El día que la Península Ibérica se estremeció

El presente artículo corresponde a una versión reducida del que publiqué en la revista Historia de Iberia Vieja en su número 56, febrero de 2010.

Era el primero de noviembre de 1755 un día de sol claro y despejado, un día meridional y propio de la transparencia de nuestro cielo, cuando de repente, como a eso de las diez de la mañana, se sintió un ruido subterráneo en toda la Península Ibérica, pero principalmente en Lisboa. La tierra tiembla; los edificios bambolean, crujen y caen estrepitosamente; el mar embravecido, formando altísimas montañas de olas, invade la tierra hasta dos leguas, y al recogerse, arrastra consigo y sumerge en el seno de los mares cuanto encuentra. En lo que había dejado el mar en seco aparecen centenares de fuegos y un huracán impetuosísimo lo comunica a las naves: de éstas pasa a los edificios; y el terremoto, el mar, el aire y el fuego destruyen casi por completo la hermosa ciudad de Lisboa, sepultando también entre sus ruinas la mayor parte de sus habitantes.

Extracto de una crónica publicada en Revista de España, Tomo VIII, Madrid, 1869.

Hace unos días, contemplando la cara norte de la torre de la vieja iglesia de San Juan en Guardo, actualmente en obras, un vecino me llamó la atención sobre una grieta de mal aspecto situada en lo más alto de los muros. A buen seguro que se produjo durante el terremoto de Lisboa, me comentó. Así lo tomé yo, pues ya había oído tal cosa en otras ocasiones pero, no conforme con dichos y habladurías, decidí buscar algo de información más fidedigna. Repasando algunas notas históricas en las obras que Jaime G. Reyero ha dedicado a la Villa de Guardo, descubrí que el paisano, y yo mismo, estábamos equivocados. No, la grieta no la provocó el terremoto, pues la torre es posterior, construida precisamente para substituir a la anterior, ¡que cayó por completo al suelo por culpa del dichoso seísmo!

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En esas estaba cuando, pensando un poco, me puse a imaginar cuán terrible debió ser el suceso para las gentes de toda la Península Ibérica. Si la torre de una iglesia perdida en las montañas de un pueblo del norte de Castilla, muy alejado de Lisboa, había caído por culpa del temblor de tierra, ¿qué gigantescas calamidades tuvieron que sufrir otras áreas más cercanas al centro de la catástrofe? El propio Jaime G. Reyero escribe que, entre las consecuencias del terremoto, se derrumbó parte de la techumbre de la catedral de Valladolid, al igual que cayó a tierra gran parte de la Colegiata de Ampudia. La bóveda de San Lázaro en Palencia también cedió y hasta la torre de la iglesia de San Miguel, en la misma ciudad, se tambaleó hasta hacer temer a los lugareños por su integridad. Ciertamente terrible, no puedo imaginar qué podría suceder hoy día en nuestras tierras si algo así se repitiera. Recordando que tan estremecedor hecho sirvió como acicate para impulsar investigaciones geológicas, geográficas y de alimento para la incipiente sismología, decidí revisar algunos viejos papeles, más allá de lo que me es próximo geográficamente, para vislumbrar una estampa más global.

Una pavorosa destrucción

El terremoto del día de Todos los Santos de 1755 es considerado como uno de los mayores jamás registrados en tiempos históricos, llegando a alcanzar, según la moderna ciencia sismológica, un 9 en la escala de Richter o, igualmente, XII grados en la escala de Mercali. De entre todos los terremotos conocidos en la historia de la Península Ibérica, éste fue sin duda el más destructivo. En Lisboa, con una población estimada que superaba los 250.000 habitantes, las crónicas contabilizaron casi 60.000 fallecimientos y más de 100.000 personas perdieron techo y pertenencias. Ahora bien, con esto de los números hay que tener un cuidado exquisito. Según el imponente estudio de los efectos del terremoto en España, inicialmente maremoto pues surgió de las profundidades del Atlántico, publicado en 2001 por José Manuel Martínez Solares, del Instituto Geográfico Nacional de España, las cifras han sido exageradas a lo largo de los años.

Según algunas publicaciones, se llegaron a citar cifras superiores a las 70.000 víctimas, la mayor parte de ellos en Lisboa. Esos datos han sido modernamente calculados a la baja, estimándose hoy día que el número total de fallecidos en Portugal, España y el norte de África estaría comprendido entre 15.000 y 20.000, siendo casi la mitad de ellos correspondientes a quienes murieron en Lisboa. La rebaja es sustancial pero, incluso así, la catástrofe fue gigantesca. Sin embargo, algunos autores siguen insistiendo en que las cifras serían incluso cercanas a los 90.000 fallecidos únicamente en Lisboa. No es cuestión de averiguar aquí si unos u otros cuentan con la razón, baste con pensar, y tal era mi intención, en la proximidad histórica de una catástrofe difícilmente imaginable por estas tierras, algo que marcó la vida de generaciones posteriores. La política, tanto interior como exterior de Portugal se vio afectada por el terremoto de forma decisiva. Miles de edificios en toda la Península Ibérica sufrieron algún tipo de daño, por lo general menor, pero en algunos casos, sobre todo en Andalucía, los destrozos fueron imponentes. Sobre el caos en Lisboa poco habría que añadir a lo que pueda imaginarse, una ciudad casi completamente destruida por el terremoto, el tsunami y los incendios. Según el estudio de Martínez Solares, para el Estado Español el desastre supuso una pérdida económica cercana a un quinto de los gastos de todo 1755. Para ese cálculo, si se extrapolara a la actualidad, el coste directo superaría los 2.500 millones de euros. Si a esto se suman costes indirectos, pérdidas humanas y de otro tipo, cabe imaginar prácticamente un golpe muy severo para la economía de cualquier país, por desarrollado que sea.

Tal fue el efecto del terremoto, cuya huella se dejó sentir incluso en Europa Central, Italia, Francia y hasta en América, que a partir de ese momento se desarrolló un vivo debate entre científicos e intelectuales que marcó el punto de inicio de las modernas investigaciones sismológicas. La catástrofe que nació a varios cientos de kilómetros al suroeste del Cabo de San Vicente, bajo las aguas del Atlántico, se llevó muchos dineros a lo largo de los años, pues la reconstrucción de Lisboa, como la de muchas otras ciudades, pueblos y edificios en infinidad de lugares, no pudo sino llevarse a cabo de manera muy paulatina. Un desastre sin igual causado en oleadas pues, si bien el terremoto apenas duró unos pocos minutos, lo peor estaba por llegar. Con Lisboa dañada y sus habitantes aterrorizados, poco podían esperar los supervivientes del temblor de tierra, muchos de ellos refugiados en los espacios abiertos hacia el mar, que ese mismo océano que contemplaban a sus espaldas acabaría con ellos. Al principio a buen seguro que les llamó la atención cómo las aguas retrocedían, como si el miedo a nuevos temblores hubiera asustado al mismísimo Neptuno. El engañoso espectáculo del mar retirándose dio paso, menos de una hora después del terremoto, a la llegada de un muro de agua sin igual, un tsunami que arrasó todo a su paso aguas arriba del río Tajo. Para completar la trágica pintura, los incendios surgidos a continuación asolaron lo poco que quedaba en pie de la ciudad durante varios días. Curiosamente, la familia real portuguesa no se vio afectada pues, por suerte y fortuna, había decidido celebrar la fiesta de Todos los Santos fuera de Lisboa. Y, mientras Iberia lloraba entre tanta destrucción, pueblos de medio mundo observaron pasmados cómo las aguas del Atlántico ascendían en forma de muralla que amenazaba sus cosas. Unas cinco horas después de que el maremoto original movilizara las aguas, en Irlanda, Inglaterra, Islandia y Terranova ya pudieron dar cuenta de que algo siniestro había sucedido, al igual que pudieron comprobar unas horas más tarde en la costa este de Norteamérica y en México, llegando incluso la huella del tsunami hasta Brasil y África del Sur.

El terremoto de Cádiz

Los efectos del terremoto del 1 de noviembre de 1755 en Andalucía fueron tales que, con razón, recordaron la catástrofe asociada a topónimos locales. He aquí, por ejemplo, el recuerdo recuperado por la revista Escenas Contemporáneas en 1857 sobre el “terremoto de Cádiz” o, lo que es igual, el eco de la destrucción en la ciudad andaluza originado por el mismo monstruo que acabó con Lisboa:

Horroriza la lectura de las cortas y mal expresadas descripciones que hemos podido ver de ese gran terremoto que comprendió toda la costa, desde el estrecho de Gibraltar hasta más allá de Lisboa, y por el interior, en nuestra España, hasta la ciudad de Córdoba, y en Portugal casi todo el reino. Los mayores estragos de ese terrible fenómeno fueron en Portugal; pero de nuestra España, Cádiz, Conil y Huelva fueron los que más padecieron en pérdidas humanas: no así en edificios, pues en esto llevaron la triste palma Sevilla, el Puerto de Santa María y otras ciudades.

Amaneció un día claro y muy sereno, mar bonancible, viento del noreste, sol abrasador; y en semejante estado atmosférico, como a las diez de la mañana, precedido de ruido subterráneo, se sintió el terremoto, que duró, según algunos, hasta diez minutos; según otros, sólo cuatro; pero convienen todos en que fue interrumpido en pausas, por lo que debemos deducir que sería de un cuarto de hora de diversas oscilaciones. El movimiento fue de norte a sur y viceversa. La tierra se estremecía en términos que se veían bambolear las casas y torres cual frágiles cañas mecidas por el viento, pareciendo imposible que permanecieran en pie. Muchas partes viejas de edificios vinieron a tierra, entre ellos la cruz de la torre del convento de Santo Domingo. Los barómetros se descompusieron, y puestos al calor del fuego reventaban.

En las siguientes veinticuatro horas sólo se sintieron tres tumbos, golpes o ruidos subterráneos; y el día 8 de enero siguiente percibieron algunos otra leve oscilación de la tierra. En el momento en que el ruido precursor anunció el terremoto, los pobladores de Cádiz inundaron sus plazas y calles; y las oscilaciones de la tierra, que moviendo las torres hacían sonar las campanas, recordó a todos, si necesario era, que sólo en Dios estaba el remedio de sus males; así se poblaron de gente los templos, que con gritos lastimosos pedían misericordia. No faltaron en esto advertidos que al ver el mal que sufrían, pensaron en sus consecuencias por el elemento que rodea nuestra isla: y corrida la voz, marchaban las gentes a bandadas a las murallas del sur a examinar el mar. Un aspecto sereno pero imponente se presentaba al espectador gaditano por aquel lado. Como el día estaba en calma, como el viento apenas soplaba, y por lo tanto el espumoso océano estaba en su superficie tranquilo, los vaivenes de la tierra, que sin duda alcanzaron a los fondos del mismo mar, habían producido en él una sola ola, pero inmensa, terrible, y que amenazaba a Cádiz como el fuego desolador de un espeso monte o como un innumerable ejército de caballería al dar una carga.

Comprendiendo todo el pueblo de Cádiz el peligro, porque se difundió al momento de boca en boca, todos creyeron con razón llegada su última hora; y todos, preparándose a morir, se despedían abrazados de sus parientes y amigos, y confesaban y hacían actos contrición públicamente. La marea crecía; y a eso de las doce aquel impetuoso mar, destruyendo las murallas y baluartes del suroestes, entró por el barrio de la Viña, llegando las aguas hasta bañar las gradas de la puerta de la capilla de la Palma, arrastrando y destruyendo todo lo que encontró en los pisos bajos de las casas, y los palos y andamios del hospicio entonces en construcción. Por el lado de los muelles el mar entró hasta la Calle Nueva, haciendo mayores estragos que en otra parte, pues arrolló puestos, casetas y cuantos objetos de comercio había en aquellos sitios. Por la Puerta de Tierra y arrecife se juntaron los mares de los dos lados, inundándose Puntales, Matagorda, Fuerte Luis, el puente Zuazo, el Trocadero y la Carraca, como asimismo en su mayor parte los pueblos de la Bahía, pues el Puerto de Santa María quedó desierto (…) El gran ímpetu del mar arrolló y perdió muchos barcos, dándose el caso de una fragata que puso en tierra en seco y volvió a arrebatar y poner a salvo a mucha distancia de la costa. Un gran número de gentes que en coches, calesas y caballos, pretendieron huir por la Puerta de Tierra, perecieron ahogados en su mayor parte en el mismo arrecife; y enterado de ello D. Manuel Boneo, capitán del regimiento de Soria que estaba de guardia en dicha puerta, impidió a la bayoneta la salida del pueblo…