Transportando un obelisco

obelisco_1La semana pasada dejé anotada una referencia de No Tech Magazine que mencionaba la curiosa forma de transporte ideada para cargar antiguos obeliscos egipcios hacia Europa o los Estados Unidos durante la «fiebre» egipcia del siglo XIX. Sí, porque a lo largo de ese siglo, sobre todo después de que Napoleón pusiera de moda todo lo egipcio y, por extensión, lo oriental en general, muchos lugares del mundo lucharon por tener un antiquísimo obelisco egipcio en alguna de sus plazas. La cosa venía de lejos, pues ya en época de los romanos y, sobre todo, después del Renacimiento, se vio toda clase de tráfico de objetos egipcios moviéndose en el Mediterráneo camino de palacios y calles de media Europa. Ahora bien, el capricho decimonónico por Egipto llegó a extremos a veces ridículos y, en ocasiones, se tuvo que recurrir al más sorprendente de los ingenios, como sucede en el caso del transporte de obeliscos.

Bien, ahí quedó la referencia, esperando a que mi memoria recordara dónde había visto algo parecido porque, desde el mismo momento en que leí el artículo, tuve la sensación de haber escuchado algo similar anteriormente. Ayer por la noche, después de dar mil vueltas a la cabeza, me acordé. He aquí, gracias a la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional, la otra referencia que buscaba. Se trata de un artículo sobre transporte de obeliscos publicado en la revista Hojas Selectas, en su edición de noviembre de 1910.

LA TRASLACIÓN DE UN OBELISCO
La aguja de Cleopatra en Londres

Las grandes capitales de nuestro tiempos han puesto especial empeño en poseer, como decoración de sus perspectivas urbanas, alguno de estos singulares monumentos, llamados obeliscos, con los que el Egipto faraónico decoraba las entradas de sus
templos. El obelisco de Londres, que motiva nuestro artículo, fue trasladado ya en la antigüedad con propósito semejante. Procedía de Heliópolis, la ciudad del alto Egipto, con su templo rival del de Amón, en Tebas. En la época alejandrina, los monarcas griegos de Egipto, de la dinastía de los Tolomeos, pusieron por obra sus deseos de enriquecer la capital improvisada en el delta del Nilo por el conquistador macedónico, despojando en su provecho las ruinas de los antiguos templos faraónicos, y por esto la aguja de piedra que hoy vemos en Londres, había verificado ya en época remota un primer viaje a lo largo del río, bajando desde Heliópolis hasta la nueva capital, oo sea Alejandría.

Los romanos, al conquistar el Egipto, heredaron de los Tolomeos este gusto por los obeliscos para embellecer sus conjuntos monumentales, y fueron innumerables las grandes agujas de granito que arrancaron de los templos egipcios para trasladarlas a Roma. Cuando veamos las dificultades con que se tropezó para transportar a Londres, en 1877, el obelisco de que tratamos, asombrará más el caudal de energías que representó para los romanos arrancar y conducir el sinnúmero de obeliscos que engalanaron la Roma imperial. Los obeliscos, que en Egipto sólo servían de mástil ornamental, sin utilidad práctica ninguna ni otro fin que el de la pura emoción estética, colocados a cada lado de las puertas de los templos faraónicos, tenían en Roma una aplicación también decorativa, para señalar en los circos la espina central, alrededor de la cual circulaban los carros y luchadores.

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El obelisco de Londres en la playa de Alejandría, al emprenderse los trabajos
para transportarlo a Inglaterra.

Nada tan a propósito para señalar esta espina rectilínea como las dos agujas de un solo bloque traídas de Egipto, y aunque el coste resultase enorme, en cambio su efecto, en el interior del circo, era de majestad y belleza incomparables. Uno de estos obeliscos, el del circo de Nerón, existe todavía intacto en su sitio, en el centro de lo que hoy forma la plaza de San Pedro, delante del Vaticano. Sabido es que el emplazamiento de la gran basílica romana está fijado desde tiempo inmemorial en el lugar mismo de la arena del circo de Nerón, donde, según las Actas, se supone que sufrió martirio y muerte el príncipe de los apóstoles.
La aguja del Vaticano aparece en todos los dibujos y grabados relativos a las peregrinaciones a la famosa basílica. En lugar de la plaza magnífica, con la columnata que podemos ver hoy, existían allí restos bien visibles de las arenas y las gradas del circo; el obelisco, que ocupa el extremo de su espina, estaba parcialmente sepultado por los escombros y bajo la capa de tierra que fue acumulando el Tíber en sus repetidas inundaciones, pero todavía descollando lo suficiente para impresionar a los que visitaban los lugares santos de la Ciudad Eterna.

Todos los demás obeliscos de Roma (y eran innumerables), caídos y rotos como los dejaron los saqueos e incendios de los bárbaros, esperaban el dia de su restauración. Los papas se aplicaron con celo esmerado a decorar de nuevo su ciudad con las maltratadas agujas africanas. Los fragmentos fueron reunidos, y substituidos los bloques que faltaban por otros del mismo granito rojo, y en lugar de ser de una sola pieza, como en lo antiguo, los obeliscos de varias se irguieron en las plazas de Roma con una nueva utilidad estética, que no habían tenido hasta entonces. Los obeliscos romanos ocupan hoy, por lo común, el centro de una plaza y suplen la carencia de estatuas o fuentes monumentales. Así es el de la plaza de Montecitorio, el de San Juan de Letrán y el de la plaza del Popólo.

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Operaciones preliminares para lanzar al mar el obelisco, no lejos de otro monolito gemelo
que se yergue aún en pie cerca de Alejandría.

Todos fueron levantados en fragmentos y puestos de nuevo sobre una base cuadrada. El del circo de Nerón se trasladó algunos pasos más allá, para ocupar el centro de la nueva plaza porticada que proyectó Bernini. Era el único que se conservaba intacto, y hubo empeño en que no ocurriese ningún percance en su traslación.

La tercera capital, después de Alejandría y de Roma, que tuvo sus obeliscos trasladados de los templos faraónicos, fue Constantinopla, la nueva Roma edificada por Constantino en el Bósforo. Sabido es que el lugar predilecto de reunión de los ciudadanos de Constantinopla era el hipódromo, o circo inmenso que existía en frente del palacio imperial. De sus galerías y ventanas podía contemplar la fastuosa corte bizantina los juegos y carreras, y podía trasladarse directamente al palco reservado que se abría sobre las gradas.

Como toda la vida de la capital estaba concentrada en el hipódromo, era lógico que los emperadores se esforzaran en enriquecerlo. Por esto Justiniano hizo trasladar al hipódromo de Constantinopla una aguja para su espina, que todavía hoy puede verse en pie en la capital turca. En el pedestal, esculpido por artistas bizantinos, está el emperador representado en medio de sus generales, formando un grupo de interesante contraste con las líneas rectas del obelisco que se yergue sobre él.

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Operación para rodear el obelisco con planchas de hierro, fijas en grandes aros,
para encerrarlo en una especie de caja cilindrica.

París tiene también su obelisco, regalado a Francia en 1835 por Mehemet-Alí, quien mandó arrancarlo expresamente del lugar donde estaba emplazado desde la remota fecha de su erección, en tiempos de Ramsés II, delante de una de las fachadas de Luxor. En el templo faraónico la magnífica aguja no estaba sola, pues otra se levantaba al lado opuesto de la puerta principal del templo, según costumbre general. Es curioso hacer notar que los dos obeliscos de Luxor no eran iguales. El de la plaza de la Concordia, que es el menor, no tenía más que 23 metros de altura, mientras que el gemelo, todavía subsistente en el lugar, delante de la fachada del templo, tiene 25 metros. Se había logrado reducir la diferencia variando algo la altura del pedestal; el menor tenía una base más alta y así se disimulaba su mal efecto. Todo esto demuestra que ni una gran regularidad era de rigor absoluto en estos monumentos, ni se disponía siempre de bloques de dimensiones tan grandes para tallarlos iguales.

Un arqueólogo moderno critica el desacierto de colocación del obelisco de París, en el área sin límites de la plaza de la Concordia. En cambio, en Egipto, en el espacio reducido del patio que precedía al templo, la altura del obelisco se apreciaba en su valor, mientras que en la gran plaza parisiense se pierde sin término de comparación. Otra discusión curiosa se inició cuando la traslación del obelisco de París, acerca de la decoración de la punta de su remate. El obelisco de Luxor, como todos los mo- numentos de este género, remata en una pequeña pirámide, o piramidón, como se llama técnicamente, que limita la aguja. Este piramidón, según un arqueólogo germánico, había de estar dorado, porque así eran, como él lo deducía de textos antiguos, los obeliscos en el Egipto faraónico. Según un viajero árabe del siglo XIII, los obeliscos estaban recubiertos en su punta de una plancha de cobre dorado, que se adaptaba exactamente a la forma del remate; el de la reina Hatasu, en Karnac, que es el mayor de todos los obeliscos conocidos (mide 33 metros de altura), lleva una inscripción según la cual el oro de que está recubierto, «fué tomado a los jefes de las naciones.» Examinando bien dicho remate, se ve que la punta de los obeliscos no está delicadamente pulimentada, pues se dejó el granito rugoso, sin duda para aplicar mejor el metal. En cambio, en las caras verticales el pulimento es perfecto, no sólo en los planos, sino también en el interior de las figuras que en disposición de jeroglíficos decoran completamente el obelisco; esto nos sugiere la presunción de que estas caras estaban doradas con oro batido y no recubiertas de placas de metal, como en la cúspide. Las precedentes hipótesis sobre la decoración y dorado de los obeliscos fueron generalmente rechazadas, como también sucedió en un principio cuando se iniciaron las ideas de las policromías de los templos griegos. Parecía aberración y herejía suponer que una aguja de la más dura piedra conocida, como es el granito rojo, tuviera que encubrirse bajo una falsificación de oro, que le daría vulgar aspecto brillante y metálico.

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El obelisco encerrado en la enorme caja metálica
y a punto de ser botado al agua.

Y, sin embargo, del mismo modo que hoy ya nadie discute la verdad de la policromía de los templos griegos de mármol, sería insensato negar la evidencia de los textos, respecto al dorado, de una parte por lo menos, de las antiguas agujas faraónicas de granito. La historia, como todas las ciencias, tiene sus sorpresas, que contradicen lo que muchas veces suponían los que más se precian de conocer sus secretos.

Otra sorpresa producida por los obeliscos, fue la lectura de los jeroglíficos que decoran invariablemente sus cuatro caras. Cuando las dificultades de leer la escritura jeroglífica quedaron completamente vencidas, en el primer tercio del siglo pasado, gracias a los trabajos de Champollión, que tuvieron por punto de partida su maravillosa traducción de la famosa piedra de Rosetta, se advirtió en seguida que las inscripciones de los obeliscos eran simples fórmulas repetidas y transcripción insignificante de los títulos del protocolo real. Parecía, y así lo habían supuesto los eruditos al contemplar los obeliscos de Roma con sus leyendas jeroglíficas, que desgraciadamente no podían traducir, como si guardaran el misterioso secreto de un culto o conmemoraran la edificación del templo o perpetuaran algún hecho memorable de los grandes monarcas faraónicos. Y en lugar de esto, las lecturas de los primeros egiptólogos que pudieron descifrar los jeroglíficos, y lo hicieron en seguida con los que cubren los obeliscos, no daban por lo común más que la serie de los atributos del Faraón.

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La Caja que contiene el obelisco puesta a flote y remolcada por dos vapores egipcios,
que han de llevarla a Londres. En el fondo, destaca la silueta en el horizonte de la ciudad de Alejandría.

Así, pues, no sabemos todavía con certeza si su empleo fuee puramente decorativo del conjunto monumental de las entradas de los templos. Su mismo nombre, obelos, o sea aguja, es una palabra griega de la que se valen para describirlos los viajeros griegos de la época romana. Obelisco es el diminutivo de obelos, y no se comprende por qué rara fantasía dieron los griegos en llamarles agujillas. En las inscripciones jeroglíficas está representado a veces un obelisco que parece tener el valor de la sílaba «men», que, según se supone, significa estabilidad en la lengua del antiguo Egipto. Pero en cuanto a su simbólico sentido, si eran la última evolución del culto solar, si servían de agujas de un gran cuadrante cuya sombra observaban los sacerdotes en las paredes y el suelo de los patios de los templos; si son la forma perfeccionada y cívica de los monolitos prehistóricos o menhires, también clavados en el suelo como agujas de piedra, todo esto son temas a propósito para divagaciones interesantes, pero sobre las cuales, hoy por hoy, no puede aducirse ningún dato científico.

Volviendo ahora al obelisco de Londres, tan celebrado en la capital inglesa y conocido con el nombre de «Aguja de Cleopatra», hemos de indicar las curiosas circunstancias en que fue trasladado desde Alejandría a las orillas del Támesis. Había sido regalado mucho tiempo antes al gobierno inglés por el jedive Mehemet-Alí, pero no se trasladó hasta 1877, y aun gracias a la munificencia del Dr. Erasmo Wilson, quien cedió para este objeto diez mil libras esterlinas. No era la verdadera aguja de Cleopatra, de Alejandría, sino un obelisco gemelo de las mismas dimensiones, que desde tiempo inmemorial yacía medio enterrado en el suelo. Los dos procedían de Heliópolis, y fueron trasladados a Alejandría en tiempo de los Tolomeos; el que quedó, la aguja de Cleopatra, se halla en el Parque de Nueva York, El de Londres tiene 21 metros de alto por 244 de ancho, y por lo que se ve, es sólo algo más bajo que el de París; pesa 182.540 kilogramos, y son de presumir las dificultades que ofrecería mover una masa de estas dimensiones y de peso tan colosal. Por los relieves de los templos del antiguo Egipto, en que se ve figurado el arrastre y traslación de los enormes bloques monolíticos, sabemos que se empleaba un verdadero ejército de obreros para llevarlos desde la cantera hasta la obra. Parecido procedimiento tuvo que emplearse para trasladar el de París, desde Marsella, en que atracó la gran armadía que lo condujo.

En nuestro caso, o sea para el transporte del obelisco de Londres, las dificultades y el coste fueron menores, pues no tuvo que acarrearse por tierra. El bloque yacía en la playa de Alejandría y pudo ir hasta Londres por mar y luego remontando el Támesis. Para ello se puso por obra la ingeniosa idea de remolcarlo dentro de una caja. Las figuras demuestran por qué medios tan sencillos se llegó a la fabricación de esta caja, disponiendo a lo largo del gran monolito varias secciones o anillos de hierro, que convenientemente recubiertos después con gruesas planchas, clavadas en el sentido de las generatrices, formaban un cilindro que lo encerraba herméticamente. Este cilindro o caja se había calculado de tal modo que, con el aire contenido, tenía que flotar forzosamente, a pesar del enorme peso del gran bloque. Las figuras muestran los dos remolcadores, con bandera egipcia, tirando del bloque para llevarlo mar adentro; la silueta de la ciudad de Alejandría se ve en el fondo, desde la desembocadura del Nilo. La travesía marítima se hizo sin dificultad, y una vez la aguja en Londres se irguió de nuevo, decorando con su silueta uno de los muelles más concurridos del gran río de la capital del Reino Unido.

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Andamio levantado en Londres para erigir el obelisco egipcio.

Este último detalle de levantar los obeliscos es la parte más delicada de su colocación. Ya los antiguos tenían que valerse para ello de un sistema de palancas, y después, para colocarlos en posición exactamente vertical, dejaban entre la aguja y el pedestal algunos sacos de arena, que, vaciándose poco a poco uno a uno, permitían fijar la posición del obelisco con regularidad absoluta. Puede verse en la anterior imagen el curioso entramado vertical de madera que sirvió, en Londres, para levantar la supuesta Aguja de Cleopatra. Son dos andamios paralelos, entre los cuales podía moverse el obelisco, que, depositado en el suelo, se hacía girar alrededor de un eje hasta tomar la posición vertical, bien señalada por los dos andamios. (…)

Imagen de cabecera: Obelisco de Londres, en la orilla del Támesis. Del artículo citado en el post. Biblioteca Nacional.