El molesto ruido del Big Bang

Las hojas del calendario pertenenciente al año 1964 iban cayendo poco a poco. Cinco años antes se había levantado en los laboratorios de la Bell Telephone de Holmdel, Nueva Jersey, una extraña antena articulada de aluminio con forma de cuerno de unos seis metros de apertura en su boca. Originalmente el aparato había sido diseñado para seguir señales de radio procedentes de satélites artificiales pero he aquí que en el año que aparece citado en la primera frase de este artículo tuvo la suerte de contar con dos inquilinos muy insistentes y perspicaces. Se trataba de los jóvenes radioastrónomos Arno Penzias y Robert Wilson, que en esos momentos no tenían ni idea que el tiempo que iban a pasar al a vera del cuerno de metal les haría ganar el Premio Nobel de física en 1978.

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La intención de los dos escrutadores del cosmos era utilizar la antena para realizar mediciones de radio procedentes de nuestra galaxia fuera del plano de la propia Vía Láctea. El gran cuerno era una de las mejores y más indicadas instalaciones que había en su época para realizar aquella tarea. Ahora bien, esas emisiones de radio que pretendían medir eran poco más que leve ruido sobre el siseo creado por la electrónica del sistema receptor o por el crepitar generado por los materiales que daban forma a la antena. Es más, incluso la atmósfera terrestre contribuía a introducir más ruido todavía, con lo que intentar diferenciar las señales de radio galácticas del resto se volvía una tarea muy complicada. Para colmo, esa radiación de la Vía Láctea que tanto buscaban no era algo puntual en el espacio, sino que formaba algo así como un ruido «continuo» que se sumaba a los demás ruidos. Cosa complicada separar unas señales de otras, pero la persistencia de los dos radioastrónomos logró sus resultados, aunque ni de lejos se trató de lo que esperaban encontrar.

Sumaron todos los «ruidos» que lograron encontrar, pero por mucho que medían, aparecía siempre algo más que no debía estar ahí. Hicieron lo imposible por descartar cualquier interferencia creada por la antena, la atmósfera, o los circuitos del amplificador, pero un pequeño exceso de radiación de microondas no desaparecía. Lo más intrigante de todo era que la dichosa señal de ruido de microondas de 7,35 centímetros era independiente de cualquier cosa que se les ocurriera. Siempre estaba ahí, daba igual la hora a la que realizaran las mediciones, la fecha o el lugar hacia donde apuntaran el cuerno, todo daba lo mismo, la señal aparecía en todo momento y en todas partes. De forma lógica quedó claro que aquello no procedía de la Vía Láctea, ni siquiera de otra galaxia más lejana, o bien se trataba de un objeto tan grande que no podían imaginar, o era generado en la propia antena. Decidieron que lo más probable era que su propio aparato de registro fuera el causante del problema. Se equivocaron.

¡Necesitaban encontrar a un culpable! Cargaron con la acusación varias palomas que vivían por allí cerca y que habían sido vistas merodeando sobre el gran cuerno metálico. Al principio decidieron enviar a las palomas lejos del laboratorio, pero al poco regresaron. En el segundo intento ya no volvieron más. Aquí la historia es un poco borrosa, supuestamente fue un gran susto lo que llevó a las aves a huir a toda pastilla del lugar pero podemos imaginar cosas incluso peores. El caso es que las palomas ya no regresaron, pero habían dejado su marca sobre la antena en forma de albas deposiciones. Y, en efecto, hasta unas aparentemente inofensivas cagadas de paloma podían introducir ruido, por lo que, por fin, creyeron haber hallado el origen de la molesta señal.

A principios de 1965 desmontaron la antena y limpiaron todo con sumo cuidado, ¡ya nada podría detener su experimento! Al final, después de tanto esfuerzo, el ruido apenas disminuyó, así que ni pájaros ni inventos, allí había algo que no cuadraba. El molesto ruido, finalmente depurado hasta el límite de lo que pudieron lograr, era equivalente al que emitiría un objeto con temperatura de unos 3,5 grados Kelvin. Penzias y Wilson continuaron rompiéndose la cabeza, pensando en qué podría generar aquel ruido que «no debía estar allí». Cierto día Penzias, en conversación telefónica con un colega radioastrónomo, Bernard Burke, se enteró de que un físico teórico llamado P.J.E. Peebles había predicho que el universo primitivo podría ser rastreado gracias a una radiación residual, algo así como un «eco» del origen del universo, idea en la línea de lo también predicho anteriormente por George Gamow, Ralph Alpher y Robert Herman. Y, de repente, todo empezó a cuadrar. Ese molesto ruido que entorpecía las observaciones de radio y que aparecía allá donde se mirara era, nada más y nada menos, que la radiación de fondo de microondas, la huella del universo primitivo que existió poco después del Big Bang.

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Para más detalles y una narración mucho más fina y exacta de esta aventura, véase: Los tres primeros minutos del universo, de Steven Weinberg. Alianza Editorial.