho más simple que los puentes continentales las semejanzas entre la flora y fauna fósil de continentes muy diferentes. Wegener se ocupó muy detenidamente en encontrar correspondencias muy detalladas entre fósiles a ambos lados del Atlántico.
Los elementos paleoclimáticos son fascinantes. Actualmente en nuestro planeta tenemos varias zonas climáticas de latitudes aproximadamente paralelas. Del ecuador al polo, climas ecuatoriales, tropicales, templados y zonas polares. Para investigar si el clima de una zona ha cambiado a lo largo de los tiempos hay que recurrir a muestras de depósitos geológicos y a organismos fósiles. La distribución de esas muestras nos dirá si el tiempo pasado era más húmedo, o más seco, si las lluvias eran más frecuentes o si, en otro tiempo, lo que ahora es una selva era un árido desierto.
Wegener encontró las pruebas biogeográficas que mostraban el movimiento de los continentes y, con ello, la variación de sus climas. El gran problema que tuvo Wegener con su teoría era que no conocía cómo podían moverse lateralmente los continentes. Solamente tenía un montón de pruebas de la deriva, pero no sabía decir cómo se producía. El resto de la comunidad científica, en vez de buscar mecanismos explicativos, condenó a Wegener por no haber explicado todo el modelo. Querían pruebas y explicación, todo junto, en un bonito paquete.
El paso de las décadas trajo, al fin, la teoría de la tectónica de placas, que sí explica el modelo de la deriva continental de Wegener. Durante las décadas de los cincuenta y los sesenta las ideas del denostado geólogo alemán fueron aceptadas y reconocidas por la ciencia, constituyendo hoy el modelo central de la geofísica. Las investigaciones del fondo marino han probado que éste se expande en las dorsales oceánicas unos pocos centímetros al año. El estudio de los materiales de la corteza marina ha proporcionado una cronología para el movimiento de los continentes muy exacta. Los famosísimos puentes continentales se han olvidado totalmente y ya nadie los menciona. Es una lástima que la prematura muerte de Wegener no le permitiera conocer el triunfo final de su genial intuición.