Un palacio de la ópera en medio de la selva

Manaos es uno de esos casos de ciudad repleta de contrastes extraños que merece la pena repasar una y otra vez. Esta urbe se localiza al norte de Brasil y, siendo la capital del estado de Amazonas, no sorprenderá que esté situada en tierras bañadas por las aguas del gran río, más concretamente en un área en el que confluye el Río Negro con el Amazonas. Alrededor sólo hay selva tropical y la ciudad de gran tamaño más cercana se encuentra, como decimos en mi pueblo, en el quinto pino. Ahí, en medio de la cuenca amazónica, perdida en el interior del imperio vegetal surgió a finales del siglo XVII un pequeño poblado portugués que, corriendo el tiempo, se ha convertido en un populoso puerto y centro industrial con casi dos millones de almas cobijadas en la actualidad.


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Todo esto es, en sí mismo, una extravagancia geográfica y, como tal, alberga curiosidades acordes con ese espíritu mezcla de rebeldía y melancolía en recuerdo del lejano mundo civilizado. Ahí está, por ejemplo, el Manaos de las últimas décadas del siglo XIX, cuando la ciudad crecía gracias a la fiebre del caucho y, en medio de la selva, se convirtió en uno de los lugares más desarrollados del planeta, contando con sistemas de alumbrado eléctrico, redes de alcantarillado, tranvías, calles bien planificadas y asfaltadas y, cómo no, edificios imponentes. Todo ello en un lugar alejado cientos o incluso miles de kilómetros de otras áreas urbanas desarrolladas. Una perla extraña repleta de lujo que llegó a ser conocida como el París tropical. Y, entre fiestas sin fin y grandes fortunas surgió un tesoro realmente singular: un palacio de la ópera que nada tenía que envidiar a sus iguales en Europa o Estados Unidos.

El Teatro de la Ópera Amazonas de Manaos es hijo de la Belle Époque, aunque nació en un entorno realmente singular y nada «parisino». No sólo por situarse en medio de la selva, fueron los manejos de las fortunas surgidas del caucho y las intrigas relacionadas con ellas quienes forjaron toda una leyenda alrededor de este edificio levantado en la década de 1880. Había dinero en cantidades industriales, así que no se reparó en gastos. El arquitecto italiano Celestial Sacardim pudo desplegar toda su imaginación sin limitación alguna y contando con la tecnología más avanzada de la época, sobre todo en lo que a iluminación eléctrica se refiere. Tal complejidad contenía el diseño original que, sólo tras diecisiete años de obras, pudo darse por concluido el edificio. Una cúpula con más de 36.000 azulejos cerámicos con los colores de la bandera de Brasil, materiales para recubrir los techos importados de Europa, carísimos muebles de París, mármoles de Carrara para las escaleras, columnas o estatuas, el mejor acero británico y casi doscientas lámparas de araña, muchas de ellas vestidas con cristal de Murano, son sólo algunos de los encargos en la cuenta de los constructores. Vamos, una minucia de nada inaugurada finalmente en 1896 que convierte a este lugar en una joya asombrosa en la que, cuenta una historia nunca confirmada pero con cierta tradición cinematográfica, llegó a estar presente el mismísimo Caruso. 😉

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Imagen: Wikimedia Commons.

| Me inspiró esta nota un artículo del siempre genial Atlas Obscura |